En la primavera del 2002 tuve el honor de moderar una charla entre dos de
los escritores argentinos más influyentes de las últimas décadas. Tuvo lugar en
la Universidad de Rutgers y fue organizada por los estudiantes graduados del
Departamento de Español y Portugués. Esta versión del encuentro fue publicada
originalmente en la revista Yzur.
Por Gustavo Arango
Uno de los temas de moda en las
universidades norteamericanas es la disolución de las fronteras. Ahora que
miles de personas abandonan sus naciones para hacerse ciudadanos del mundo, la
idea del exilio parece haber tomado sentidos diferentes a los que tenía hace
dos o tres décadas. Cada vez son más los que insisten en que el mundo quizá sea
mejor si los nacionalismos se convierten en cosa del pasado. El crítico
palestino Edward Said, profesor de Columbia University, en Nueva York, dice que
el exilio puede producir rencor y tristeza, pero también puede dar una visión
más aguda a quien lo vive. Agrega que el recuerdo de lo que se ha dejado atrás
se convierte en un lente para ver la realidad. Para Said, el exilio y la
memoria van siempre de la mano y es “lo
que uno recuerda del pasado, y cómo lo recuerda, lo que determina la manera
como mira el futuro”.
En tiempos en que el número de
exiliados excede, como en el caso colombiano, la población de la ciudad más
grande del país, parece necesario replantearse la idea de nación hasta en sus
detalles menos visibles, como su creación artística. Así como las temáticas se
han liberado de la fidelidad a la tierra, también es cada vez más frecuente que
los escritores “de” un país se encuentren lejos de ese país. Es un hecho, por
ejemplo, que los más importantes escritores argentinos del momento se
encuentran fuera de la Argentina. Dos de ellos viven y
trabajan en New Jersey, ese suburbio de gentes apuradas, a la sombra de Nueva
York.
Ricardo Piglia es profesor de literatura
latinoamericana en la universidad de Princeton. Tomás Eloy Martínez, reciente
ganador del Premio Alfaguara de novela, dirige el Programa de Estudios
Latinoamericanos de Rutgers University. Por invitación de la Universidad de
Rutgers, Piglia y Martínez se sentaron frente a un grupo de estudiantes para
hablar de su labor creativa. Hablaron de sus recuerdos, de la manera como han
llegado a ser los escritores que ahora son, de la forma como han surgido sus
obras. Ambos coincidieron en decir que la literatura nace de una pérdida.
También, en ratificar que la historia es siempre una ficción y que la
literatura puede ser una fuente generadora de realidad.
Tomás Eloy Martínez: El viajero en la estampilla
Para Tomás Eloy
Martínez, la literatura ha sido una mezcla de arma y de refugio. Cuando era
niño leía para escapar de las pequeñas infelicidades cotidianas y, entre los
nueve y diez años, descubrió que la escritura le permitía tener, con la
imaginación, lo que no podía tener en la realidad. A esa edad escribió su primer cuento.
“Vivíamos en una
enorme casa de las montañas próximas a Tucumán, donde mi familia pasaba los
veranos y parte del otoño. Yo iba por las mañanas a la escuela, almorzaba con
mis hermanas en casa de mi abuela, situada en el centro de la ciudad y alguien,
después, nos llevaba de regreso al cerro. Uno de mis compañeros me habló un día
de un circo prodigioso que daba sus funciones hacia las seis de la tarde en un
suburbio remoto, junto a un descampado de tártagos donde las gitanas vendían
amuletos de mica que causaban un efecto instantáneo de amor y donde las mujeres
tan apergaminadas como transparentes curaban por cinco centavos el asma, los
reumatismos y el mal de ojo”.
El niño que
Martínez recuerda haber sido decidió irse a ver el circo sin pedir permiso,
porque estaba seguro de que lo no dejarían ir.
