Mi abuelastro fue
el primer gringo que conocí. Además de liberada, mi abuela fue pionera. María
Carina, digo. Carezco de estadísticas y estudios demográficos, pero casi puedo
asegurar que fue una de las primeras de su tronco familiar en casarse con un
mono de por allá. Será mejor decir, de por aquí.
Al fin de cuentas
la vida me ha traído al país del sueño y todo indica que aquí me piensa dejar.
Hace un poco más
de tres semanas volví a pensar en mi abuelastro, Nathan Gobel, después de pasar
por el puesto de inmigración en el aeropuerto JFK. Cuando esperaba a que la
cinta rotativa me trajera las maletas, vislumbré las dimensiones de mi viaje –“caminante,
no hay camino”– y pensé que, si la historia tenía algún comienzo, ese comienzo
debía ser la remota primera vez que tuve noticias del país del sueño.
La memoria es imprecisa
pero calculo que aquello debió ocurrir cuando tenía unos cinco años. Debió ser
por los días en que los astronautas fueron a la luna. No había empezado a ir a
la escuela y rara vez salía de la casa de El Palo con Ayacucho donde conocí al
mismo tiempo el miedo y la alegría de estar vivo.
En realidad no fue
el primer contacto. Ya mi padre había viajado a Nueva York y se había quedado
trabajando casi año y medio y concluyó que no quería llevarnos, porque allá –quiero
decir, acá– era imposible criar bien a los hijos. Muchas perniciosas
influencias.
Ya era habitual
que alguien, una tía, las primas, la abuela misma llegara de vez en cuando con
lo último en gafas oscuras y pantalones de bota campana, con maletas repletas
de chaquetas y regalos. Mi geografía de la época me decía que el mundo lo
constituían tres lugares: mi casa, la luna y el país del sueño.
“Milk… milk”,
insistía yo en decirle a un ofuscado Nathan Gobel. Acababan de robarle la
billetera y nada parecía consolarlo, ni siquiera mi oferta de esa “milk” que
tanto le gustaba. Se tomaba dos litros diarios. Estaba tan contrariado que
prefirió morirse pronto, en lugar de tener que regresar a visitarnos.