Vine a Colima porque me invitaron a dar una
conferencia sobre literatura, aunque sería más preciso si dijera que fui yo
quien se hizo invitar. Estaba previsto que visitara Guadalajara a finales de
noviembre, para presentar una novela, y la noticia se supo en muchos rincones
de México. Para alguien en Colima la
noticia tuvo un interés particular.
Conocí a Carlos Díez Salazar hace más de veinte
años, en la Facultad de Comunicación Social de la UPB. No era un estudiante
típico. Era mayor que casi todos sus compañeros y era el líder de Los Changos,
un grupo de música andina que además de sonar bien tenía cosas para decir. Nos
acercamos cuando Carlos me pidió que fuera su director de tesis: una biografía
intelectual de Porfirio Barba Jacob, que
aún espero ver publicada. Salvo la recomendación de torcerle el cuello al
cisne, en una que otra frase, fue poco lo que tuve que dirigir. Carlos sabía
muy bien lo que hacía, tenía –y sigue teniendo– el raro don de moverse por
entre la oscuridad como si fuera mediodía.
Nos despedimos casi sin despedirnos. Yo estaba impaciente por empezar a
vivir en Cartagena, la ciudad donde pensaba que por fin sería escritor, y
nuestros últimos contactos fueron por correo (normal, no electrónico, porque
eran otros tiempos). Luego dejamos de vernos hasta hace dos semanas.
En agosto pasado, Carlos me escribió un mensaje
electrónico. Me contó que era profesor en la Facultad de Letras y
Comunicaciones de la Universidad de Colima y esbozó la posibilidad de que algún
día fuera a hablarles a sus alumnos. Lo demás fue una entusiasta gestión de
itinerarios que concluyó, o mejor comenzó, con un viaje en un cómodo autobús
desde Guadalajara hasta Colima, la capital del estado que lleva el mismo nombre.
Colima es uno de los estados más pequeños de México y, sin embargo, está lleno
de cosas extraordinarias. Tiene su propio volcán activo, que parece diseñado
por paisajistas o por un dios inspirado con tequila. Tiene el puerto mexicano
más importante sobre el Pacífico. Tiene un pueblo de ficción, Comala, que
algunos se apresuran a aclarar que no es la Comala de Rulfo; aunque quizá sí
sea la misma y los muertos que deambulan y cantan en sus calles aún no saben
que murieron. Tiene un lugar misterioso, la “zona mágica”, donde las leyes de
la física no tienen jurisdicción, porque las cosas ruedan y se derraman para
arriba. Y, como si todo eso fuera poco, tiene una gente que envuelve al
visitante con un cariño eufórico y tranquilo, bastante enviciador.
Podría escribir un libro sobre las treinta y
seis horas que pasé en Colima. Podría, por ejemplo, hablar de la atención y el
afecto con que fueron acogidas mis palabras. Podría contar ese viaje de
altibajos extremos que llevó a Carlos Díez a instalarse, a casarse con Adriana,
y a ver nacer y crecer sus hijos en ese rincón del mundo. Podría alejar un poco la mirada y hablar de
lo complejo y variado que se ve México, ese vasto universo de ciento doce
millones de habitantes, cuando uno lo recorre. Podría hablar de lo que han
llamado la “colombianización” de México, ese lento cederle el poder, y hasta la
vida cotidiana, a la violencia y el miedo. Podría también insistir en que los
buenos siempre son más y que los medios son los que se encargan de enaltecer
criminales. Pero quizá sea suficiente con que diga que en Colima hay una piedra
misteriosa, cuyo origen no ha sido establecido, y que existe la creencia de que
aquellos visitantes que se deslizan por su pulida superficie regresarán. Dicen
también que aquel que se desliza dos veces volverá para quedarse y el que lo
hace tres veces volverá para casarse. No
lo pensé demasiado para arrojarme por la piedra, lo hice con entusiasmo. Ahora
estoy en Colima preguntándome qué habrá sido de mí. Por qué tardo tanto en
volver a la piedra y dejarme caer una o dos veces más.
Oneonta,
Diciembre de 2010
Texto publicado originalmente en Centrópolis
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