“Era una carpa
raída, con unas gradas indolentes y un piso de paja mojada. La concurrencia
sería, a lo sumo, de unas veinte personas, que me parecieron miles. Cuando los
reflectores del circo se encendieron, una orquesta de trombones desafinó una
marcha militar y un dúo de payasos dejó caer algunos chistes que para mí eran
ininteligibles y que, pensándolo bien, debían de ser obscenos. Recuerdo que
unos perros enclenques se negaron a saltar a través de unos aros de fuego.
Recuerdo que un león desdentado lamía la mano del domador en vez de fingir que
la mordía. Lo que mejor recuerdo, sin embargo, es una jovencita pálida, que
daba vueltas a la pista, de pie sobre un caballo de oro –a mí, al menos, me
parecía de oro– disfrazada de mariposa, con alas de tela. En ese momento tendría que haberme marchado
del circo para llegar a tiempo a la casa de mi abuela, pero un pregonero
anunció que la función terminaba con una
ignota obra de teatro titulada “La
tísica”, cuya protagonista era la misma ecuyère de flacura inverosímil.
Sin pensarlo dos veces, me quedé a verla morir de tos y a llorar como si fuera
de verdad. Salí del circo tan enamorado de ella que lamenté no encontrar allí
cerca a ninguna gitana vendiendo amuletos de mica”.
Al regresar a
casa lo esperaba un castigo. Sus padres lo habían estado buscando por todas
partes, en hospitales e inspecciones de policía. La sentencia fue privarlo de
leer y de ir al cine durante un mes seguido.
“Pero lo que a
veces vivimos como desdichas irredimibles suele convertirse más tarde en un
golpe de fortuna. Fue durante ese mes cuando descubrí, sin darme cuenta, las
luces todopoderosas de la imaginación. Si no podía leer, al menos podía
imaginar lo que no estaba leyendo. Imaginar las ausencias, los vacíos, las
nadas. Reconocerme en lo que no estaba, perder los lugares que nunca había tenido.
“Al lado de la
casa de mi abuela vivía un anciano coleccionista de estampillas, con el que me
encerraba todas las tardes a ver las imágenes del mundo atrapadas en esos
ínfimos rectángulos. Las estampillas me dieron la primera idea de libertad y la
primera intuición de los poderes de la literatura. En abierta rebelión contra
el castigo de mis padres, escribí entonces un relato. Aprendí –sin saber la
magnitud de lo que aprendía– que el lenguaje es en sí mismo un fin, un reino en
el que las cosas existen con independencia de la realidad, y que cada cosa
nombrada podía asumir la medida, la forma, el peso y los desvíos que le daba mi
imaginación. Aprendí que los contenidos del lenguaje no tenían porqué ir más
allá del propio lenguaje, que todo estaba en las palabras”.
“En aquel primer
relato, yo entraba caminando en el paisaje de una estampilla de correos —creo
que era una estampilla de Guinea—. Ese simple acto de transmigración y de
transfiguración me permitió viajar, o imaginar que viajaba, desde el paraje
exótico donde desembarqué a todas las otras geografías. Me permitió entrar en
la intimidad de infinitas casas, entender incontables dialectos sin saber
ninguno, y compartir todas las felicidades y tragedias. Yo desconocía, por
supuesto, la complejidad del mundo, las pasiones, las intrigas del poder, el
miedo a la muerte y, por supuesto, desconocía el sexo.
“Mientras creaba
una realidad otra, intentaba convencer a mi lector imaginario que esa realidad
inventada era la única. Trataba de establecer con ese lector un pacto semejante
al que uno establece con una película: la realidad se recorta, desaparece, y el
espectador se sumerge en otra realidad que sólo se desvanece cuando la película
termina.
“Cada vez que
uno imagina una realidad que es otra, trastorna la historia y, por lo tanto,
reinventa la historia. Mi relato de la estampilla era una manera de suprimir o
suspender el castigo de mis padres. En ese primer relato, cuyo final he
olvidado, aprendí por primera vez que las ficciones son el otro nombre de los
deseos. Goethe dice que, cuanto más temprano expresemos un deseo en la vida,
tanta más posibilidad habrá de que lo alcancemos. Cuanto más allá situemos
nuestros sueños, tanto más lejos nos llevará la experiencia. Escribir ficciones
es buscar lo que no somos en lo que ya somos, es aceptar, en aquel que somos,
todos los otros que no podemos ser”.
