La columna de Vivir en El Poblado
La chica tenía el día libre y decidió caminar un poco más
para darle una alegría a su padre. Llevaba tres semanas en Inglaterra, pero a
Londres sólo había llegado desde hacía un par de días. El resto del tiempo lo
había pasado recorriendo las campiñas del sur, caminando un promedio de diez
millas diarias, devorando paisajes, visitando casonas de escritores —la de
Virginia Woolf, la de Henry James— y escribiendo sobre todo lo que veía.
Las rodillas le dolían y los músculos se venían quejando
a cada paso, pero no quiso ser la más débil del grupo y siguió caminando más
allá del cansancio y del dolor. Ahora estaba en Londres, y la familia que le
ofreció hospedaje quería ver las joyas de la corona. La chica se disculpó
amable y decidió cumplir la promesa que le había hecho a su padre de visitar el
pueblo donde Chesterton vivió la segunda mitad de su vida.
Consultó mapas y medios de transporte. Supo que
Beaconsfield quedaba a menos de una hora y comprobó que podría ir sin prisas y
regresar el mismo día. Cuando caminaba a la estación volvió a considerar la
idea de visitar un médico. El día era gris y había una lluvia indecisa y menuda
para la que usar paraguas sería una exageración. En el tren se preguntó si el
maltrato que le había dado a sus piernas tendría consecuencias duraderas.
Al salir de la estación en Beaconsfield se acercó a un
grupo de jóvenes, pero ninguno tenía noticias de la existencia de Chesterton.
Siguió bordeando una avenida y se acercó a un hombre de unos setenta años,
delgado, parsimonioso, desconfiado cuando le hizo la misma pregunta. El hombre
pensó que la chica estaba bromeando y miró a todos lados en busca de cómplices.
—Mi padre lo adora —aclaró la chica—. Quiero enviarle
algunas fotos de su casa y, tal vez, de su tumba.
El hombre le preguntó
si había leído a Chesterton y ella le respondió que conocía algunos cuentos del
Padre Brown. El hombre dijo orgulloso que su padre lo había conocido y que era
una lástima que ya casi nadie lo recordara.
—Es uno de los más grandes benefactores que ha
tenido Beaconsfield. Dio dinero para la construcción del hospital. La cruz que
hay en esa glorieta está allí gracias a él.
A medida que hablaba,
el rostro del hombre parecía iluminarse. Le dio indicaciones a la chica para
llegar a la casa —“Allí vive una familia que no tiene nada que ver con él”— y
al cementerio católico. La chica llegó a la casa arrastrando el pie derecho. Vio
una plaquita diminuta y decidió seguir de largo hacia el cementerio, pero
pronto descubrió que había perdido el rumbo.
Entró a un pub y
preguntó, pero nadie sabía de Chesterton y mucho menos de cementerios. Pidió
“fish and chips” y una cerveza, se conectó al wi-fi y le pidió a su padre —que
estaba al otro lado del mundo— que la ayudara a ubicarse. El padre se emocionó
al saber que su hija estaba haciendo el peregrinaje que él no había hecho.
Buscó en la red un mapa del pueblo, ubicó el pub y el cementerio, y le envió la
información que le faltaba.
El cementerio era
pequeño, modesto y no parecía haber nadie a cargo. El enorme portón estaba
cerrado y la chica pensó que tendría que devolverse, pero al apoyar la mano en
la madera se abrió sin oponer resistencia. Fue como si el crujido de los goznes
hubiera espantado la lluvia, porque en ese mismo instante el sol perforó las
nubes y el mundo se iluminó. La chica empezaba a preguntarse cómo encontrar la
tumba que buscaba, cuando un zorro pequeño se escurrió entre las piedras
talladas y se detuvo a mirarla, como si quisiera decirle que lo siguiera. Así
encontró el Cristo y la Virgen de mármol a cuya sombra yacía Chesterton.
La chica imaginó la
alegría de su padre cuando le hablara de ese instante, arrancó una flor
silvestre que se elevaba por entre las fisuras de la piedra, recogió una
estampita de la virgen que algún remoto visitante había dejado, balbuceó una
oración y se alejó contenta y aliviada. Tardó en comprender que su dolor ya era
una cosa del pasado.
Publicado en Vivir en El Poblado en
abril 29 de 2016