La columna de Vivir en El Poblado.
Wolfe MacFarlane, un médico eminente, vino al hotel a
observar las condiciones de un político que sufrió una apoplejía. Cuando el
nombre del médico circuló entre los regulares del bar, un tal Fettes —el más
silencioso— saltó con gesto enfurecido y se dispuso a verlo “cara a cara”. El
encuentro en el vestíbulo fue intrigante. Era evidente que el borracho y el
médico tenían un pasado común, y que el primero intentaba enrostrarle al otro
su superioridad moral. Mucho después, el narrador —otro cliente del bar—
consiguió la versión más plausible de esa historia que concluyó cuando el
médico huyó, dejando atrás sus lentes de marco dorado, y se alejó en un coche a
toda velocidad.
MacFarlane y Fettes habían coincidido años atrás en
Edimburgo, como asistentes del doctor K, director de una escuela privada de
medicina. Una escuela de médicos necesita cadáveres para diseccionar. Por ser
un pupilo adelantado, Fettes fue puesto a cargo de esas compras. Al principio
no pensaba en el asunto. Era joven, de vida desarreglada. No le molestaba
levantarse en medio de la noche para recibir los cadáveres. Pagaba lo acordado
a los sórdidos proveedores y registraba la transacción en un libro. Con el
tiempo, cuando había más demanda, Fettes y su superior MacFarlane iban de noche
a los cementerios a buscar muertos recientes.
Todo era más o menos normal, borroso como en una
borrachera, hasta el día en que Fette tuvo que pagar por el cuerpo de una chica
con quien había estado de fiesta la noche anterior. Los proveedores acallaron
sus protestas y exigieron el dinero. MacFarlane le recordó a Fette la confianza
que el doctor K depositaba en él y le aseguró que muy pronto dejaría atrás los
escrúpulos. Semanas después, MacFarlane y Fette bebían con un hombre de aspecto
distinguido y modales vulgares de apellido Gray. Fette notó la actitud
dominante con que Gray humillaba y daba órdenes a MacFarlane, pero se olvidó
del asunto y se fue a dormir su borrachera. En la madrugada lo despertaron
unos golpes en la puerta. MacFarlane llegó con un saco que contenía el cadáver
de Gray. Persuadió a Fette para que hiciera la transacción de rigor y anotara
la entrada en el cuaderno. Después de cobrar lo acostumbrado, le regaló el
dinero al atónito aprendiz. Antes de marcharse, MacFarlane le pidió a Fette que
reservara la cabeza para Richardson, un alumno que vivía obsesionado con esa
parte de la anatomía humana.
Fette llegó a vanagloriarse de su insensibilidad. Su
ánimo era festivo cuando iban a los cementerios. Hasta cierta ocasión en que
desenterraron el cadáver de una anciana. Aquella vez trabajaron en completa
oscuridad, pues MacFarlane había roto por accidente la lámpara. Al regresar, el
cadáver se movía aparatoso sobre el caballo. Como los aullidos de los perros
los inquietaron, decidieron encender una cerilla. Antes de correr dando
alaridos, alcanzaron a ver bajo la luz el rostro despierto de Gray.
Robert Louis Stevenson (1850-1894) no es solo el autor de
una novela de piratas y tesoros escondidos. Él mismo es un tesoro escondido.
Para Borges, la suya es la mejor prosa en inglés. Dicen que su Florizel de
Bohemia es el mejor personaje de la literatura en esa lengua. Sus descripciones
eran como relámpagos. En su estilo no sobran palabras. Sus historias, tan
llenas de sangre y de muerte, son una cachetada a quienes se avergüenzan de la
vida. Stevenson se extinguió tratando de expresar su ética y sus principios
como artista, “el universalismo devorador de su alma”. Cumplió, según Chesterton,
con los dos requisitos de un gran hombre: la incomprensión de sus detractores y
la de sus admiradores.
Publicado en Vivir en El Poblado el 28 de agosto de 2015.
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