Ricardo Piglia: El diario del destierro.
La escritura, para Ricardo Piglia, comienza en una casa desmantelada. Fue en
Adrogué, en la provincia de Buenos Aires, en 1955, cuando ocurrió la revolución
contra Perón. Piglia tenía 16 años y tuvo que marcharse con su familia de lo
que había sido el mundo de su infancia.
“Me identifico
con Tomás en la idea de que la literatura proviene de una pérdida. Nosotros
vivíamos en Adrogué. Siempre vivimos en el mismo barrio y las casas vecinas
estaban habitadas por parientes. Ese lugar para mí la felicidad absoluta. Yo
había ido a la misma escuela primaria donde había ido mi madre. Cuando vino la
revolución del 55 contra Perón, en el pueblo empezó una especie de persecusión
extraña, que no tenía características
dramáticas, pero hacía insoportable la vida. Entonces mi padre decidió empezar
de nuevo y nos mudamos a Mar del Plata. Yo tenía 16 años y para mí fue una
catástrofe. Fue como un exilio. Yo viví eso como lo que es el exilio, aunque
era nada, sólo 400 kilómetros. Pero para mí fue la experiencia de Ulises, la
pérdida. Entonces me puse a escribir un diario. Recuerdo que la casa estaba
toda desmantelada, porque ya estábamos por cargar todo. Y yo me senté y me puse
a escribir un diario, sencillamente para registrar la pérdida. Seguí después
escribiendo siempre ese diario. Si tengo que pensar en un punto donde uno puede
decir que algo empezó, me parece que fue ahí. Yo no estaba registrando lo que
pasaba. Le estaba dando al lenguaje un uso que no era habitual. Estaba tratando
de decir algo diferente sobre una experiencia que no tenía ningún sentido. O un
sentido que podemos entenderlo como una tragedia microscópica. Pero que para mí
suponía la pérdida del paraíso”.
Para Piglia, también los límites entre la
realidad y la ficción son menos claros de lo que parecen. Afirma que la
literatura trabaja sobre la indecisión, sobre algo que no es verdadero ni
falso.
“La historia del
circo me pareció fantástica, porque me sentí muy identificado con una
experiencia donde nació mi escepticismo respecto a la cuestión de la realidad y
la ficción, que es lo que nos pone en diálogo con Tomás. Había venido a Adrogué
uno de esos grupos teatrales que andaban en aquel tiempo por todos lados. Yo
tendría 7 años. Y le pidieron a mi madre unos sillones para hacer el escenario.
¡Eran los sillones que nosotros usábamos en la sala! Entonces yo no podía creer
en la obra porque veía los sillones ahí. Y para mí fue una lección estética
extraordinaria, porque eran los mismos sillones de mi casa. Entonces creo que
allí paso algo en torno a cómo uno crea y cómo funciona una historia”.
“Siempre digo en broma que si la literatura no
hubiera estado inventada, esta sociedad no la hubiera inventado, porque no le
hubiera sido nada sencillo ni necesario inventar una práctica donde un sujeto,
aislado en su casa, escribe sin ninguna necesidad de ningún otra forma social
ligada a la ganancia o al valor; que se dedica sencillamente a escribir textos.
La literatura es una persistencia que esta sociedad debe soportar y la sociedad
intenta sacarla del medio”.
“Me parece que uno termina publicando algunos
libros por simple casualidad. Siempre es el primer libro el que tiene el
sentido de un momento simbólico. El recuerdo de lo que era Buenos Aires en los
años sesenta, las discusiones en los cafés y las circulaciones de los textos
entre los amigos es lo que inmediatamente asocio cuando alguien me pregunta
cómo fue que me convertí en escritor, qué es o cómo empieza un escritor.
