jueves, 4 de septiembre de 2014

Éramos muy buenos niños



Las vecinas no dejaban de felicitar a mi mamá por lo bien que nos manejábamos.
Ella asentía en silencio.
Nosotros aprovechábamos la amabilidad que le imponía la visita, la mirábamos con ojitos brillantes de lo dulces, y le pedíamos permiso para jugar en el altillo.
Prometíamos portarnos muy juiciosos.
Mientras uno de los dos la distraía, el otro se pertrechaba.
Prometíamos subir y bajar la escalera con muchísimo cuidado.
Es seguro que agradecía esos momentos de silencio o de conversación con las vecinas.
Mientras Camilo y yo nos olvidábamos del mundo, mirando los frijolitos que Dios había pintado.
Eran rojos, bonitos.
Jugábamos con ellos a armar casitas, los contábamos como si fueran monedas, nos proponíamos traer más cuando volviéramos al altillo.
Una noche, reunidos en la mesa, mi mamá le dijo a mi papá que se habían acabado los frijolitos, que el bulto que él traía no duraba como antes.
Mi papá dejó de hacernos las caras que nos hacían reír, la miró y dijo sin preocuparse: “Mañana traigo más”.
El segundo bulto de frijolitos tampoco duró nada.
La cosa se la habrían atribuido a los fantasmas, si Eleazar no hubiera subido al altillo y si no hubiera descubierto nuestro tesoro.
También esa vez mi mamá dejó la puerta abierta mientras nos sirvió el almuerzo y mientras lo comimos con muy buenos modales.
Luego cerró la puerta, se acercó con el fuete entre las manos y nos dio nuestro merecido.

Mi papá recogía caucho en las montañas.
Se perdía por días, cortaba los tallos de los árboles y ponía junto al corte las vasijas en las que recogía la leche pegajosa de los árboles.
Después de unos días volvía.
En uno de sus viajes a buscar caucho, mi papá llegó a una posada.
Era la primera vez que la veía.
Puso una moneda en el mostrador y le dijo a la mujer que le diera el caldo de huevo que esa moneda pudiera comprar.
Luego se sentó a esperar.
Mi papá era el hombre más hermoso de este mundo.
Mono, alto, fornido; tenía unos ojos azulitos que enloquecían a las mujeres cuando lo veían.
Una muchacha de ojos negros y mirada maliciosa le trajo agua de panela.
Se quedó junto a la mesa mientras mi papá pasaba los primeros tragos. Esperó a que notara su presencia y le dijo:
–¿Para dónde va?
Mi papá le dijo “Voy para tal parte”.
–Tendrá que quedarse. Hoy no va a llegar.
–Pero si está aquí mismo, a medio tabaco.
–No va a llegar. Mejor le armamos un rincón donde acomodarse.
Mi padre no supo qué decir. La insistencia parecía innecesaria.
–¿Ya estará la sopa?
–Le pondremos un catre aquí mismo. En la noche las sillas van sobre la mesa.
Mi papá miró hacia la cocina y la muchacha fue a traerle la sopa.
Cuando terminó, dio las gracias y salió.
Pero al dar dos pasos más allá de la puerta, comprobó que el camino no estaba.
Quiso abrirse paso entre la súbita maleza, pero lo detenía como si fuera un pared.
Al final se dio por vencido.
Dos días más tarde, cuando nos despertamos, lo vimos tendido en la cama con la cara llena de arañazos.
Mi mamá fue quien contó lo que pasó:
–La muchacha trató de besar a su papá, pero se dedicó a atacarlo cuando vio que no podía.

A mi papá le pasaron muchas cosas cuando salía de correría.
Una vez lo agarró una lluvia.
Mi papá buscó uno de los cobertizos que los caucheros usaban para esos casos y se dedicó a esperar a que escampara.
Entonces vio llegar a un hombre alto y muy flaco que se sentó junto al fuego.
El hombre se veía agobiado. Miraba las llamas como si les suplicara que lo calentaran.
Por más que papá lo mirara y lo mirara, el hombre parecía no notarlo.
Quiso hablarle, pero le daba miedo causarle más pena que la que parecía estar sintiendo.
Le llamó la atención el tamaño de las piernas dobladas.
Mi papá durmió poco esa noche. El hombre flaco no parecía amenazante, pero era mejor velar por si acaso.
Cuando clareaba el día dejó de llover y el hombre se levantó y se fue estirando mientras se movía para salir.
Cuando estuvo fuera, estiró por completo las piernas y su cabeza se fue perdiendo entre las copas de los árboles, de lo alto que era.
Cuenta mi papá que el hombre se marchó despacio con sus piernas gigantes de tronco de árbol.


Otro día, unos indios invitaron a mi papá a almorzar.
Le hicieron gestos de llevarse algo a la boca y le señalaron un tronco caído donde podría sentarse.
Mi papá estaba cansado y aceptó la bebida que le dieron.
Pero, después del primer sorbo, el mundo empezó a moverse más rápido.
Mi papá veía la imagen ondulante de los indios arrojando bastimento en una olla gigante.
A veces le parecía que los indios estaban muy cerca y creía verles los poros y las perlas de sudor.
Pero al instante los veía en la distancia.
Lo mismo con las voces.
Por momentos eran ruidos muy lejanos, como cantos de pájaros, y después los oía justo al lado de su oído: canciones que sonaban al ritmo con que agitaban las verduras en el agua ya dispuesta.
Lo que al fin salvó la vida de mi padre fue que en medio del mareo consiguió entender la lengua de los indios y darse cuenta de sus planes de incluirlo en el almuerzo.
Corrió como nadie ha corrido en esas selvas.


