miércoles, 6 de junio de 2012

Un viejo futuro



Por Wenceslao Triana 

El azar televisivo me deparó hace poco una grata sorpresa. Yo andaba a la deriva por entre los canales, cuando hallé algo que llamó mi atención: una película viejísima y querida, Fahrenheit 451.

Siempre me ha fascinado esa novela de Ray Bradbury. Se trata de un libro que cuenta la historia de un hipotético futuro donde los libros han sido prohibidos. En aquel tiempo, también, los incendios ya no existen y la única función de los bomberos es rastrear bibliotecas e incendiarlas. Montag, uno de los bomberos, empieza a sentir curiosidad por esos libros que debe destruir. Su esposa es un sujeto completamente “normal”, que pasa su tiempo pegada a las pantallas que embrutecen a todo el mundo. Pero Montag empieza a ser víctima de la fiebre de los libros, cada vez resulta más intrigado por lo que ocultan esos objetos capaces de llevar a algunos a morir por defenderlos, y decide tomar algunos de los que debía quemar y llevarlos a su casa para leerlos.

En medio del torbellino ideológico de los años sesenta, la novela de Bradbury y su version cinematográfica, pretendieron denunciar el poder alienador de los medios masivos y el interés de todo poder totalitario por abolir cualquier forma de independencia y de pensamiento.

El final de esa historia es de una gran hermosura. Montag es denunciado por su alienada esposa y se ve obligado a huir en medio de una cacería que es televisada para todo el país (uno recuerda esas persecuciones en vivo que hacen las delicias de los televidentes modernos) y, a pesar de que las pantallas muestran el momento en que lo capturan (o mejor, capturan a un doble, para dejar claro que nadie escapa al poder justiciero del sistema), Montag consigue ponerse a salvo y llegar a una colonia en las afueras de la que tuvo noticias a través de una chica también perseguida por tener libros.

Allí Montag se encuentra a un grupo de personas dedicadas a preservar el tesoro de los libros mediante una forma desesperada y sublime: memorizar cada uno un texto distinto, para que puedan disfrutarlo generaciones venideras.

Muchas cosas me ha dado para pensar mi reencuentro con este clásico. La primera, es lo evidente que resulta el comentario que la novela de Bradbury hace sobre nuestro propio tiempo: las pantallas están aquí, embruteciéndonos, los libros (si bien nadie los quema) han sido trivializados, su poder sublevador ha sido sometido.

Pero quizá lo más notorio de la versión cinematográfica es que demuestra, con su precario futurismo, con sus vehículos que ahora se ven ridículos, con esos cascos y vestuarios y cortes de pelo demasiado “años setenta”, que ni el cine, ni la televisión, tendrán nunca el poder de renovarse que tienen las obras literarias.

Quizá sea algo ingenuo pensar, hoy en día, que los libros –en general- significan una defensa contra la alienación. Los libros también han entrado en el juego de adormecer a todo el mundo. Defenderlos a todos sería una actitud ingenua. Pero ver la versión cinematográfica de una historia como la de Bradbury , ver lo ancladas que han quedado esas imágenes en el tiempo en que fueron hechas, ratifica –sin proponérselo- la supremacía incomparable de la palabra escrita. La película envejece sin remedio, mientras el libro parece haber sido escrito esta mañana. Sigue habiendo algo extraño –y potencialmente peligroso- en esa propiedad que la palabra impresa tiene para renovarse cada vez que alguien llega a leerla.


Julio 3 del 2002









1 comentario:

  1. Un gusto encontrarse con un espacio como este. Gracias por propiciar el encuentro, Gustavo.
    Un abrazo.

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