Gajes
del oficio
Tener una vida de escritor es pasarse todo el
tiempo buscando un secreto, una fórmula, que al parecer nunca alcanza su
expresión definitiva. Cada quien se rodea de hábitos, supersticiones y
disciplinas que le permiten ir escribiendo sus libros.
Para Ricardo Piglia, escribir es una búsqueda
que sólo termina en la última página de cada libro.
“Creo que cada escritor tiene su método
respecto a esto, su persistencia, su manía. Asocio mucho a la escritura con
ciertas manías y con cierto tipo de rituales. Creo que hay una inspiración.
Creo que sin inspiración no hay escritura, aunque es una palabra que está muy
devaluada, pero no encuentro otra mejor. Hay una diferencia entre escribir y redactar.
Uno puede redactar cinco páginas todos los días pero eso no quiere decir que
esté escribiendo. Hay un momento en que el lengujaje empieza a funcionar de una
manera y eso a veces lleva mucho tiempo, hasta que uno logra, al fin, que las
palabras funcionen con un ritmo nuevo, con un fraseo. El fraseo de la escritura
me parece que es la clave aquí. Yo admiro mucho a mis amigos pintores y mis
amigos músicos, que se salen del lenguaje y se van y se instalan en otro lugar,
que es la música o la pintura, y empiezan a expresarse con una lengua distinta.
Pero los escritores trabajamos con el material que usamos todos los días y el
problema es producir una diferencia ahí. Entonces, una de las maneras es entrar
en la inspiración o en la concentración, que tiene que ver con esos rituales y
esas manías. En mi caso, por ejemplo, todo consiste en levantarme temprano y no
atender el teléfono hasta el mediodía. Tengo que poder estar entre las siete y
media de la mañana y las doce y media del mediodía sin otra cosa que lo que
pueda suceder mientras estoy escribiendo. Esa sería para mí la respuesta más
concreta que puedo dar en cuanto a qué es escribir: levantarme temprano, no
atender el teléfono, sentarme frente a la mesa, intentar ver qué pasa. Después,
las relaciones entre las historias que uno quiere escribir y lo que al final
resulta es siempre una historia de fracasos e imposibilidades. Nunca las
historias son como uno las imagina ni como uno imaginó que iban a ser cuando
empezó a escribirlas. Uno sigue escribiendo porque tiene la ilusión de llegar
alguna vez a acercarse un poco más a esa noción que tenía cuando empezó. Me
pasa que, queriendo escribir una historia, termino el libro y la historia no
está más, se me ha perdido en el camino y nunca logré escribirla. Tratando de
escribirla termino escribiendo una historia distinta” .
Para Tomás Eloy Martínez, por su parte, la
escritura se erige sobre los escombros de múltiples fracasos.
“Cuando empecé a escribir mis primeras novelas
fracasadas, a los veinte años, me deslumbraba la imagen de Flaubert batallando
como un esclavo de algodonal para encontrar le mot juste, la única palabra posible dentro de cada frase.
Luego supe que Joyce había pasado una vez dieciséis horas verificando si todas
las partes de una oración de Ulyses estaban donde debían estar, porque
cualquier dislocación destruía el efecto del conjunto. Y yo vanamente trataba
de imitarlos, sin advertir que por mucha razón que uno encuentre en los
modelos, más razón hay en explorar los límites de uno mismo.
“Suelo terminar
novelas enteras y volver a comenzarlas simplemente porque siento que la primera
no sirvió. Me ocurre que cuento una historia completamente distinta a la que
imaginé inicialmente. Creo que eso es enriquecedor. En ese camino de tanteos
uno va llegando finalmente a un instante donde aparece una especie de engranaje
dentro de uno, que se resuelve y que empieza a moverse en una dirección
desconocida, pero que permite tomar conciencia de que, por fin, el texto está
empezando. Eso no impide, sin embargo, que más de una vez me haya dicho,
mientras escribo: ‘Esto es imperfecto, pero esto es lo que soy. No puedo ir mas
allá’.
