Las vecinas no dejaban de felicitar
a mi mamá por lo bien que nos manejábamos.
Ella asentía en silencio.
Nosotros aprovechábamos la
amabilidad que le imponía la visita, la mirábamos con ojitos brillantes de lo
dulces, y le pedíamos permiso para jugar en el altillo.
Prometíamos portarnos muy
juiciosos.
Mientras uno de los dos la
distraía, el otro se pertrechaba.
Prometíamos subir y bajar la
escalera con muchísimo cuidado.
Es seguro que agradecía esos
momentos de silencio o de conversación con las vecinas.
Mientras Camilo y yo nos
olvidábamos del mundo, mirando los frijolitos que Dios había pintado.
Eran rojos, bonitos.
Jugábamos con ellos a armar casitas,
los contábamos como si fueran monedas, nos proponíamos traer más cuando volviéramos
al altillo.
Una noche, reunidos en la mesa, mi
mamá le dijo a mi papá que se habían acabado los frijolitos, que el bulto que él
traía no duraba como antes.
Mi
papá dejó de hacernos las caras que nos hacían
reír, la miró y dijo sin preocuparse: “Mañana traigo más”.
El segundo bulto de frijolitos
tampoco duró nada.
La cosa se la habrían atribuido a
los fantasmas, si Eleazar no hubiera subido al altillo y si no hubiera
descubierto nuestro tesoro.
También esa vez mi mamá dejó la
puerta abierta mientras nos sirvió el almuerzo y mientras lo comimos con muy
buenos modales.
Luego cerró la puerta, se acercó
con el fuete entre las manos y nos dio nuestro merecido.
Mi papá recogía caucho en las
montañas.
Se perdía por días, cortaba los
tallos de los árboles y ponía junto al corte las vasijas en las que recogía la
leche pegajosa de los árboles.
Después de unos días volvía.
En uno de sus viajes a buscar
caucho, mi papá llegó a una posada.
Era la primera vez que la veía.
Puso una moneda en el mostrador y
le dijo a la mujer que le diera el caldo de huevo que esa moneda pudiera
comprar.
Luego se sentó a esperar.
Mi papá era el hombre más hermoso
de este mundo.
Mono, alto, fornido; tenía unos
ojos azulitos que enloquecían a las mujeres cuando lo veían.
Una muchacha de ojos negros y
mirada maliciosa le trajo agua de panela.
Se quedó junto a la mesa mientras
mi papá pasaba los primeros tragos. Esperó a que notara su presencia y le dijo:
–¿Para dónde va?
Mi papá le dijo “Voy para tal parte”.
–Tendrá que quedarse. Hoy no va a
llegar.
–Pero si está aquí mismo, a medio
tabaco.
–No va a llegar. Mejor le armamos
un rincón donde acomodarse.
Mi padre no supo qué decir. La
insistencia parecía innecesaria.
–¿Ya estará la sopa?
–Le pondremos un catre aquí mismo.
En la noche las sillas van sobre la mesa.
Mi papá miró hacia la cocina y la
muchacha fue a traerle la sopa.
Cuando terminó, dio las gracias y
salió.
Pero al dar dos pasos más allá de
la puerta, comprobó que el camino no estaba.
Quiso abrirse paso entre la súbita
maleza, pero lo detenía como si fuera un pared.
Al final se dio por vencido.
Dos días más tarde, cuando nos
despertamos, lo vimos tendido en la cama con la cara llena de arañazos.
Mi mamá fue quien contó lo que
pasó:
–La muchacha trató de besar a su
papá, pero se dedicó a atacarlo cuando vio que no podía.
A mi papá le pasaron muchas cosas cuando
salía de correría.
Una vez lo agarró una lluvia.
Mi papá buscó uno de los cobertizos
que los caucheros usaban para esos casos y se dedicó a esperar a que escampara.
Entonces vio llegar a un hombre
alto y muy flaco que se sentó junto al fuego.
El hombre se veía agobiado. Miraba
las llamas como si les suplicara que lo calentaran.
Por más que papá lo mirara y lo
mirara, el hombre parecía no notarlo.
Quiso hablarle, pero le daba miedo
causarle más pena que la que parecía estar sintiendo.
Le llamó la atención el tamaño de
las piernas dobladas.
Mi papá durmió poco esa noche. El
hombre flaco no parecía amenazante, pero era mejor velar por si acaso.
Cuando clareaba el día dejó de
llover y el hombre se levantó y se fue estirando mientras se movía para salir.
Cuando estuvo fuera, estiró por
completo las piernas y su cabeza se fue perdiendo entre las copas de los
árboles, de lo alto que era.
Cuenta mi papá que el hombre se
marchó despacio con sus piernas gigantes de tronco de árbol.
Otro día, unos indios invitaron a
mi papá a almorzar.
Le hicieron gestos de llevarse algo
a la boca y le señalaron un tronco caído donde podría sentarse.
Mi papá estaba cansado y aceptó la
bebida que le dieron.
Pero, después del primer sorbo, el
mundo empezó a moverse más rápido.
Mi papá veía la imagen ondulante de
los indios arrojando bastimento en una olla gigante.
A veces le parecía que los indios estaban
muy cerca y creía verles los poros y las perlas de sudor.
Pero al instante los veía en la
distancia.
Lo mismo con las voces.
Por momentos eran ruidos muy
lejanos, como cantos de pájaros, y después los oía justo al lado de su oído: canciones
que sonaban al ritmo con que agitaban las verduras en el agua ya dispuesta.
