“Si, en el momento de la concepción, una mujer piensa en
otro hombre —presente o ausente— el niño que nazca tendrá semejanza con el
hombre en quien la mujer pensaba”. La afirmación es de Lemnius, un médico
holandés del siglo 16, y aunque la ciencia de hoy diga lo contrario nuestro
pensamiento insiste en proponernos que algo cierto debe haber en esa
afirmación. El hecho de que el hombre en quien la mujer piensa pueda estar
“presente o ausente” le agrega a la escena unas curiosas posibilidades.
Cuenta Heliodoro que Persina, una reina de Etiopía, negra
como la noche, tuvo un bebé blanquísimo por andar obsesionada con un cuadro de
Perseo y Andrómeda. Bale, por su parte, sostiene que una de las concubinas del
papa Nicolás tercero dio a luz un monstruo por haber visto un oso poco antes de
quedar embarazada. En la Grecia de Pericles se contaba que un próspero
comerciante quiso contrarrestar la fealdad suya y la de su esposa comprando
una pintura de figuras hermosas y colgándola en una pared del tálamo. Pero sus
efectos en la concepción son sólo el comienzo de la influencia poderosa que la
imaginación ejerce en nuestras vidas.
Dicen que las cicatrices que les salían a San Francisco y
a San Dagoberto venían de la intensidad con que imaginaban las heridas de
Cristo. La historia de la humanidad abunda en casos de personas a quienes su
propia imaginación transformó en lobos, perros, burros, ranas y toda clase de
animales. Dicen que quienes padecen de hidrofobia ven la figura de un perro
cuando miran su reflejo en el agua. Dicen también que los enfermos y los melancólicos
conciben cosas tan extrañas como que son mujeres, siendo hombres, así como lo
contrario, o que piensan que son reyes, insectos, livianos, pesados, transparentes,
de vidrio, grandiosos, minúsculos, insensibles, y hay algunos que creen que
están muertos.
Muchas enfermedades se contagian por exceso de
imaginación. En el siglo 16 en Inglaterra se contaba la historia del hombre que
murió en presencia de alguien que se creía contagiado por la peste (aunque
después se supo que estaba sano). Los adivinos ganan crédito por sembrar en sus
clientes aprehensiones que provocan lo predicho. Cuenta Aristóteles que en
Grecia había gente que moría cuando veía a alguien ahorcado. En Francia en el
siglo 16 hubo un judío que caminó por la noche sobre un tablón muy estrecho,
pero murió al día siguiente, al ver la altura del tablón sobre el abismo.
Hace meses me propuse escribir sobre el libro más entretenido
que conozco, el mamotreto que me llevaría a la isla desierta o a cualquier
sitio donde fuera. Ahora mismo lo tengo conmigo durante una breve estadía en la
ardorosa capital del mundo. Pero el tiempo me fue revelando lo imposible de mi
tarea. Robert Burton (1577-1640) dedicó casi toda su vida a escribir y reescribir
su Anatomía de la melancolía. Quizá
tomaría también una vida hacerle justicia a este compendio de la rareza humana.
Aquí solamente he mencionado algunas curiosas observaciones que aparecen en
dos de sus casi mil páginas. Imaginen el resto y concluyan. Mientras tanto los
dejo con unas preguntas que aparecen en esas mismas páginas: ¿Por qué el
bostezo de una persona hace bostezar a otra? ¿Por qué una persona que orina
hace que otra quiera orinar? ¿Por qué un cadáver sangra de nuevo cuando vuelve
a estar en presencia del asesino? Para Burton, todo indica que estos y otros
misterios similares se pueden explicar por el influjo poderoso de nuestra
propia fantasía.
Publicado en Vivir en El Poblado el 19 de julio de 2012.
Me gusta tú columna, es muy cierto Gustavo, porque los seres humanos nos estamos dejando llevar por las sugestiones que nos producen los actos de la cotidianidad, porque aveces hemos la frontera de lo real e imaginario, gracias a los miedos a los que nos vemos expuestos.
ResponderEliminar