“Escribo casi siempre por las mañanas, a un
ritmo desparejo. Tardo mucho en encontrar el tono justo de cada relato, porque
tengo la certeza de que cada relato debe ser contado de una sola manera, y que
fracasa cuando el tono está equivocado. Tardo también en dar con la estructura
o la arquitectura adecuada que vaya de la mano con ese tono y con la intriga o
el tema que narro. Por lo general, casi todas las historias que cuento son
historias que me obsesionaron entre los diez y los treinta años y que el azar
vuelve a traer a mí. A veces traiciono esas obsesiones, y termino escribiendo
novelas que no quiero. Pero, por supuesto, no publico las novelas que salen
torcidas. Cuando siento que lo que quiero contar ha encontrado al fin su tono y
su arquitectura, trabajo a un ritmo rápido, que empieza con media página por
día, y que hacia el final del libro puede llegar a cinco o seis. Media página,
a veces, me lleva diez o veinte horas de trabajo, y en muy raras ocasiones, dos
páginas se terminan en seis horas o siete, pero me doy cuenta de que el texto
funciona cuando siento que el trabajo me depara felicidad y curiosidad, o
deseo, o sueños, o anotaciones súbitas. Envidio a los escritores que pueden
trabajar en cualquier parte, a mano o como sea. Eso me sucede, por lo general,
con los artículos periodísticos. Los escribo en cualquier lugar. Pero cuando
empiezo un libro, necesito seguir escribiéndolo y terminarlo en el mismo cuarto
de la misma casa y en la misma computadora, lo cual se convierte en un drama
cuando un libro tarda más de la cuenta, como me sucedió con Santa Evita o El vuelo de la reina. Si la realidad de alrededor se altera, no
puedo saltar a la misma ficción. Salto a otra, me cambio de penumbra”.
Poéticas
Cada escritor elabora y perfecciona su
propia poética a medida que produce su obra. Esa búsqueda ética y formal que se
realiza a través de la escritura los lleva a conocerse y a saber con creciente
claridad lo que quieren decir y cómo quieren decirlo.
Para Tomás Eloy Martínez, escribir es
integrar en una sola práctica toda la diversidad de su experiencia.
“No coincido con el viejo lema deconstruccionista
según el cual todo el texto debe suspender casi por completo su aspecto
referencial. No quiero suspender nada, no quiero renunciar a nada que prive a
mi lenguaje de todos los recursos y las técnicas que ese lenguaje ha ido
aprendiendo a fuerza de ejercitarse cotidianamente, a fuerza de buscarse a sí
mismo. No quiero castrar a ese lenguaje de la pasión investigadora que se le
adhirió al pasar por el periodismo, ni de la fiebre visual que se le contagió
al escribir cine o textos sobre cine; no quiero privarlo de los sobresaltos que
lo transfiguran cuando oye música, ve un tríptico de Hyeronimus Bosch o
reconoce el habla de su infancia en los campos de Tucumán; no quiero tampoco
obligarlo a olvidar el paisaje de las teorías críticas que le han movido los
meridianos de la inteligencia, aquí o afuera. No quiero, en fin, escribir fuera
de la historia, ni lejos, ni simulando que no me concierne”.
“La realidad es siempre insatisfactoria. En las
ficciones somos lo que soñamos y lo que hemos vivido, y a veces somos también
lo que no nos hemos atrevido a soñar y no nos hemos atrevido a vivir. Las
ficciones son nuestra rebelión, el emblema de nuestro coraje, la esperanza en
un mundo que puede ser creado por segunda vez, o que puede ser creado
infinitamente desde dentro de nosotros”.
