jueves, 11 de septiembre de 2014

Recuerdos de lo no visto



Hay historias que reaparecen con el rostro cambiado, pero con la esencia intacta. He conocido tres versiones distintas de la que para nosotros es la historia de la lechera: la chica que caminaba al mercado mientras imaginaba lo que haría con el dinero que obtendría y, por andar distraída, tropezó y rompió el cántaro y perdió toda la leche que llevaba. De esa historia he encontrado una versión árabe y otra hindú, con muchachos que se disponen a vender miel o aceite, y cuyos sueños también terminan derramados.

He encontrado dos versiones muy distintas de otra historia cuyo origen puede ser tan antiguo como la humanidad. La primera versión se la escuché a una nativa de estas tierras. Tiene que ver con navegantes de las aguas del Pacífico. Cuentan que, no hace mucho, un grupo de muchachos se propuso rescatar la sabiduría de sus ancestros para navegar. Construyeron una embarcación, según el modelo antiguo, y pidieron al más viejo marinero que les enseñara el arte de navegar con la ayuda de las estrellas y a sortear los peligros del mar. Pero el viejo marinero se negó a ayudarles. Los mucha­chos le insis­tieron, le rogaron, pero el viejo marinero perma­neció impá­vido. Al final, lograron que accediera a acompa­ñarlos en una travesía. Pero, antes de embarcarse, el hombre dejó claro que no les enseñaría nada.

No tardaron mucho en encontrar una tormenta que amenazaba con hundir la embarcación. Pidieron ayuda al viejo, pero este se cruzó de brazos y no moduló palabra. Mientras intentaban sortear las dificultades, los muchachos se volvían a lanzarle reproches. Le pregun­taban a gritos que si era tan estúpido que los dejaría morir a todos —y moriría también él mismo— por su obstinación de no enseñar lo que sabía. Pero el hombre siguió sin darles ninguna indicación. Luego ocurrió el milagro. Los muchachos empezaron a “saber” exacta­mente lo que debían hacer. El conocimiento ances­tral se encendió dentro de ellos y pudieron sortear aquel peligro como si fueran marineros veteranos. Una sabiduría que llegó por misteriosos caminos apareció disponible para ellos cuando la necesitaron.

Pocos días después de escuchar aquella historia me crucé con una hermosa película de Tarkovsky, titulada Andrei Rublev. La había visto hace muchos años y no había prestado demasiada atención a una anécdota pequeña en medio de la trama principal. El campanero más reputado del pueblo ha muerto y al parecer se ha llevado consigo su secreto. Pronto surge la necesidad de hacer una nueva campana y el hijo del campanero les miente a los del pueblo: les dice que su padre, antes de morir, le había revelado su secreto. Así consigue que lo contraten. El muchacho está asustado porque piensa que lo van a castigar cuando se enteren de que mentía, pero de todos modos se proponer seguir adelante en la fundición de la campana. Al final, de manera misteriosa, el secreto de su padre se ilumina en el espíritu del muchacho y éste construye la campana más hermosa que se ha visto por aquellas comarcas.

Un tema común tienen estos relatos de gente que re­cuer­­da lo que nunca había visto o aprendido. Nos despiertan al mis­terio que rodea nuestras vidas y que los fanáticos de la razón no se atreven a mirar. También recuerdan la idea platónica de que aprender es recordar. Tienen algo de advertencia para quienes sostienen que el arte puede ser enseñado. Nos revelan también que los humanos tenemos vínculos ocultos y que las palabras suelen ser la forma más precaria que tenemos de comunicarnos.



      Publicado en Vivir en El Poblado el 11 de septiembre de 2014.





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