La curiosa perspectiva de los muertos
Por Gustavo Arango
¿Un sueño notable? Muy buena pregunta. ¿Qué hará usted con lo
que yo pueda contarle? ¿Qué extraña profundidad agregará a nuestro relato? Todos
tenemos nuestras propias teorías sobre los sueños. Crecí en un lugar donde la
superstición empezaba a compartir sus espacios con la ciencia. Al lado de
símbolos rígidos para los que una boda auguraba funerales, y las heces eran oro
que llegaba o se marchaba, también aprendí a tomar el mito del inconsciente como
si fuera un hecho, a leer los paisajes de la noche como si fueran fruto de esas
hambres superpuestas que son los deseos y temores. Me consta que hay cosas que
uno puede cambiar en el camino. No muchas, no del todo. Pienso aún que las
mariposas enormes y oscuras, que aparecen de no se sabe dónde, auguran visitas o
despedidas. Pero mi teoría de los sueños ha cambiado con el tiempo, algunas
charlas, unos libros y sueños que transcurren como si ahora mismo estuviera
viviéndolos.
No hablaré de la mujer que caminaba en las estrellas, esa
imagen de los tiempos en que me descubrí a mí mismo. Ya hablé en otro lado del
encuentro en la piscina: el primer súcubo del que tengo memoria. De tanto
repetirlo, ha perdido su temblorosa frescura el sueño premonitorio de las
tumbas, ese hundirme en la tierra como entre arenas movedizas, ese entender de
antemano que los muertos verdaderos son los que sobreviven. Dejaré también de
lado el sueño en que caí al abismo y llegué hasta el final y morí por un rato,
porque no tengo palabras para explicarlo. Digamos que el sueño más notable que
he tenido es aquel que ahora mismo me estremece de manera más intensa, ocurrió
hace unas horas y sé que al decir que ocurrió ya lo estoy traicionando.
En el sueño aquel soy una especie de escritor. Me disculpo de
antemano si mi sueño no está libre de lugares comunes. La literatura abunda en
personajes escritores. La razón es simple: cada uno está escribiendo la historia
de su vida. Podría decirse que es una autoría restringida, que ni la tinta, ni
el papel, ni el paisaje, ni las condiciones generales de la historia las hemos
elegido. Pero, con todo y eso, la gracia del asunto consiste en que una decisión
nuestra, por pequeña que sea, transforma la historia de manera dramática. Ceder
o no ceder al apremio de un deseo (y habría que preguntarse si es uno el que
desea), entrar o no entrar en la vida de un pueblo o una persona, aceptar o no
una invitación, pagar un precio o no. Pero las opciones no siempre vienen en
pares. Mientras más amplio es el abanico, mayor es la ansiedad al elegir, más
inquietante es la libertad, más evidente es el hecho de que nuestro destino se
encuentra en nuestras manos. Elegir el sabor de un helado, una ciudad, un
vecindario, elegir un color particular, elegir un amante cuando el mundo está
lleno de posibilidades… En fin, lo que quiero decir es que también, como usted,
he tratado de intervenir en la trama de mi vida y que en el sueño había un hecho
que me venía intrigando desde hacía varias semanas. No me pregunte cómo funciona
el tiempo allá en los sueños. Esas son cosas que no ha explicado nadie. Lo
cierto es que estaba en una especie de stand de feria cuando ya todo había terminado, cuando
operarios agotados empezaban a empacar lo que no se vendió.
Recuerdo que me movía entre cajas y montañitas de libros
rezagados. Buscaba mi novela. En el sueño yo había escrito una novela. No era
que quisiera encontrarla. El éxito del libro consistía en que la gente se
hubiera interesado en llevarla. Sentía al mismo tiempo una mezcla de desnudez y
de impotencia, como si hubiera estallado en mil pedazos. Ignoro la naturaleza de
aquel libro, su título o la anécdota, pero lo que sentía era muy claro: era un
libro sincero, yo había puesto partes vivas de mí mismo y saber que ahora estaba
en manos desconocidas tenía algo de gozosa pesadilla.
De manera que en el sueño trataba de imaginar a los lectores
de aquel libro. Casi podría narrar un capítulo no soñado, el asedio sigiloso
días antes, muy cerca del stand, la emoción cuando alguna persona se interesaba
en el libro, lo tomaba para leer la reseña, la frustración cuando lo devolvían a
su sitio o la alegría cuando se lo llevaban; también las ganas de abordar a esa
persona y ofrecerle un autógrafo que ni siquiera esperaba. Mientras comprobaba
que no habían quedado copias del libro, comprobaba también que nadie notaba mi
presencia en el lugar. La incomodidad que sentí al principio con mi escrutinio,
la sensación de que ningún escritor serio se pondría en esas cosas, empezó a
disiparse cuando supe que nadie me veía. En ese momento es cuando el sueño se
pone de verdad interesante.
Las palabras falsean, distorsionan, nos separan de las cosas.
