A propósito de una noticia reciente,
un texto del milenio pasado.
Por Wenceslao Triana
Las
preguntas insistentes de mis amigos, la inquietud general, el escándalo de los
medios masivos, el aire de odaliscas reivindicadas que asumen ciertas mujeres y
las risitas nerviosas de muchos hombres, me han puesto a pensar profundamente
en lo que significa para la especie humana el hecho de que ahora sea posible
comprar en cualquier parte unas pastillas que ponen dura la cosa aunque no se
tengan ganas.
Lo
primero que se me ocurre es bastante obvio pero no sobra recordarlo: que el
mundo se mueve, en buena parte, por esa temperamental palanca que pende de la
entrepierna de los varones. El ruido y la inquietud generada por las nuevas
pastillas, está dándole una vez más la razón a Sigmund Freud, quien insistió en
afirmar —contra burlas y pudores— que por ahí era posible encontrar la
explicación de muchas cosas.
Lo
que me sorprende del asunto es la manera masiva y jubilosa como el mundo ha
reaccionado ante la noticia. Cualquiera diría que a casi nadie en este mundo se
le pone como es debido cuando es debido. A juzgar por la cara de clientes
potenciales que ponen todos los hombres cuando hablan del asunto, podría pensarse
que las mujeres ganaron hace rato la batalla de los sexos y que de la
liberación sexual no quedó sino el cansancio.
Y
por ese lado —por los lados del cansancio— he llegado a mi conclusión más
tenebrosa sobre el asunto: que todos hemos sido víctimas de una confabulación
mundial que consiguió quitar a los hombres sus erecciones para que se vieran en
la necesidad de salir a comprarlas.
Siempre
que pienso en asuntos como éste, recuerdo un libro de George Orwell que
—sospechosamente— no he vuelto a ver reeditado. En ese libro hablaba de la
pérdida de libertades de los hombres en una imaginaria sociedad del futuro.
Pienso en ese libro porque el cuento de las pastillitas es cómo el símbolo de
una civilización esclavizada hasta el punto de tener que comprar algo que
tradicionalmente traía incluido desde la fábrica.
Me
pregunto si tanto calzoncillo de nylon, tanta comida con hormonas y
preservativos, tanta libertad sexual y tanta pornografía, no formarían parte de
un plan aterrador para conseguir que a nadie se le alistara la cosa sin pagar
una tarifa.
Ahora
parece que el momento ha llegado y la tonta humanidad celebra con júbilo la
llegada de un nuevo símbolo de su deshumanización.
No
caeré en la tontería de decir que yo no necesitaría la pastilla. A estas
alturas de la vida los glóbulos rojos caminan con bastón y una erección se
recibe con el mismo estupor con que se aprecia el paso de un cometa.
Pero
nunca compraría esa pastilla que tantos están dispuestos a comprar. Sería
incapaz de mirarme al espejo si caigo en la vergüenza y la esclavitud de darle
doping al vástago para que haga lo que simplemente no le nace.
Hasta
que la muerte me ponga rígido, seguiré confiando en el poder afrodisiaco del
amor y los sentidos (alentados por el corcel de la imaginación). Insistiré en
recorrer la piel de la amada como quien está dichosamente perdido en un planeta
de extrañas superficies. Me embriagaré de olores marinos. Abrevaré en pozos
hirvientes y refrescantes, y sentiré, feliz, dichoso, dueño absoluto de mi
cachondez, que mi octogenario amigo se despereza —risueño, veterano— y empieza
a levantarse como la primera vez.
Mayo
27 de 1998.
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