Algunas feministas están felices con la noticia. Un grupo
de investigadores españoles acaba de anunciar
que en las islas Azores hay una comunidad de libélulas, o caballitos del
diablo, que está compuesta exclusivamente por hembras. Según un científico de
apellido Cordero, esta especie, la Ischnura Hastata, se reproduce sin la
intervención de machos. Aunque la cosa no resulta muy sorprendente, porque en
cada familia de insectos –mariposas, escarabajos, moscas, etc.– hay por lo menos
una especie que es la excepción a la regla de la reproducción sexual, el
despliegue que se ha dado a la noticia tiene una intención ideológica clara. La
verdadera noticia es que las libélulas eran los únicos insectos para los que,
hasta el momento, no se había comprobado la excepción a la regla. Pero lo que
hay en juego es la nueva actitud de los humanos frente a la reproducción.
La posibilidad de que algunas especies pudieran
reproducirse sin necesidad de un contacto sexual es algo que ha intrigado a la
humanidad durante milenios. Al fenómeno se le conoce como partenogénesis y aunque es normal entre las formas de vida más
simples, siempre ha sido una rareza en las especies más complejas. Los griegos
y los romanos estaban convencidos de que todas las abejas se reproducían por
partenogénesis. Aristóteles, ese filósofo de curiosidad desbordada, decía que
las mujeres, después de estar con un hombre, emanaban un olor almizclado que
atraía y excitaba a las abejas. Siglos más tarde, Virgilio, el poeta latino, encontró
en la pureza de las abejas, en su rechazo a lo sexual, la explicación de la
leyenda según la cual las abejas jamás molestaban a las vírgenes, pero atacaban
con furia a las mujeres que acaban de perder la virginidad.
La humanidad siempre ha querido mirar el mundo animal en
busca de moralejas, especialmente de aquellas que cada sociedad quiere
encontrar. Nuestro tiempo está empeñado, con la ayuda de la ciencia, en demostrar que es natural que haya familias
donde los padres sean del mismo sexo y hasta unas remotas libélulas de las
islas Azores pueden servir para dar peso a sus razones. No me malinterpreten, no estoy en contra de
las familias de las parejas homosexuales, creo que las posibilidades de que
haya hijos felices, sensibles y humanos, son las mismas, sin importar si tienen
un padre y una madre, o dos madres, o dos padres, o siete enanitos para
cuidarlos. Pero mi aceptación de ese hecho no me ciega frente a cosas mucho más
complejas y, en mi opinión, abominables que ahora mismo ocurren con la
alcahuetería de la ciencia.
Me refiero al alquiler de vientres, al surgimiento de una
nueva clase de esclavos al servicio de gente que está comprando hijos como
quien compra trajes. Existen, por supuesto, las historias de hermanas o
allegados que se ofrecen a darle a una persona una oportunidad que no tiene.
Ahí la cosa resulta todavía tolerable, aunque no deja de parecerme complicada.
Pero cuando veo celebridades alquilando vientres para reproducirse,
convirtiendo a las madres de sus hijos en bancos de semen y negándoles toda
humanidad y todo derecho sobre los seres que han llevado y nutrido en el
vientre, siento una repulsión inexplicable. El hecho de que la sociedad acepte
que a la gente se la despoje por dinero de uno de los privilegios más
democráticos: la posibilidad de tener hijos y ser padres de esos hijos, es una
pesadilla como de ciencia ficción. Sin darnos cuenta, hemos aceptado una de
las formas de esclavitud más inhumanas
que ha visto la historia. El asunto de las libélulas es una pendejada. El
problema que enfrentamos ahora es que los seres humanos hemos empezado a
reproducirnos por partenogénesis. Despojados del alma, hemos conseguido hacerle
trampa a la naturaleza, violar sus propias leyes, sin haber llegado nunca a
comprenderlas y acatarlas.
Oneonta,
enero de 2011.
Publicado originalmente en el periódico Centrópolis.