Lo que al fin salvó la vida de mi
padre fue que en medio del mareo consiguió entender la lengua de los indios y
darse cuenta de sus planes de incluirlo en el almuerzo.
Corrió como nadie ha corrido en
esas selvas.
Un día mi mamá nos dio un purgante
y nos pasó una cosa muy rara.
Ella tenía que ir a hacer unas
diligencias y esperamos impacientes a que se fuera.
Cuando la vimos alejarse corrimos a
buscar un machete y la emprendimos contra las matas de la huerta.
No quedó ninguna en pie.
No sé por qué hicimos ese desastre.
Creo que el diablo se nos metió
adentro.
Sólo al final de ese arrebato nos
dimos cuenta de la cosa tan horrible que habíamos hecho.
Cuando vimos que mi mamá ya venía
de regreso, el pavor nos invadió.
Mi mamá era una negra hermosa y
elegante.
Daba gusto verla caminar.
Cuando salía a la calle siempre iba
con zapatos de tacón alto.
Pero en aquel momento su belleza
poco nos interesaba.
Antes de que viera lo que hicimos,
corrimos a un árbol que estaba al final del patio y nos encaramamos.
Empezamos a rezar y a pedirle al
Niño Dios que arreglara las matas.
Pero el Niño Dios no las arregló.
Mi mamá se puso furiosa cuando vio
lo que habíamos hecho.
Pero sólo nos bajamos del árbol cuando
llegó mi papá.
Corrimos a agarrarnos de sus
piernas y a decirle que no dejara que nos pegaran.
–¿Qué paso? –le preguntó a mi mamá
mientras caminaba con cada uno en una pierna.
Mi mamá le mostró la destrucción de
las matas.
Cuando quiso arrancarnos de sus
piernas, mi papá le dijo con voz muy suave:
–No les pegue a mis niños. Déjeme
yo los castigo.
Mi mamá dudó un momento y mi papá
ahí mismo nos dijo:
–A ver, las manos.
Pusimos las manos con las palmas
hacia arriba y mi papá nos dio unos golpecitos suaves.
–Pam, pam. Eso no se hace.
Corrimos al patio a darnos
golpecitos en las palmas de las manos y a reír y a decir “Pam, pam. Eso no se
hace”.
–Mire esos muchachos –dijo mi
mamá–. El problema es que usted no se hace respetar.
Esas cosas recuerdo.
Creo en Dios, pero no creo que haya
niños buenos.
Recuerdo cuando me fui de mi casa.
Yo ya estaba mayorcita y acepté un
puesto de enfermera en Gómez Plata.
Lloré toda la noche, antes de
soltarles la noticia a mis papás.
Allá en ese pueblo empezó a
pretenderme el hijo de un hombre rico.
Pero un día intentó propasarse y le
di una cachetada.
Todo el mundo tuvo que ver con el
asunto.
Cuando mi mamá llegó a visitarme,
la dueña de la pensión le contó la historia.
Puso la misma cara que ponía cuando
las vecinas le decían que éramos unos niños muy buenos.
Pero si quiero avanzar en el
tiempo, casi no recuerdo nada.
Ahora mismo no recuerdo lo que he
hecho esta semana.
Me gusta estar sentada en esta cama
porque veo ese árbol.
Al final de la tarde, los pájaros
lo cubren como hojas que regresaron.
A veces se espantan y vuelan al
mismo tiempo y las ramas del árbol vuelven a quedar limpias.
Veo la gente que camina, que viene
y que va.
Una vez estaba en misa con Tony y
con Ofelia y nos tocó sentarnos en bancas separadas.
Como me advirtieron que no los
perdiera de vista, les presté más atención a ellos que a la misa.
Pero cuando acabó la ceremonia toda
la gente empezó a moverse y dejé de verlos.
Pensé que tal vez ya estaban afuera
y me fui a buscarlos.
Como no los vi a la entrada de la
iglesia, pensé que se habían venido sin mí para la casa y decidí seguir
caminando.
Me cuentan que pasé por esta
esquina sin inmutarme, que seguí por la calle hasta que se acabó contra el muro
de la autopista.
La policía tardó seis horas para
encontrarme.
Cuando mi papá estaba en la casa
sabíamos que no iban a pegarnos.
Un día que faltaba leña, mi mamá
rompió el violín de mi papá y lo arrojó a la candela.
Mi papá no dijo nada.
Cuando no andaba de viaje, se
pasaba las tardes en casa tocando el violín.
Tocar violín era su placer y su
descanso.
Lo vio convertirse en ceniza sin
modular palabra.
Éramos muy buenos niños.
Cuando el diablo se nos metía en el
cuerpo, mi mamá nos sentaba a la mesa y nos daba de comer.
Se aseguraba de que estuviéramos
llenos y, cuando terminábamos de relamernos, cerraba la puerta para que las
vecinas no vieran la paliza tan tremenda que nos daba.
Pasábamos semanas portándonos muy
bien.
Mi papá era un ángel.
Una noche, no sé por qué, teníamos
miedo y esperamos despiertos a que llegara.
Cuando por fin estaba en la casa, seguimos
sus movimientos en la oscuridad.
Lo vimos llegar a la cama sin hacer
mucho ruido.
Mi mamá estaba dormida o fingía
estar durmiendo.
No sé porque teníamos miedo de que
esa noche mi papá se pusiera violento.
Respiramos tranquilos cuando lo
oímos roncar.
Al otro día estaba juguetón y muy
sonriente.