viernes, 10 de diciembre de 2010

Colima



Vine a Colima porque me invitaron a dar una conferencia sobre literatura, aunque sería más preciso si dijera que fui yo quien se hizo invitar. Estaba previsto que visitara Guadalajara a finales de noviembre, para presentar una novela, y la noticia se supo en muchos rincones de México.  Para alguien en Colima la noticia tuvo un interés particular.

Conocí a Carlos Díez Salazar hace más de veinte años, en la Facultad de Comunicación Social de la UPB. No era un estudiante típico. Era mayor que casi todos sus compañeros y era el líder de Los Changos, un grupo de música andina que además de sonar bien tenía cosas para decir. Nos acercamos cuando Carlos me pidió que fuera su director de tesis: una biografía intelectual de Porfirio  Barba Jacob, que aún espero ver publicada. Salvo la recomendación de torcerle el cuello al cisne, en una que otra frase, fue poco lo que tuve que dirigir. Carlos sabía muy bien lo que hacía, tenía –y sigue teniendo– el raro don de moverse por entre la oscuridad como si fuera mediodía.  Nos despedimos casi sin despedirnos. Yo estaba impaciente por empezar a vivir en Cartagena, la ciudad donde pensaba que por fin sería escritor, y nuestros últimos contactos fueron por correo (normal, no electrónico, porque eran otros tiempos). Luego dejamos de vernos hasta hace dos semanas.

En agosto pasado, Carlos me escribió un mensaje electrónico. Me contó que era profesor en la Facultad de Letras y Comunicaciones de la Universidad de Colima y esbozó la posibilidad de que algún día fuera a hablarles a sus alumnos. Lo demás fue una entusiasta gestión de itinerarios que concluyó, o mejor comenzó, con un viaje en un cómodo autobús desde Guadalajara hasta Colima, la capital del estado que lleva el mismo nombre. Colima es uno de los estados más pequeños de México y, sin embargo, está lleno de cosas extraordinarias. Tiene su propio volcán activo, que parece diseñado por paisajistas o por un dios inspirado con tequila. Tiene el puerto mexicano más importante sobre el Pacífico. Tiene un pueblo de ficción, Comala, que algunos se apresuran a aclarar que no es la Comala de Rulfo; aunque quizá sí sea la misma y los muertos que deambulan y cantan en sus calles aún no saben que murieron. Tiene un lugar misterioso, la “zona mágica”, donde las leyes de la física no tienen jurisdicción, porque las cosas ruedan y se derraman para arriba. Y, como si todo eso fuera poco, tiene una gente que envuelve al visitante con un cariño eufórico y tranquilo, bastante enviciador.

Podría escribir un libro sobre las treinta y seis horas que pasé en Colima. Podría, por ejemplo, hablar de la atención y el afecto con que fueron acogidas mis palabras. Podría contar ese viaje de altibajos extremos que llevó a Carlos Díez a instalarse, a casarse con Adriana, y a ver nacer y crecer sus hijos en ese rincón del mundo.  Podría alejar un poco la mirada y hablar de lo complejo y variado que se ve México, ese vasto universo de ciento doce millones de habitantes, cuando uno lo recorre. Podría hablar de lo que han llamado la “colombianización” de México, ese lento cederle el poder, y hasta la vida cotidiana, a la violencia y el miedo. Podría también insistir en que los buenos siempre son más y que los medios son los que se encargan de enaltecer criminales. Pero quizá sea suficiente con que diga que en Colima hay una piedra misteriosa, cuyo origen no ha sido establecido, y que existe la creencia de que aquellos visitantes que se deslizan por su pulida superficie regresarán. Dicen también que aquel que se desliza dos veces volverá para quedarse y el que lo hace tres veces volverá para casarse.  No lo pensé demasiado para arrojarme por la piedra, lo hice con entusiasmo. Ahora estoy en Colima preguntándome qué habrá sido de mí. Por qué tardo tanto en volver a la piedra y dejarme caer una o dos veces más.

Oneonta, Diciembre de 2010




Texto publicado originalmente en Centrópolis








No hay comentarios:

Publicar un comentario