sábado, 22 de enero de 2011

El amor y Occidente



Dice Denis de Rougemont que si nunca hubiéramos oído hablar del amor casi nadie se habría enamorado. Dice muchas cosas sorprendentes y olvidadas en un remoto clásico de hace casi ochenta años, L’amour et L’Occident, donde quizá se encuentra la explicación definitiva a tanto desencanto que el mundo arrastra en nombre del amor. La idea central del libro es que el amor romántico, ese sublime arrebato que nos eleva del suelo y nos conduce a emociones desbordadas, a muertes grandes o pequeñas (los franceses, hay que repetirlo, llaman al orgasmo la “petite mort”), el amor de película, el amor arrebatado para el que no existen límites, es una peste ideo­lógica y debe ser erradicada. Denis de Rougemont se dedicó a encon­trarle el origen a la peste, a describir los síntomas, los daños que ha causado, y a proponer soluciones que hoy pare­cen candorosas.

El origen de la palabra amor se encuentra en el etrusco, una lengua que nadie ha podido descifrar. Como los romanos no querían deberle nada a nadie (o al menos a sus benefactores directos), destruyeron todo vestigio y tradición asociada con ese pueblo de artistas y adivinos que no sólo fue responsable de la fundación de Roma, también de lo poco de trascendental que tuvo ese imperio que nos legó el materialismo. El misterio que rodea al etrusco (y la palabra “misterio” también tiene origen etrusco), quizá sirva para explicar por qué no hemos podido llegar a una definición satisfactoria del amor. Una cosa es clara, tanto para los griegos como para los romanos, el amor y el matrimonio eran cosas que nunca marchaban de la mano. De Rougemont encuentra el origen del amor romántico en el sur de Francia, a comienzos del siglo doce, en una revolución de los modales que con el tiempo se ha conocido como Amor Cortés. Impulsada en buena parte por Leonor de Aquitania, en una corte a la que acudía gente de todos los rincones de Europa, esta idea del amor promulgaba las virtudes de los amores imposibles o llenos de obstáculos. El símbolo de este amor fueron Tristán e Isolda y la gracia del asunto, la elevación espiritual que producía, estaba en el cultivo de las ganas sin preocuparse por saciarlas. De Rougemont no vacila al señalar una conexión directa entre el amor cortés y la secta hereje de los albigenses, quienes desa­parecieron por dos causas poderosas: las persecuciones de la ortodoxia y su propia nega­tiva a consumar el acto sexual, porque les parecía cosa del diablo. Hereje o no, la idea de un amor poblado de obstáculos, de amantes cuya única unión posible se encuentra más allá de la muerte, ha sido el tema recurrente en las representaciones del amor hasta nuestro tiempo.

Al principio la gente trató de asimilar esta forma de vida separando las cosas. Los caballeros realizaban ha­zañas a nom­bre de sus amadas, pero eso no les impedía tener una esposa a la que visitaban de vez en cuando para reponerse de los traji­nes y dejar una semilla. El mismo Dante, que llegó a escribir un libro monumental inspirado en una Beatriz a la que vio pocas veces, tenía esposa e hijos que la historia ha olvidado. Pero los problemas verdaderos comenzaron cuando la gente empezó a casarse por amor. Uno de los primeros matrimonios por amor de que tenemos noticia fue el de Enrique VIII con Ana Bolena, quien murió decapitada después de tres años. El amor Román­tico es una droga que, como todas las drogas, exige de sus vícti­mas cada vez dosis mayores. Cuando el amor y el matri­monio se combinan surge una paradoja sin solución. ¿Cómo puede ser imposible una persona que de repente se ha vuelto molestamente posible? ¿Cómo encontrar distancia si a veces las parejas no saben de quién es la pierna que tocan debajo de las sábanas? Para Denis de Rougemont, eso explica por qué casi todas las historias de amor terminan justo el día del matrimonio. Superados los obstáculos no queda nada más por alcanzar. Tanto la vida como el amor romántico concluyen entre ritos funerarios.


 Texto publicado originalmente en Vivir en El Poblado





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