“En la medida en que la
literatura es la recuperación o la persecución de una pérdida, y en algunos
casos vinculada al hecho histórico, es el afán de transfigurar esa historia o
mostrarla tal como uno cree que es, es decir, aquella historia en la que no
estuvimos y que, de algún modo, quisiéramos narrar. En el caso de Santa Evita, ese libro es todo invento. Mucha gente toma algunos datos por
ciertos. Ahí el uso del periodismo como recurso es bien interesante, porque en
el momento en que digo “yo entrevisté a tal persona”, efectivamente me cubrí
las espaldas pidiendo permiso a esas personas para citarlas con su nombre y
apellido. Y hacerlas decir cosas que no habían dicho. En ese caso concreto
inventé entrevistas concretas de historias que no habían existido intentando
resolver las oscuridades de la historia. Alrededor de ese agujero negro, de lo
no contado, de lo no dicho, intento hacer un relato. A propósito de las
aspiraciones, la cosa consiste en contar, crear una realidad que sea más fuerte
o tan fuerte como la propia realidad. Esa es, creo, la aspiración que los
escritores tenemos”.
Ricardo Piglia, por su parte, encuentra en la
realidad, en la posibilidad que la literatura ofrece de intervenir sobre ella,
el centro de sus preocupaciones creativas
“La realidad es
el problema. Escribí Respiración artificial pensando en un título que
venía de un poema de Borges. Se llamaba La prolijidad de lo real.
Después apareció ese título como una manera de referirme a lo que yo
consideraba era el contexto en el que ese libro se había escrito, la vida que
yo había llevado al escribirla. Uno puede verlo en un sentido alegórico, como
una especie de micrometáfora de lo que ha sido la experiencia para todos de
vivir en la Argentina a lo largo de distintos momentos. En esta época hay otra
vez la misma sensación, que a la gente le sacan el aire, que el lugar se
convierte en un lugar muy opresivo. Y la metáfora de la respiración aparece
como una metáfora realista del estado de la situación. De todas maneras, como
hecho curioso, cuando salió la novela, un primo mío muy querido, que ha muerto,
fue a la librería y el libro estaba en la sección de medicina.
“Cuando escribía
esa novela estaba leyendo una historia del nazismo (un poco para pensar que las
dictaduras podían ser derrotadas) y me encontré con que hay un año de la vida
de Hitler que no se sabe donde estuvo. Se supone que fue un desertor del
ejército y que estuvo en Praga. En el diario que había empezado a escribir en
aquel tiempo puse esta idea, que quizás Hitler había ido a Praga, había ido al
café Arcos adonde Kafka iba siempre, y que allí se habían encontrado. Tiempo
después apareció esa historia. Si uno lee la novela con mucho cuidado se da
cuenta de que la historia aparece tarde, que no la tenía prevista cuando empecé
a escribir la historia de Tardewski, que es el que investiga eso. Tardewski no
sabía que ese iba a ser el nudo. Se trata de estrategias que uno va
descubriendo sin demasiada deliberación. Después uno las encuentra como una
poética. Yo creo que es una poética importante de la novela contemporánea. No
estoy hablando de jucios de valor. Lo que me parece más interesante de la
narrativa contemporánea está en esa dirección, la unión del ensayo con la no
ficción, de la ficción con la autobiografía. Ese tipo de textos me interesan
mucho. Y uno quiere escribir los textos que le gusta leer.
“Yo nunca digo
si las cosas que he contado sucedieron o no. En mi caso, esta tensión entre la
verdad y la realidad empezó como reacción frente a discusiones de aquellos años
en Buenos Aires. Estoy hablando del año 64, 65, los libros de Oscar Lewis, que
han desaparecido un poco de la escena. Pero es interesante recordar lo que
fueron esos libros, Los hijos de Sánchez
y La vida, que era una reconstrucción
hecha con el grabador de la vida de las prostitutas de Puerto Rico en Nueva
York. Eran unos textos extraordinarios, donde la recuperación de la oralidad
encontraba un efecto fantástico. Entonces, me acuerdo que pensé, “voy a
escribir un libro como los de Lewis pero todo inventado”. No escribí un libro
entero, pero escribí un relato, que se llama “Mata Hari 55”, donde digo que
hice todo ese relato con un grabador, grabando a la gente que participó en los
hechos. Y ahí creo que empecé a encontrar una tensión entre la construcción de
la realidad y la verdad de lo que se estaba diciendo, la idea de que se puede
usar el argumento de una construcción verdadera para contar una conjetura sobre
lo que estaba sucediendo. Ese relato era en realidad sobre la revolución del
55, aquella historia que a mí me había afectado muy personalmente. Después fui
trabajando en esa dirección, por ejemplo en el Homenaje a Roberto Arlt,
donde construí un relato sobre un personaje real a partir de hechos
completamente ficticios”.
