En este
viejo texto, Wenceslao Triana imagina el privilegio que habría sido trabajar
con Germán Mendoza Diago.
Tuve ese
privilegio. Germán me abrió las puertas de El Universal y me alentó a escribir.
Fue amigo y maestro.
Buen viaje, Germán
(Abril 19, 2020)
Por Wenceslao Triana
Siempre me ha intrigado lo poco que
sabemos de quienes se encargan de que lo sepamos todo. Salvo las estrellas
fugaces, el periodismo suele ser un oficio de seres anónimos, de quienes rara
vez tienen noticias los lectores.
Pensé en eso cuando leí sobre la entrega
de los premios Pegaso de Oro de Periodismo. Me alegró ver a los amigos
recibiendo homenajes: a doña Carlota, al maestro Eduardo Herrán (¿alguien está
guardando, como se debe, su tesoro fotográfico?), a Ledys Caro, a Carlos Marín.
Pero debo confesar que lo que más me alegró fue el premio a Germán Mendoza
Diago.
Cuando vivía en Cartagena, cada vez que
llevaba mi columna aprovechaba para entrar a su oficina por un rato. He visto
su silencioso desempeño y estoy convencido de que ese teutón de Ciénaga de Oro
ha sido el alma de El Universal desde hace casi veinte años.
Su credo lo supe muy temprano. Fue una
de las primeras veces que visité El Universal, cuando estaba lagarteando para
que me publicaran. Ya entonces había notado que era uno de los primeros
periodistas en llegar y uno de los últimos en marcharse. Sabía también de su
pasión por el cine y por la poesía y quise preguntarle cómo se hacía para no
sucumbir al poder demoledor del periodismo. Germán mandó a un periodista a
cubrir una rueda de prensa, diagramó dos páginas, edito tres fotos y luego me
dijo: “Borges dijo que no hay que dejarse acanallar”.
Eso es Germán Mendoza, un hombre que no
se ha dejado acanallar. Pero es más que eso, es quizá la última versión del periodista
a la vieja usanza, esos para quienes el periodismo es la vida misma.
Mi amigo Eliécer López suele decir que
los periodistas de hoy no son como los de antes, que ni fuman, ni son
mujeriegos, ni beben, ni se van tarde a casa. “Qué clase de periodismo es ése”,
dice Eliécer sonriente. Creo que el único requisito que cumple Germán Mendoza
es el de irse tarde a casa. Porque Germán no descansa hasta estar seguro de que
el periódico saldrá bien. Cuando alguien no puede llenar una página, Germán se
encarga del asunto. Cuando a todos los periodistas les da gripa, Germán se
sienta tranquilo y escribe todo el periódico. Uno podría pensar que tanta
entrega es vocación de sufrimiento. Pero hay que verle la emoción ante los
retos, para saber que Germán es distinto a todo el mundo.
A Germán le gustan los grandes
acontecimientos. Es un genio de ese arte curioso y efímero que es diseñar
primeras páginas. Cuando algo grande ocurre, es posible verlo frenético,
aventurando fotos de seis columnas o titulares de tres palabras. Al día
siguiente trae un gesto triunfal por haber derrotado a los grandes periódicos.
Uno de los títulos periodísticos más hermosos que he leído en mi vida lo
escribió Germán. Fue cuando los científicos anunciaron la fecha del Bing Bang.
El título fue avasallante: “Hace quince mil millones de años, Dios creo el
universo”.
También es posible saber cuándo anda
enfrascado en una de sus crónicas. De pronto, adquiere un aire sigiloso, como
de estar manipulando información confidencial, y al poco tiempo aparece una
reconstrucción histórica en la que parece haber consultado hasta a los
espíritus del más allá.
Lamento no haber sido periodista de El
Universal durante estos años en que Germán ha capitaneado. De haberlo sido (en
el hipotético caso de haberlo sido) me consideraría el tipo más afortunado del
mundo por haberlo tenido como maestro. Un raro maestro Zen de periodismo que
imparte sus enseñanzas sin que parezca que está entregando grandes lecciones
definitivas.
Junio 5
del 2002