Un día mi mamá nos dio un purgante y nos pasó una cosa muy rara.
Ella tenía que ir a hacer unas diligencias y esperamos impacientes a que se fuera.
Cuando la vimos alejarse corrimos a buscar un machete y la emprendimos contra las matas de la huerta.
No quedó ninguna en pie.
No sé por qué hicimos ese desastre.
Creo que el diablo se nos metió adentro.
Sólo al final de ese arrebato nos dimos cuenta de la cosa tan horrible que habíamos hecho.
Cuando vimos que mi mamá ya venía de regreso, el pavor nos invadió.
Mi mamá era una negra hermosa y elegante.
Daba gusto verla caminar.
Cuando salía a la calle siempre iba con zapatos de tacón alto.
Pero en aquel momento su belleza poco nos interesaba.
Antes de que viera lo que hicimos, corrimos a un árbol que estaba al final del patio y nos encaramamos.
Empezamos a rezar y a pedirle al Niño Dios que arreglara las matas.
Pero el Niño Dios no las arregló.
Mi mamá se puso furiosa cuando vio lo que habíamos hecho.
Pero sólo nos bajamos del árbol cuando llegó mi papá.
Corrimos a agarrarnos de sus piernas y a decirle que no dejara que nos pegaran.
–¿Qué paso? –le preguntó a mi mamá mientras caminaba con cada uno en una pierna.
Mi mamá le mostró la destrucción de las matas.
Cuando quiso arrancarnos de sus piernas, mi papá le dijo con voz muy suave:
–No les pegue a mis niños. Déjeme yo los castigo.
Mi mamá dudó un momento y mi papá ahí mismo nos dijo:
–A ver, las manos.
Pusimos las manos con las palmas hacia arriba y mi papá nos dio unos golpecitos suaves.
–Pam, pam. Eso no se hace.
Corrimos al patio a darnos golpecitos en las palmas de las manos y a reír y a decir “Pam, pam. Eso no se hace”.
–Mire esos muchachos –dijo mi mamá–. El problema es que usted no se hace respetar.


Esas cosas recuerdo.
Creo en Dios, pero no creo que haya niños buenos.


Recuerdo cuando me fui de mi casa.
Yo ya estaba mayorcita y acepté un puesto de enfermera en Gómez Plata.
Lloré toda la noche, antes de soltarles la noticia a mis papás.
Allá en ese pueblo empezó a pretenderme el hijo de un hombre rico.
Pero un día intentó propasarse y le di una cachetada.
Todo el mundo tuvo que ver con el asunto.
Cuando mi mamá llegó a visitarme, la dueña de la pensión le contó la historia.
Puso la misma cara que ponía cuando las vecinas le decían que éramos unos niños muy buenos.


Pero si quiero avanzar en el tiempo, casi no recuerdo nada.
Ahora mismo no recuerdo lo que he hecho esta semana.
Me gusta estar sentada en esta cama porque veo ese árbol.
Al final de la tarde, los pájaros lo cubren como hojas que regresaron.
A veces se espantan y vuelan al mismo tiempo y las ramas del árbol vuelven a quedar limpias.
Veo la gente que camina, que viene y que va.


Una vez estaba en misa con Tony y con Ofelia y nos tocó sentarnos en bancas separadas.
Como me advirtieron que no los perdiera de vista, les presté más atención a ellos que a la misa.
Pero cuando acabó la ceremonia toda la gente empezó a moverse y dejé de verlos.
Pensé que tal vez ya estaban afuera y me fui a buscarlos.
Como no los vi a la entrada de la iglesia, pensé que se habían venido sin mí para la casa y decidí seguir caminando.
Me cuentan que pasé por esta esquina sin inmutarme, que seguí por la calle hasta que se acabó contra el muro de la autopista.
La policía tardó seis horas para encontrarme.

Cuando mi papá estaba en la casa sabíamos que no iban a pegarnos.
Un día que faltaba leña, mi mamá rompió el violín de mi papá y lo arrojó a la candela.
Mi papá no dijo nada.
Cuando no andaba de viaje, se pasaba las tardes en casa tocando el violín.
Tocar violín era su placer y su descanso.
Lo vio convertirse en ceniza sin modular palabra.


Éramos muy buenos niños.
Cuando el diablo se nos metía en el cuerpo, mi mamá nos sentaba a la mesa y nos daba de comer.
Se aseguraba de que estuviéramos llenos y, cuando terminábamos de relamernos, cerraba la puerta para que las vecinas no vieran la paliza tan tremenda que nos daba.
Pasábamos semanas portándonos muy bien.

Mi papá era un ángel.
Una noche, no sé por qué, teníamos miedo y esperamos despiertos a que llegara.
Cuando por fin estaba en la casa, seguimos sus movimientos en la oscuridad.
Lo vimos llegar a la cama sin hacer mucho ruido.
Mi mamá estaba dormida o fingía estar durmiendo.
No sé porque teníamos miedo de que esa noche mi papá se pusiera violento.
Respiramos tranquilos cuando lo oímos roncar.
Al otro día estaba juguetón y muy sonriente.


Cuando alguien me dice que un niño es muy bueno, me río y recuerdo las cosas que hicimos cuando éramos niños.



* * *


Texto incluido en La brujula del deseo - Cuentos 1986-2014.





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