Un fragmento de
El libro de la vida
Ignoro
el tiempo que llevaba allí. No creo que fuera justa la causa que me tenía
encerrado. Era un lugar oscuro, estrecho, húmedo. Sólo de vez en cuando había
la luz insuficiente de una vela; tal vez cuando venían a traerme comida, a
comprobar que el castigo se cumplía como estaba previsto. No es posible decir
que tenía la esperanza de salir. Era más
bien como si no supiera, o lo hubiera olvidado hace ya mucho, que existía un
afuera y que era posible estar allá.
De
pronto una mujer me empezó a hablar. Tal vez aquel lugar tenía una ventana de
madera clausurada, capaz de permitir que la voz se filtrara al interior oscuro.
Tal vez la voz se abrió camino entre las grietas. Quizá era ella quien venía de
vez en cuando con la vela. Me prometía libertad a cambio de algo absurdo,
impensable, como la noche o las estrellas.
Dije
que sí, convine en la propuesta, y al hacerlo sentí que todo aquello había
ocurrido hace tiempo, que sólo regresaba en la memoria y que por fin era
consciente del engaño que hacía nulo para siempre aquel acuerdo.
Pero
tenía que seguir viviendo.
Una
noche se abrió por fin la puerta y un susurro apremiante me decía lo que debía
hacer. Corrí a ponerme de último en la fila, fingí llevar allí ya largo rato,
traté de que mis gestos no dijeran lo que estaba pasando.
Éramos
seres sucios, humillados, prisioneros o esclavos. Éramos como reses extenuadas
que unos hombres armados estaban pastoreando.
Horas
después llegamos a los comedores. Creo que si recordara con detalle podría
rescatar alguna escena dolorosa del camino: alguien que desfallece y lo
golpean, alguien ejecutado. Me pareció
curioso que, después de tanto celo, nos dieran la libertad para sentarnos en la
mesa que quisiéramos. Elegí una del fondo, de las que estaban dispuestas sólo
para dos personas. Esperaba que nadie se sentara conmigo, pero aquello era
justo lo que menos convenía. El susurro lejano seguía dando instrucciones,
insistía en que debía confundirme con todos, hacerme invisible, borrar de mi
rostro cualquier gesto de orgullo, de criterio, de rabia.
Dos
personas llegaron a la mesa. Una acercó otra silla. Nos miramos apenas para
hacernos conscientes de esa fugaz comunidad. Nos hundimos sin decoro en los
platos de sopa y pasamos del hambre a la llenura.
Luego
la libertad era mayor. Nos movíamos por algo con aspecto de bazar. Ya ni
siquiera existía la conciencia de grupo que había en la fila, que se mantuvo un
poco más en la mesa del comedor. Uno podía sentir que estaba solo, que era
posible hacer lo que quisiera, que aquel viaje de ignominia jamás había
ocurrido.
No
hablaré del encuentro con la mujer en el bazar, de aquella sensación de cosa ya
vivida, de esa necesidad de darme a ella, de esa urgencia que llamé destino.
Sólo importa el final de la historia. La casa enorme a la que entraron a
buscarme. La certeza de que debía esconderme mientras tenía una oportunidad
para escapar.
Recuerdo
que estaba en el final de la escalera, que abajo preguntaban y empezaban el
registro de la casa. Recuerdo la sombra de mi cabeza en el vacío de la
escalera, que un buen observador habría notado de inmediato. Recuerdo mi prisa
instintiva para esconderme dentro de un armario, entre trajes que quizá
consiguieran hacerme invisible.
Un
hombre al que nada le importaba abrió la puerta del armario con violencia.
Ignoro si me vio. Miró los trajes con ojos de poseso y se alejó con una
carcajada. Quise sentir que yo era sólo los pliegues de un vestido que alguna
vez fue blanco. Casi me convencí de que lo era. Pasó el tiempo y llegaron otros
seres que también me buscaban. Había una mujer con la tenacidad marcada entre
las cejas. Al parecer ninguno podía verme. Ya ni siquiera era seguro que me
estaban buscando.
Sin que ellos lo notaran, un niño o un hombre
pequeño llegó donde yo estaba y me dijo al oído que todo saldría bien, que ya
poco faltaba. Le pedí que callara, le dije que el ruido podía delatarme. Se fue como llegó, me dejó abandonado a mi
suerte en el fondo del armario.
Al
final, el armario con su puerta destrozada estaba en medio de la calle. Tal vez alguien lo había arrojado por una de
las ventanas de la casa. Puedo decir que hubo saqueos, que el humo seguía
ascendiendo entre las ruinas. Pero lo único que recuerdo con certeza es que
sentí que ya podía moverme, que ya no habría peligro si alguien me descubriera.
Un
grupo caminaba por la calle. La mayoría eran niños. Una mujer alta y delgada,
quizá su hermana mayor, caminaba con ellos. Uno de los pequeños señaló hacia el
armario y los demás miraron de inmediato. Supe que podían verme. Supe también
que ya podía moverme y sentí una alegría
ligera y tranquila. Salí de entre los pliegues del vestido como alguien que
asoma su rostro en un río de lágrimas.
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