Así nació el Boom
Tomás Eloy Martínez ha tenido además el
privilegio de ser amigo personal de todos los escritores del llamado Boom de la
novela latinoamericana y de ser testigo de momentos definitivos. Cuando Cien
años e soledad apareció publicada en Buenos Aires, en 1967, Martínez
publicó en la revista Primera plana una entrevista con García Márquez,
quien además ocupó la portada de la difundida revista. En esa misma edición
publicó además la primera reseña que se hizo de esa novela. Ese despliegue fue
definitivo para el impulso inicial que la obra de García Márquez tuvo en Buenos
Aires y en toda América Latina.
“Lo que se
llamaba Boom, era una invención del mercado editorial y se trataba sólo
de un grupo de escritores que, en aquella época, eran amigos entre sí y ahora
son entrañables enemigos. En aquel tiempo, en Londres estaban Vargas Llosa,
Carlos Fuentes y Cabrera Infante. En ese mundo aparecían también personajes
como Severo Sarduy o Julio Cortázar o García Márquez. Algunos de ellos vivían
en Barcelona, otros en París. No era una cosa tan concentrada en Londres como
parece. La del Boom es una época irrepetible. Tiene que ver con la existencia
de circuitos de pequeñas editoriales prósperas, la avidez del público
latinoamericano por reconocerse en personajes, literaturas y escrituras nacionales.
La presencia de la revolución cubana fue determinante en todo ese movimiento.
Creo que había una especie de interés latinoamericano que circulaba como un
sistema en todo el continente, parte del cual devino en obras que fueron muy
leídas en aquel tiempo, en una latitud u otra, como La muerte de Artemio Cruz o La
ciudad y los perros. Cabrera Infante estaba un poco más relegado de ese
grupo. Pero en aquella época Sarduy, con De
donde son los cantantes, tenía una importancia central. Onetti y Borges son
figuras que no se citan como parte del boom, pero eran inspiradoras de todo ese
mundo. Creo que fue una operación de mercado enriquecedora para la literatura,
que se benefició de eso. Pero no creo que fuera una constelación, algo
voluntario. No fue una generación de amigos, como fue la generación del 27 en
la poesía española. Eran amigos que se reunían y que después se pelearon
atrozmente. El Boom se rompió cuando el discurso a los intelectuales de Fidel
Castro.
“Carlos
(Fuentes) tiene una teoría muy bonita de cómo empieza el Boom. Por supuesto, él
esta ahí. Era en un balcón de la calle Arenales en Buenos Aires, en 1962,
cuando un grupo de personas, en los cuales había un crítico que para nosotros
era emblemático, llamado Enrique Pezzoni, y un editor de revistas también
emblemático que se llamaba José Bianco, Carlos Fuentes y Roa Bastos –un escritor importantísimo cuyo nombre
no hay que dejar de lado–, estaban
contemplando la espalda de una mujer. Y como la literatura es siempre el relato
de una pérdida, el Boom comienza en el instante en que, mientras todos
admiraban la espalda de esa mujer –cuyo
nombre ahora es público, la viuda de un médico famoso que acababa de inventar un
método para descubrir el embarazo, llamado Gali Maininis, y era bellísima– hay un momento en que llega Ernesto
Sábato, se lleva a la mujer del brazo y se aleja con ella. Eso aleja para
siempre a Ernesto Sábato del Boom y de la literatura, dice Fuentes. Todo el
mundo se quedó con la melancolía de la mujer que se alejó con Sábato. De esa espalda
nace el Boom de la literatura latinoamericana.
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