Debo
confesar que su pregunta me sorprendió. Yo había perdido el sueño cuando la
mañana era apenas un ligero desteñirse de la noche. Había mirado por la ventana
la calle vacía, las lámparas para nadie, y tardé en descartar el nudo que
impedía que los sueños pasaran a este lado; no conseguiría recordar el sueño que
me había apeado inquieto y ofuscado en el cuarto.
Recordé
a la mujer que dormía a mi lado. La veía dormir, respirar con largas pausas,
hundida en una placidez vedada a sus vigilias. ¿Qué soñará?, me pregunté, pero
como esa pregunta ya me la había hecho muchas veces, siempre con resultados
inciertos, desistí de intentar suposiciones. Dormía y eso era lo único en lo
que quería interesarme.
Sólo
muy entrado el día se inició el revoloteo, los acomodamientos presurosos,
insatisfechos, que preludiaron su despertar.
Abrió
los ojos distante, inexpresiva, como si saliera del fondo de un estanque y el
agua aún no terminara de escurrirse de su rostro.
Pasó
el tiempo y el gesto de reconocimiento no se presentó. La mirada siguió, cada
vez más atónita, cada vez más angustiada, saltando entre los objetos hasta
llegar a mis ojos.
Algo
muy dentro le dijo que allí podría hallar respuesta, que si conseguía comunicarse
conmigo podría saber lo que intentaba recordar.
Finalmente
habló, con gran esfuerzo, curiosa y humilde, obligada por las circunstancias a
confiar, me pidió —prometiendo en su pedido que creería todo cuanto le dijera—
que terminara de sacarla de los sueños y la duda, que respondiera a su
pregunta: ¿Quién soy yo?
De "Juegos de alcoba".
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