martes, 15 de enero de 2013

Mantener lo inexpresable tras el velo



Imagen del montaje 'Die Reise"(El viaje), del grupo Kofradia Theater, Berlín.

Sobre 'Su última palabra fue silencio"

Mantener lo inexpresable tras el velo


Por Leonardo Espitia Ortiz

Este libro de Gustavo Arango (1964) no es simplemente una aleatoria reunión de cuentos. Al terminar de leerlo queda una vaga sensación de que existe entre los diferentes escritos una unidad conceptual. Desde el primer cuento, que da nombre al libro, nos encontramos con una propuesta que, con variaciones y ambigüedades será una constante: la palabra presenta dos grandes estados: el oral y el escrito. El primero remite al diálogo, a la compañía, a compartir la existencia con otras personas. El segundo, por el contrario, crea un ambiente de pensamiento y de reflexión que invita a la soledad, al silencio, al aislamiento interior. Sam, el protagonista del primer cuento, es un viejo que no pronuncia ni una sola palabra. Sin embargo, es escritor. El otro personaje del relato, una vieja que comparte las horas con Sam, entiende la razón que lleva al viejo escritor a permanecer en silencio: “Entonces comprendí por qué Sam no me hablaba. Lo que tenía para decirle al mundo estaba ahí, en el papel, y no hacía falta más nada” (pag. 8). Vemos que Sam es una especie de paradigma del planteamiento que hace Gustavo Arango.



La mayoría de los cuentos que conforman el libro giran interesantemente alrededor de esta oposición presentada al comienzo. En el cuento intitulado El pensador de Rodin, se narra la historia de un hombre que busca un tiempo libre –dentro del caos de actividades cotidianas y tediosas– en el que pueda dedicarse a pensar. El arma que más se acopla a las necesidades de la batalla es el recuerdo. De esta manera, invocando tiempos pasados en los que aún podía dedicar sus mejores horas a la actividad que tanto le apasiona. El pensador de Rodin evade el mundo de la realidad cotidiana y, por tanto, gana aparentemente el combate. Sólo en apariencia, pues todo es un sueño: “Y de pronto su tiempo terminaba y llegaba al trabajo o a la casa, esos sitios donde tanto lo esperaban y donde, como al despertar por las mañanas, le decían que había cosas importantes, lo obligaban a dejar sus incipientes pensamientos, sin siquiera asegurarse de poder rememorarlos, y pedían que llenara el silencio con palabras” (pag. 25). El espacio creado por el mundo de los sueños y de los pensamientos se mantiene en un silencio que debe ser roto en el momento en que el personaje regresa al mundo cotidiano, indicando de esta manera que, aunque por instantes se logre cierta libertad, lo que termina por imponerse es la realidad objetiva.

En uno de los cuentos más elaborados del libro, intitulado El viaje, se retoma la oposición inicial proponiendo, sin embargo, nuevas formas de expresarla. El título hace referencia no solamente a un viaje que realiza una persona en un tren, sino también a un viaje interior, que se desarrolla a través de un extenso diálogo entre dos instancias del mismo sujeto. Vale la pena extendernos en la siguiente cita, para ver claramente la definición del carácter de cada una de ellas: “–¿Para qué quieres una silla si estás pensando en que uno de los atributos es la posibilidad de no estar sentado en ella? –Para que deje de ser práctico y tú dejes de decir que dejaría de ser práctico y te quedes callado y me dejes pensar y yo pueda gozar del paisaje sin tener que entablar circunloquios absurdos, llenadores de tiempo, temerosos del silencio, idiotas, monstruosos, dolorosos, nefastos, funestos, terribles…”(pag. 35). Una de las instancias es, por tanto, práctica, charladora, sociable, y la otra, silenciosa, pensativa. Más adelante se puede leer lo siguiente: “Duerme. A mí lado duerme. Me deja el silencio y la posibilidad de ir hasta mis propios límites… espacios en el que ya las cosas no suceden en el plano de las palabras sino que oscilan, suben, bajan, se pierden y se reencuentran en un terreno de imágenes sin discurso… “ (pag. 39). Podemos identificar aquí los dos momentos del diálogo “interior” que remiten a la posición que nos interesa: el otro, el que se ha dormido, deja por fin que el silencioso, el solitario, se dedique a reflexionar sobre los límites que coloca la palabra al pensamiento; es decir, sobre la casi imposibilidad del deslinde entre éste y el discurso: ¿con esto no estará proponiendo el autor la incapacidad de la palabra para expresar lo único que vale la pena, lo inexpresable? Durante todo el diálogo se ponen en tela de juicio las palabras con las que convencionalmente se nombra el sentido de la vida. Preguntas como: “quién eres”, “quiénes somos”, “de dónde venimos”, y “para dónde vamos”(pag. 57) no tienen respuesta, generando con ello un estado de completa incertidumbre. La única respuesta certera a las cuestiones del viaje se exponen el siguiente modo: “Sabemos algo… ¿Qué?... Qué viajamos” (pag. 47).

