Eloísa emprendió
los preparativos para el juego con un entusiasmo que llevaba mucho sin
verle. Por fin algo bueno, pienso que pensó. Por fin algo que no fueran las
preocupaciones cotidianas, la meticulosa distribución del presupuesto, el
ahorro de energía, la angustia hasta la úlcera por una ducha goteante, la
mesura de esclavos a la hora de hablar por teléfono con sus padres.
En la prisa
obsesiva con que buscó los elementos me pareció ver un reproche dibujado. Mira
la vida que hemos venido a vivir, pienso que quiso decirme. Mira lo lejos que
estamos de aquella ventura permanente que nos prometimos, de esa exaltación,
esa plenitud en la que cada segundo iba a ser único y brillante, vida pura, en
erupción.
Por fin algo,
pienso que pensé, contagiado por el escepticismo de Eloísa. Qué fácil consigue
la vida alejarnos del vivir. Porque vivir, siempre lo supimos (aunque más fuera
el tiempo transcurrido olvidándolo) era estar fuera de los cauces, de los
surcos que dibujan nuestros actos de tanto repetirse.
Las reglas de
este juego me fueron dictadas en los sueños que al final me condujeron del
viernes al sábado, de mayo hasta junio, a esa franja del año en que empiezo a
pensar que ya todo termina, que la muerte está cerca y que debo apurarme.
Al final de ese
sueño luminoso levanté los párpados con calma. Sentí que la tela ligera seguía
sin romperse, ahora en esa mañana de sábado, conmigo tendido en la cama, sin
decidirme a mover ningún músculo, esperando a que Eloísa regresara.
Y regresó de
inmediato. Era evidente que también ella había soñado y su primer gesto de ese
día fue mirarme y esperar, casi obligar con sus ojos a mis labios para que pronunciaran
la invitación.
Entonces sonrió,
volvió a cerrar los ojos un instante, como si quisiera retener alguna imagen,
suspiró, volvió a abrirlos, me besó y se levantó.
“Habla”, dijo.
“Dime cuanto antes qué necesitamos.”
Una hora más
tarde habíamos reunido sobre la mesa del comedor las tijeras, el pegante y un
pliego de papel rojo, viejo y desteñido que ella puso con disgusto sobre la
mesa.
“Tiene que ser
algo especial”, dijo. “Que brille como una estrella.”
Sin mediar más
palabras fue a bañarse, vestirse y salió. Desde la puerta dijo que no tardaría
y que si yo quería comer algo buscara en la nevera.
Volvió a casa una
hora más tarde. Se veía radiante. Empezó a extraer pliegos y pliegos de papel
finísimo con tonos que iban del rojo al amarillo. También compró unos pliegos
de papel tornasol. Pensé reprocharle el dinero gastado pero me detuve a tiempo.
Hacer un comentario como ése podía echar al suelo toda la diversión.
Arrastrados por
el entusiasmo, empezamos a pegar los primeros recortes de papel en su brazo
derecho. Pero lo dispendioso del proceso —los recortes debían ser minúsculos,
había que recortar, abrir el frasco de pegante, poner el punto de pegante en el
papel, cerrar el frasco de pegante, pegar el papel, volver a cortar...— nos
obligó a idear un método mejor.
Optamos por
cortar primero todo el papel para luego empezar a pegar. Gastamos casi toda la
mañana formando una montaña de recortes diminutos en medio de la sala. Al
principio nos propusimos que cada recorte tuviera una forma diferente: un cuadrado,
una estrella, un rombo, un triángulo, un sol, un óvalo, un círculo. Pero pronto
empezó a agotarse nuestro repertorio de formas. Al final, absortos en nuestro
trabajo, los recortes como briznas de hierba fueron los más comunes.
Cuando todo el
papel estuvo recortado, a eso de la una de la tarde, decidimos amarnos y darnos
un baño antes de almorzar. Tres horas más tarde, Eloísa yacía en la cama
desnuda y asistía paciente a la parte del juego que estaba a mi cargo.
Entonces
comprendí lo extenso e inabarcable que puede ser un cuerpo humano. Empecé por
sus pies y fue lento y minucioso el ascenso hasta la pelvis. Mientras buscaba
un pedazo de papel y le untaba un puntico de pegante, tenía tiempo de sobra
para ver la zona breve de piel donde iba a plantarlo. Ese día descubrí sobre su
cuerpo más detalles y pequeñas cicatrices que durante todo el tiempo que
llevábamos casados.
Eloísa recordaba
el origen de muchas de las heridas. Su rodilla era un pergamino donde estaban
escritos los tropiezos de su vida desde la infancia. El recuerdo de episodios,
a partir de las huellas que dejaron en su piel, fue la parte más agradable de
un juego que a veces, por cansancio, nos hundía en el desánimo.
Al caer la tarde,
superado el exaltante y juguetón recorrido por su sexo, la sensación de
inmensidad comenzó a agobiarme. Sentía que estaba sembrando una a una las
hojitas de hierba de un campo de golf. Pero cada vez que la rutina y el
cansancio se posaba sobre el juego algo venía a renovar el entusiasmo. Una vez fue
la vibración acuosa de sus senos (para ese momento Eloísa debía permanecer
sentada en un banquito de cuero, aplastando las briznas de papel de una breve
zona de sus nalgas) Otra, el éxtasis final sobre su rostro.
Mirando la
riqueza del paisaje de su cara me felicité en silencio por haber comenzado por
los pies. Creo que la opción opuesta nos habría planteado un final lánguido,
sin muchas sorpresas para ofrecer.
Era ya noche
cerrada cuando superé el límite último de las cejas y me dispuse a llenar el
horizonte de su frente. Eloísa había cerrado los ojos para que también sembrara
en sus párpados los destellos rojos, naranja y tornasol. Al final de mi viaje
parecía dormir. Su boca sonreía plácida entre las aristas de papel. Su
respiración era tranquila.
Cuando di por
terminada mi labor, lancé un grito de júbilo pero Eloísa no se movió. Era como
un espíritu del bosque dormitando entre las hojas caídas de los árboles.
Entonces, a falta
de algo diferente para celebrar, decidí fumar. Antes de acercar el fuego a la
punta del cigarrillo descubrí que a esa estrella, para ser absoluta y perfecta,
le hacía falta brillar.
El fuego se
extendió con rapidez por la maleza colorida que brotaba de su ombligo.
Mientras estuvo
viva, dio muestras manifiestas de dolor.
De "Juegos de alcoba"
Una línea que concatena un relato bien escrito. Felicitaciones como siempre.
ResponderEliminar