El verano se resiste a retirarse y eso asusta en estas tierras donde el frío del invierno y estaciones aledañas tiene instinto criminal. Todavía hay ropas breves, faldas leves y escotes que parecen anuncios de doble página. El sudor aún se asoma cuando uno acelera el paso, cuando teme llegar tarde y apresura, con la nariz como proa y los brazos como remos, su periplo en la tibieza general.
El viejo viaja entusiasta. Además de la rutina de ejercicios y la dieta saludable con que aspira a disolver los achaques del final, hay cosas breves y leves y anuncios publicitarios que lo exaltan aún más.
Frente a un edificio enorme, el viejo siente una ráfaga que lo obliga a detenerse y preguntarse si el mundo o el camino se acabaron de repente, si se está quedando ciego, tal vez loco, o las dos cosas sumadas a su vieja propensión a alucinar.
Pero pronto se repone y encuentra una explicación: es joven, cabello largo, es hermosa, piernas finas que se elevan como columnas de humo, camina delante suyo y no lo vio cuando salió del edificio y lo obligó a detener su caminar.
La verdad es que pocos lo ven desde que tuvo la ocurrencia de envejecer. A veces tiene la tentación de parar a alguien en la calle y preguntarle: “Dísculpe, ¿sería tan amable de decirme si soy visible?” Pero siempre se contiene por miedo a comprobar que también es inaudible.
Después de salir del edificio, la hermosura veraniega traza una elipsis, permite ver su perfil inobjetable y sigue por la acera en la misma dirección que el viejo llevaba antes. Apurando un poco el paso, consigue mantenerse a unos cinco metros de ella: de sus sandalias menudas, de sus pies café con leche y sensitivos como manos.
“Qué belleza”, piensa el viejo. “Dios es loco o alucina cuando inventa cosas de esas”.
Veterano y resabido, cuando de mirar se trata, el anciano disimula el entusiasmo que le inspira esa hermosura que navega bajo el sol. Parece reconcentrado, casi siempre mira el piso, a veces alza la vista, como pronosticando cambios de clima, a veces lanza miradas generales a todos los que pasan y otras veces, muy pocas y fugaces, regresa a aquella danza que prosigue a pocos pasos, a esa gracia cimbreante que no deja de brillar.
Es bueno ser invisible cuando uno persigue diosas por entre la multitud. Es bueno si uno no tiene otra intención que la de ver y adorar. Tranquiliza tener claro que manjares como ése jamás se van a probar.
Y el viejo observa los rostros de los hombres y mujeres que la diosa se cruza en el camino: Las quijadas destempladas, los gestos como de huérfanos, las miradas enojadas o famélicas. De repente se le ocurre que está viendo lo que ven cuando caminan por el mundo las mujeres como ella y que es triste lo que ven: gente sufriendo y agonizando.
El viejo desacelera, ve alejarse la tragedia, encuentra un banco en un parque, levanta el rostro hacia el cielo, desciende la cortina de los párpados y dice, con voz muy queda:
“Estás loco y alucinas, pobre viejo.”
Wenceslao Triana, Septiembre de 2007.
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