viernes, 28 de agosto de 2015

Juntacadáveres

La columna de Vivir en El Poblado.



Wolfe MacFarlane, un médico eminente, vino al hotel a observar las condiciones de un político que sufrió una apoplejía. Cuando el nombre del médico circuló entre los regulares del bar, un tal Fettes —el más silencioso— saltó con gesto enfurecido y se dispuso a verlo “cara a cara”. El encuen­tro en el vestíbulo fue intrigante. Era evidente que el borracho y el médico tenían un pasado común, y que el primero intentaba enrostrarle al otro su superioridad moral. Mucho después, el narrador —otro cliente del bar— consiguió la versión más plausible de esa historia que concluyó cuando el médico huyó, dejando atrás sus lentes de marco dorado, y se alejó en un coche a toda velocidad.

MacFarlane y Fettes habían coincidido años atrás en Edimburgo, como asistentes del doctor K, director de una escuela privada de medicina. Una escuela de médicos necesita cadáveres para diseccionar. Por ser un pupilo adelantado, Fettes fue puesto a cargo de esas compras. Al principio no pensaba en el asunto. Era joven, de vida desarreglada. No le molestaba levantarse en medio de la noche para recibir los cadáveres. Pagaba lo acordado a los sórdidos proveedores y registraba la transacción en un libro. Con el tiempo, cuando había más demanda, Fettes y su superior MacFarlane iban de noche a los cementerios a buscar muertos recientes.

Todo era más o menos normal, borroso como en una borrachera, hasta el día en que Fette tuvo que pagar por el cuerpo de una chica con quien había estado de fiesta la noche anterior. Los proveedores acallaron sus protestas y exigieron el dinero. MacFarlane le recordó a Fette la confianza que el doctor K depositaba en él y le aseguró que muy pronto dejaría atrás los escrúpulos. Semanas después, MacFarlane y Fette bebían con un hombre de aspecto distinguido y modales vulgares de apellido Gray. Fette notó la actitud dominante con que Gray humillaba y daba órdenes a MacFarlane, pero se olvidó del asunto y se fue a dormir su borrachera. En la madru­gada lo desper­taron unos golpes en la puerta. MacFar­lane llegó con un saco que contenía el cadáver de Gray. Persuadió a Fette para que hiciera la transacción de rigor y anotara la entrada en el cuaderno. Después de cobrar lo acos­tum­brado, le regaló el dinero al atónito aprendiz. Antes de marcharse, MacFarlane le pidió a Fette que reservara la cabeza para Richardson, un alumno que vivía obsesio­nado con esa parte de la anatomía humana.

Fette llegó a vanagloriarse de su insensibilidad. Su ánimo era festivo cuando iban a los cementerios. Hasta cierta ocasión en que desenterraron el cadáver de una anciana. Aquella vez trabajaron en completa oscuridad, pues MacFarlane había roto por accidente la lámpara. Al regresar, el cadáver se movía aparatoso sobre el caballo. Como los aullidos de los perros los inquietaron, deci­dieron encender una cerilla. Antes de correr dando alaridos, alcanzaron a ver bajo la luz el rostro despierto de Gray.

Robert Louis Stevenson (1850-1894) no es solo el autor de una novela de piratas y tesoros escondidos. Él mismo es un tesoro escondido. Para Borges, la suya es la mejor prosa en inglés. Dicen que su Florizel de Bohemia es el mejor personaje de la literatura en esa lengua. Sus descrip­ciones eran como relámpagos. En su estilo no sobran palabras. Sus historias, tan llenas de sangre y de muerte, son una cachetada a quienes se avergüenzan de la vida. Stevenson se extinguió tratando de expresar su ética y sus principios como artista, “el universalismo devorador de su alma”. Cumplió, según Chesterton, con los dos requisitos de un gran hombre: la incomprensión de sus detractores y la de sus admiradores.


Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de agosto de 2015.





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