Hay historias que reaparecen con el rostro cambiado, pero
con la esencia intacta. He conocido tres versiones distintas de la que para
nosotros es la historia de la lechera: la chica que caminaba al mercado
mientras imaginaba lo que haría con el dinero que obtendría y, por andar
distraída, tropezó y rompió el cántaro y perdió toda la leche que llevaba. De
esa historia he encontrado una versión árabe y otra hindú, con muchachos que se
disponen a vender miel o aceite, y cuyos sueños también terminan derramados.
He encontrado dos versiones muy distintas de otra
historia cuyo origen puede ser tan antiguo como la humanidad. La primera versión
se la escuché a una nativa de estas tierras. Tiene que ver con navegantes de
las aguas del Pacífico. Cuentan que, no hace mucho, un grupo de muchachos se
propuso rescatar la sabiduría de sus ancestros para navegar. Construyeron una
embarcación, según el modelo antiguo, y pidieron al más viejo marinero que les
enseñara el arte de navegar con la ayuda de las estrellas y a sortear los
peligros del mar. Pero el viejo marinero se negó a ayudarles. Los muchachos le
insistieron, le rogaron, pero el viejo marinero permaneció impávido. Al
final, lograron que accediera a acompañarlos en una travesía. Pero, antes de
embarcarse, el hombre dejó claro que no les enseñaría nada.
No tardaron mucho en encontrar una tormenta que amenazaba
con hundir la embarcación. Pidieron ayuda al viejo, pero este se cruzó de
brazos y no moduló palabra. Mientras intentaban sortear las dificultades, los
muchachos se volvían a lanzarle reproches. Le preguntaban a gritos que si era
tan estúpido que los dejaría morir a todos —y moriría también él mismo— por su
obstinación de no enseñar lo que sabía. Pero el hombre siguió sin darles
ninguna indicación. Luego ocurrió el milagro. Los muchachos empezaron a “saber”
exactamente lo que debían hacer. El conocimiento ancestral se encendió dentro
de ellos y pudieron sortear aquel peligro como si fueran marineros veteranos. Una
sabiduría que llegó por misteriosos caminos apareció disponible para ellos
cuando la necesitaron.
Pocos días después de escuchar aquella historia me crucé
con una hermosa película de Tarkovsky, titulada Andrei Rublev. La había visto hace muchos años y no había prestado
demasiada atención a una anécdota pequeña en medio de la trama principal. El
campanero más reputado del pueblo ha muerto y al parecer se ha llevado consigo
su secreto. Pronto surge la necesidad de hacer una nueva campana y el hijo del
campanero les miente a los del pueblo: les dice que su padre, antes de morir,
le había revelado su secreto. Así consigue que lo contraten. El muchacho está
asustado porque piensa que lo van a castigar cuando se enteren de que mentía,
pero de todos modos se proponer seguir adelante en la fundición de la campana.
Al final, de manera misteriosa, el secreto de su padre se ilumina en el
espíritu del muchacho y éste construye la campana más hermosa que se ha visto
por aquellas comarcas.
Un tema común tienen estos relatos de gente que recuerda
lo que nunca había visto o aprendido. Nos despiertan al misterio que rodea
nuestras vidas y que los fanáticos de la razón no se atreven a mirar. También
recuerdan la idea platónica de que aprender es recordar. Tienen algo de
advertencia para quienes sostienen que el arte puede ser enseñado. Nos revelan
también que los humanos tenemos vínculos ocultos y que las palabras suelen ser
la forma más precaria que tenemos de comunicarnos.
Publicado en Vivir en El Poblado el 11 de septiembre de 2014.
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