Cuenta Emile
Gaboriau que el vizconde de B era un joven amable y encantador. Vivía
satisfecho y libre de privaciones, gracias a la renta modesta que sus difuntos
padres le habían dejado. Pero, como no hay dicha completa, el pobre muchacho
recibió la noticia de que un tío millonario le había dejado una enorme fortuna.
La herencia que recibió el vizconde incluía un edificio en la Rue de la
Victoire, con veintitrés apartamentos, que producía una renta siete veces más
grande que la que el muchacho estaba acostumbrado a recibir.
“Eso es
demasiado”, se dijo el vizconde y llamó al administrador para ordenarle que
redujera —en una tercera parte— la renta que pagaban los inquilinos. Por un
momento Bernard, el administrador, pensó que había escuchado mal o que el
heredero de su antiguo patrón trataba de gastarle una broma. La palabra
“rebajar” tenía una resonancia sobrenatural.
“¿Querrá
usted decir aumentar?”, dijo Bernard.
El joven
acalló las protestas de su empleado y le ordenó notificar esa misma noche a los
inquilinos. Bernard llegó a su casa con un gesto aturdido que su esposa y su
hija notaron de inmediato. Cuando les explicó la causa de su desconcierto, la
mujer insistió en que debía tratarse de un error, se envolvió en una bufanda y
se dirigió a la casa del vizconde. Como el joven ratificó su decisión, la mujer
le pidió que le diera constancia por escrito. Al final, Bernard no tuvo otra
alternativa que notificar a los inquilinos de la rebaja.
El asombro
se apoderó de todos en el edificio. Gente que apenas se saludaba en los
pasillos de repente entabló largos coloquios. Todos querían conocer la razón
que había detrás de esa medida. Pero, por más que discutían, no conseguían
encontrar explicación y tardó poco en extenderse el consenso de que en aquel
asunto “había gato encerrado”.
“Tal vez la casa tiene defectos de
construcción”, dijo uno, y alguien recordó que meses atrás fue necesario hacer
reparaciones en el techo. Otros conjeturaron que tal vez había un negocio
turbio en el sótano, pues a veces salían ruidos de esa parte de la casa. “Puede
ser una imprenta de billetes falsos”, dijeron. “O un laboratorio de licor
adulterado”.
“Ese
vizconde debe haber cometido un crimen horrible”, dijo otro. “Y ahora su
conciencia lo empuja a la filantropía”. A lo que otros repusieron que era
perturbador vivir en la propiedad de una persona tan malvada, que en cualquier
momento podía dejarse arrastrar de nuevo por sus abyectas inclinaciones.
Con el
tiempo la sospecha de algo siniestro se transformó en certeza y, después, en
abierto rechazo. Un comerciante de joyas dijo que no pensaba quedarse cruzado
de brazos a la espera de que la desgracia tocara a su puerta. Informó al
administrador que desocuparía el apartamento en cuanto consiguiera otro lugar
para mudarse. Bernard fue a ver al vizconde para informarlo de lo que pasaba,
pero el joven respondió despreocupado: “Déjalo que se vaya”.
El
comerciante se marchó al día siguiente y muy pronto siguieron su ejemplo el
quiropráctico del segundo piso y los estudiantes del quinto. Luego ocurrió la
desbandada. Los últimos habitantes del edificio tuvieron dificultad para
marcharse. No era fácil conseguir donde mudarse y la espera los mantuvo en un
estado de constante desazón. Bernard no daba abasto poniendo carteles en las
ventanas y anuncios en los periódicos, pero no recibió ninguna solicitud. Ya
era de conocimiento general que la casa tenía una maldición.
Bernard y su
esposa fueron los últimos en abandonar el edificio. Su hija escapó casándose
con un barbero que antes le resultaba repugnante. El administrador y su esposa
pasaron noches de insomnio y de terror, acosados por la idea de que la casa
estaba maldita. Al final decidieron empacar, le llevaron la llave al vizconde
y se fueron a vivir a otra ciudad. Las ratas también se marcharon porque no
había despensas para asaltar. Desde entonces el edificio de la Rue de la
Victoire ha estado deshabitado.
Publicado en Vivir en El Poblado el 15 de abril de 2016.
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