Al terminar de leer este cuento nos queda la sensación de vacío que, consciente o inconscientemente, es transformada en una luz de esperanza en el texto que le sigue. El protagonista del cuento El rayo verde ha encontrado inexplicablemente un manuscrito de un autor desconocido, Julius, quien a su vez encontró tres citas que se refieren al misterio del “rayo verde”. La primera de ellas expone el fenómeno en cuestión: “¿Ha observado usted alguna vez la puesta del sol en un horizonte de mar? Posiblemente, sí. ¿Ha seguido el astro resplan­deciente hasta el momento en que desaparece rozando la línea de agua con la parte superior de su disco? También es posible. Pero, seguramente, usted no se ha fijado nunca en el fenómeno que se produce en el instante mismo en que lanza su último rayo, cuando el cielo, limpio de niebla, ofrece una pureza inma­culada. Pues bien, la primera vez que tenga oportunidad de observar un cielo despejado, no sucederá, como muy bien puede creerse, que hiera su retina un rayo rojo, sino un rayo verde, pero de un verde maravilloso, de un verde que ningún pintor puede obtener en su paleta. Si en el paraíso existe el color verde, seguramente es éste, el verdadero color verde-esperanza!...” (pag. 62). Las dos siguientes, ficticiamente atribuidas a Jules Verne (Julio Verne) y Jules Corátzar (Julio Cortázar), comentan las experiencias de dos grandes hombres que han visto el “rayo verde”. El narrador, que en este caso es el protagonista, aceptando la sugerencia de los dos escritores, decide embarcarse “en esta empresa loca de esperar un rayo que pudiera terminar siendo invención” (pag. 62); ha decidido entrar a formar parte de la secta de los que han visto el rayo de la esperanza. Nueva mente se propone aquí la posición que hemos venido comentando: por una parte están “los Jules, los escritores”, que viven en un mundo “de fantasías ancladas en realidades” (pag. 63); y por la otra están los no iniciados, los que habitan el mundo de la simple y tediosa realidad cotidiana. En este sentido, el autor, a través del narrador, quiere comunicar a los lectores su experiencia iniciática. Sin embargo, este personaje se enfrenta a la incapacidad expresiva del lenguaje y a la fuerza corruptiva de las palabras frente al acontecimiento en su pureza. Empieza a crear en el lector, de alguna manera, una duda, en la medida en que no sabemos si vio o no el “rayo verde”. El cuento finaliza con el siguiente comentario del narrador: “Algo me dice que debo guardar silencio acerca de si he visto o no el fenómeno, algo me dice que debo mantener la incertidum­bre que de manera tan empecinada a sostenido Julius, que debo colocar en torno al Rayo Verde un velo de misterio que sólo descorrerán los espíritus inquietos, aquellos que aún buscan y encuentran en el mundo motivos para seguir despiertos…” (pag. 68). ¿Acaso el narrador, que es el autor, que es escritor, no quiere con eso incitarnos a nosotros, sus lectores, a que pongamos en duda aquella certeza que considera que a través del lenguaje, del pensamiento discursivo, de las palabras, podemos desvelizar ese rayo misterioso que tal vez aún existe precisamente porque no se le ha quitado el velo que lo cubre? ¿No es la esperanza, de la que habla Gustavo Arango en este cuento y en todo su libro, aquella de mantener lo inexpresable tras el velo, para evitar que la “multitud vociferante” vea y en consecuencia prostituya “el rayo verde”? ¿Existe realmente esa luz, o es simplemente –como parece sugerirlo el autor– una invención de la literatura para mantener con vida? En caso de que exista, cabría preguntarse si no es esta una posición bastante selectiva en la que ciertos espíritus escogidos –no sabemos por quién– son los encargados de ver el fugaz y misterioso ‘rayo verde” de la literatura.

Sin embargo, independientemente de las respuestas, el libro de Gustavo Arango retoma la discusión de la permanencia de la literatura y del arte en una sociedad en la que es muy posible que mantenerse en silencio, so pena de trivializar absolutamente todo, sea uno de los caminos que no debemos perder de vista.

BOLETÍN CULTURAL Y BIBLIOGRÁFICO
DEL BANCO DE LA REPÚBLICA. Vol. 32 No 40. 1995.







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