jueves, 20 de agosto de 2015

Se venden erecciones

 A propósito de una noticia reciente, 
un texto del milenio pasado. 



Por Wenceslao Triana

Las preguntas insistentes de mis amigos, la inquietud general, el escándalo de los medios masivos, el aire de odaliscas reivindicadas que asumen ciertas mujeres y las risitas nerviosas de muchos hombres, me han puesto a pensar profundamente en lo que significa para la especie humana el hecho de que ahora sea posible comprar en cualquier parte unas pastillas que ponen dura la cosa aunque no se tengan ganas.
Lo primero que se me ocurre es bastante obvio pero no sobra recordarlo: que el mundo se mueve, en buena parte, por esa temperamental palanca que pende de la entrepierna de los varones. El ruido y la inquietud generada por las nuevas pastillas, está dándole una vez más la razón a Sigmund Freud, quien insistió en afirmar —contra burlas y pudores— que por ahí era posible encontrar la explicación de muchas cosas.
Lo que me sorprende del asunto es la manera masiva y jubilosa como el mundo ha reaccionado ante la noticia. Cualquiera diría que a casi nadie en este mundo se le pone como es debido cuando es debido. A juzgar por la cara de clientes potenciales que ponen todos los hombres cuando hablan del asunto, podría pensarse que las mujeres ganaron hace rato la batalla de los sexos y que de la liberación sexual no quedó sino el cansancio.
Y por ese lado —por los lados del cansancio— he llegado a mi conclusión más tenebrosa sobre el asunto: que todos hemos sido víctimas de una confabulación mundial que consiguió quitar a los hombres sus erecciones para que se vieran en la necesidad de salir a comprarlas.
Siempre que pienso en asuntos como éste, recuerdo un libro de George Orwell que —sospechosamente— no he vuelto a ver reeditado. En ese libro hablaba de la pérdida de libertades de los hombres en una imaginaria sociedad del futuro. Pienso en ese libro porque el cuento de las pastillitas es cómo el símbolo de una civilización esclavizada hasta el punto de tener que comprar algo que tradicionalmente traía incluido desde la fábrica.
Me pregunto si tanto calzoncillo de nylon, tanta comida con hormonas y preservativos, tanta libertad sexual y tanta pornografía, no formarían parte de un plan aterrador para conseguir que a nadie se le alistara la cosa sin pagar una tarifa.
Ahora parece que el momento ha llegado y la tonta humanidad celebra con júbilo la llegada de un nuevo símbolo de su deshumanización.
No caeré en la tontería de decir que yo no necesitaría la pastilla. A estas alturas de la vida los glóbulos rojos caminan con bastón y una erección se recibe con el mismo estupor con que se aprecia el paso de un cometa.
Pero nunca compraría esa pastilla que tantos están dispuestos a comprar. Sería incapaz de mirarme al espejo si caigo en la vergüenza y la esclavitud de darle doping al vástago para que haga lo que simplemente no le nace.
Hasta que la muerte me ponga rígido, seguiré confiando en el poder afrodisiaco del amor y los sentidos (alentados por el corcel de la imaginación). Insistiré en recorrer la piel de la amada como quien está dichosamente perdido en un planeta de extrañas superficies. Me embriagaré de olores marinos. Abrevaré en pozos hirvientes y refrescantes, y sentiré, feliz, dichoso, dueño absoluto de mi cachondez, que mi octogenario amigo se despereza —risueño, veterano— y empieza a levantarse como la primera vez.

Mayo 27 de 1998.





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