Pero son lo que tenemos, son nuestra hacha de piedra mientras llega el momento
de entregarle a otra persona lo que somos. Digamos que cuando uno está soñando
se imagina que tiene un cuerpo con dimensiones y formas similares a las del
cuerpo que lo transporta cuando está despierto. Imaginé que tenía un cuerpo
mientras me movía por entre el desmantelamiento, mirando portadas, títulos
llamativos. Pronto comprobé sin sorpresa que mi mirada viajaba de manera más
fluida que la que permite un cuerpo. Era una mirada que subía o bajaba, que se
acercaba o se alejaba como flotando. Mi mirada se deslizó en el aire hasta el
centro del stand, al sitio donde ahora una mujer enorme
coordinaba la tarea de empacar. A pesar de lo cerca que estuve de su rostro, no
recuerdo haber hablado con ella. Recuerdo la prisa con que me alejé hasta un
rincón, la nueva perspectiva desde donde la vi hablar con un hombre que a veces
tenía el aspecto que yo mismo reconozco como mío: los movimientos cortos y
rápidos, la timidez y el sigilo.
Entonces me marché de aquel lugar, sin decidir marcharme, sin
tener adónde ir, sin pensamientos de rechazo o nostalgia por lo que dejaba.
Estaba simplemente en las calles, navegando entre rostros, y podía acercarme al
que me interesara. Podía oír lo que decían, podía examinar como con lupa cada
rasgo, cada gesto elocuente y fugaz. Ignoro cuántas vidas visité. Recuerdo en
especial el encuentro que tuve con un hombre mayor. Tendría setenta años. Era
pequeño, de cabello corto y blanco, irradiaba poder y se veía saludable.
Caminaba acompañado, o mejor rodeado, por un grupo de hombres. Puedo poner otras
palabras, pero quizá me equivoque. Los hombres que lo rodean pueden ser
escoltas, guardaespaldas, súbditos, empleados. Lo cierto es que el hombre camina
rodeado por el grupo y que el poder, la autoridad, emana de lo que dice y lo que
hace. Ese hombre fue el único que me vio. Se detuvo de repente, me miró con
fijeza, con gesto de quien reconoce a alguien que perdió o dejó de ver hace
mucho tiempo. Empezó a hablarme cuando sentí que debía alejarme. No sé si el
impulso de alejarme había sido todo mío. A veces pienso que algo detrás de mí me
obligó o me persuadió. El alejamiento fue muy rápido y entre mi rostro y el del
hombre vi formarse una niebla. Sentí que me alejaba sin querer alejarme. Pensé
que así debían ver las cosas los fantasmas cuando desaparecían. No sé si fui yo
mismo quien invento el consuelo de que podría volver. Pensé que todo aquello era
la manifestación de un extraño poder que siempre había tenido, que ya no iba
perder después de haberlo revivido.
Mi encuentro con el hombre me ha hecho pensar que, tal vez,
lo que viví fue la curiosa perspectiva de los muertos. Tal vez ahora mismo,
mientras me abro ante usted como nadie me ha visto, hay miradas que flotan muy
cerca de mi rostro y consiguen entender mejor que yo lo que he vivido. He
pensado también que es lo contrario, que aquel sueño que tuve me dejó visitar
ese sitio al que nadie vuelve. He pensado otras cosas que no vienen al caso. Lo
cierto es que después de aquel encuentro me seguí moviendo por las calles,
auscultando a la gente, escuchando el barullo de sus rostros, y que al final
llegué a un cuarto de luz amarilla donde transcurría una escena que pronto dejó
de interesarme. Ya entonces sabía que en mi sueño podía fijar mi atención en
cualquier cosa, que era yo quien conducía aquel vehículo, y decidí acercarme a
esa chica delgada de falda tan corta que dejaba ver el panty, traslúcido y
breve, la textura agreste y viva de aquel pubis. La chica se volvió y tuve muy
cerca de mi rostro una piel tensa, tibia, hermosa como un planeta al que las
rocas que pueblan el universo jamás han visitado. Recuerdo el olor. Un olor
imposible, un olor que era casi la ausencia de olor. Lo recuerdo y estoy
convencido de que podría identificarlo si volviera a encontrarlo. Lo recuerdo
porque aún sigo perdido en la embriaguez que me causó.
He olvidado detalles que quizá me llevarían a la locura si
llegara a recordarlos. Las historias del hombre y la muchacha, la extraña
habilidad para moverme, serían suficientes para hacerlo inquietante. Pero eso no
fue todo. Al final del largo vuelo de mis ojos encontré a una mujer que conozco
y con quien nunca había tenido la ilusión de estar cerca. En el sueño estamos
cerca; más cerca de lo que he estado con cualquier otra mujer. Ella tiene un
vestido blanco de encaje, acepta ese abrazo que le impongo y sus ojos admiten
que lo ha estado esperando. Ahora mi cuerpo ha vuelto de la nada. La mujer es
pequeña, su rostro está a la altura de mi pecho, tiene gesto embriagado, se sabe
perdida y no piensa escapar. El sueño termina cuando elevo el brazo y su rostro
se hunde en mi axila.
Publicado en Vivir en El Poblado el 18 de diciembre de 2011.