Si hubiera nacido en los tiempos en que traducían los
nombres de los escritores, lo habríamos conocido como Raimundo y no habría
faltado quien dijera que en su nombre ya estaba contenido su destino. A Raimundo
ninguna de las cosas de este mundo le resultaba ajena. Su curiosidad era tan
grande que a veces necesitaba de otros mundos. Pero nos ha llegado con algo
como un nombre de músico o boxeador, un sonoro y vistoso conjunto de palabras
que parecen producto de su imaginación.
Chesterton decía que la grandeza de un hombre se aprecia
en el hecho de que sus admiradores no lo entienden y sus opositores lo
tergiversan. En el caso de Ray Bradbury, lo primero es evidente en el hecho de
que nadie ha sabido dónde ubicarlo. Se le etiqueta por lo menos en cuatro
categorías: horror, misterio, ciencia ficción y fantasía. Su aparente falta de
opositores radica en que aquellos a quienes critica no se dan por aludidos,
estamos enceguecidos creyéndonos mejores de lo que somos.
En literatura hay otra prueba de grandeza: el elogio de
Borges. Bradbury fue el último sobreviviente de esa estirpe de admirados. A
Borges le encantaban las Crónicas
marcianas, en especial aquella donde un astronauta llega a una réplica de
su pueblo natal, es recibido por réplicas de su familia y se va a dormir a una
réplica de su cuarto de infancia. Nadie vuelve a acostarse en su cama tranquilo
después de leer esa historia de Bradbury.
Fanrenheit
451 es como la puerta de
entrada al mundo de Raimundo. Hay una belleza majestuosa en esos personajes que
escaparon al embrutecimiento de las pantallas y se dedicaron a mantener con
vida en su memoria los libros destruidos. Las crónicas marcianas nos devuelven
la capacidad de asombro frente a nuestro propio mundo. Uno no vuelve a ver a
esas criaturas de dos ojos y una boca y coronados de plantas como si fueran la
cosa más trivial del universo. Los cuentos, por su parte, son como el
inventario de todos nuestros sueños.
Cada lector de Bradbury puede citar al menos una historia
que le ha cambiado la vida, que lo ha estremecido hasta la médula. Sus libros
tienen la extraña propiedad de contarnos historias que todos hemos vivido,
presenciado, soñado o imaginado. Producen el efecto de lo ya visto. En sus
páginas leer es recordar los misterios esenciales de la vida, los temores y
dichas, la noche eterna a la que asomamos por un instante breve esa mirada
monstruosa que llamamos entendimiento.
Si algún día llegara a ocurrir que hay que salvar a
Bradbury del olvido, yo elijo convertirme en la versión viviente del primer
capítulo de El vino del estío. El momento
en que Douglas se descubre en el mundo es poesía en su estado más puro. Confieso
que en una de mis novelas traté de volver a escribir ese momento en que un
niño se hace consciente de sí mismo, pero la copia salió pálida. Quizá si lo
sigo intentando me saldrá bien algún día. Siento, de todos modos, que fue mi
forma de rendirle un homenaje al gran contador de historias que hizo hasta de
su muerte un hermoso relato; pues se marchó de este mundo a bordo de un planeta
diminuto que tuvo la osadía de querer tapar el sol.
Publicado en Vivir en El Poblado el 21 de junio de 2012.
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