Un fragmento de Resplandor (Ediciones B)
La novela será presentada en la Feria del Libro de Bogotá,
el sábado 23 de abril a las 4 p.m.
Conversatorio con Esteban Carlos Mejía.
Auditorio Madre Josefa del Castillo.
Es la noche de Año Nuevo. El primer sol no ha salido
todavía. Junto a las taquillas de la estación de trenes de Colombo hay una
multitud que se apretuja. Hay una urgencia inexplicable en todo el mundo. Todos
quieren llegar a su destino. En medio del tumulto está el viajero, levemente
angustiado, algo desconcertado. En el lugar de donde viene la gente no se
agolpa: todos esperan su turno, pacientes, civilizados.
El edificio principal de la estación es un caserón enorme
que poco habrá cambiado en los últimos cien años. Las paredes y los techos no
ocultan sus remiendos ni los trazos caprichosos de la humedad en el aire. El
viajero vuelve a sentir que la distancia que lo separa de su mundo —de esos
mundos que resultaron siendo suyos por elección o por nacimiento— no es sólo
geográfica. Hay algo en el ambiente de Sri Lanka que lo hace sentir que cae
hasta tiempos remotos, que regresa de un sueño, de una ilusión sin gracia.
El lugar está aún en tinieblas, y el viajero intenta
abrirse paso, desatar ese nudo de gente exaltada. Una lámpara del alumbrado de
la calle arroja una luz débil que apenas sirve para delinear las sombras. Los
cuerpos se juntan y se empujan. Los rostros de ojos negros se hablan y se
responden, se escupen sus alientos sazonados.
El viajero se pregunta cómo podrá llegar a la taquilla
—donde el tumulto se eleva como una ola, y algunos se alejan triunfales pisando
cabezas—, para no perder el tren de las seis de la mañana. El reloj de brazos
fosforescentes le dice que el tiempo apremia —lo compró al otro lado de la
calle, en el Pettah, la primera vez
que visitó Colombo—. Sonrió al recordar el precio irrisorio. También su morral
lo compró allí —se lo acomoda en el pecho—. Siente la alegría soberbia de
saberse ligero de equipaje. Vuelve la atención a las angustias de ese instante.
Muchos vinieron a Colombo a celebrar con sus familias la noche de Año Nuevo.
Ahora procuran regresar.
En medio de ese amasijo de brazos y de piernas, el
viajero intenta serenarse. Piensa que todo saldrá bien, que en las taquillas
venderán los boletos a tiempo para que todos tomen sus trenes. Se dice que el
asunto será sólo un contratiempo pasajero, otra anécdota curiosa que podrá
contar a su regreso. Si regresa. Si no muere en Sri Lanka. Si no es que ya está
muerto. Siente la improbabilidad y la rareza de lo que está viviendo: ese
instante perdido en la vida de un hombre perdido en la vida de un mundo perdido
en un vasto universo perdido.
Incapaz de moverse a voluntad, decide tener paciencia.
Mira los rostros oscuros, los ojos de terror que parecen flotar en aguas
fosforescentes. Aprecia la música de ese coro de voces que no entiende. Vuelve
a la meditación fugaz de los últimos días. Se repite: “Estoy en Sri Lanka”. Se
dice que pronto hará dos semanas que llegó. Hace un breve inventario: Punta
Galle y Colombo, Makola y Kelaniya, la montaña de Adán, Gampola con Sunethra,
Kandy la incandescente. Sabe que en esos días han pasado más cosas que en el
casi medio siglo que lleva en este mundo. Piensa que parece estar escrito, en
algún libro allá en el Cielo, que la luz del primer día del año lo encontrara
perdido en ese mar de gente, en la estación de trenes, de donde partiría a otro
sitio entrañable y aún no visitado: Anuradhapura, la imponente y voluptuosa
primera capital, allí donde llegaría, dieciséis siglos tarde, a su cita con Fa
Hsien.
Pero antes de llegar a Anuradhapura tenía que llegar a la
ventanilla de la estación, y el tiempo transcurría; y en lugar de avanzar,
retrocedía. Por un momento, consideró aceptar su derrota: esperar hasta que
fuera imposible abordar el tren, buscar zafarse de ese enredijo de gente y
regresar en bus a casa de Mala y de Praxíteles, para arrojarse en el sofá de la
sala y decir —como la zorra— que, al fin y al cabo, las ganas de visitar
Anuradhapura no eran tantas. También Merton se quedó sin visitarla; pero en ese
mismo instante era igual de difícil darse por vencido que seguir intentando llegar
a esa taquilla, donde se formaba una montaña de hombros y cabezas y brazos que
extendían billetes y bocas que les gritaban a los agobiados funcionarios.
El hombre que estaba delante se volvió para hablarle e
indicarle con gestos enfáticos que tres amigos suyos que acababan de llegar
tenían todo el derecho de incorporarse con él a la fi la. ¿Qué podía decir? No
hablaba singalés. Stuti, la única
palabra que sabía no había sido necesaria en esa isla hasta cuando llegaron los
europeos a adueñarse de todo. Era poco probable que el hombre entendiera alguna
cosa de su inglés aparatoso o de su latín mostrenco. De inmediato sintió que lo
empujaban. Miró atrás y vio cuatro o cinco rostros enfurecidos que le hablaban
con manoteos dificultosos. Temió que ocurriera una tragedia. “Una avalancha de
gente como las que ocurren en La Meca”, pensó. Esa muerte no la había
considerado. Imaginó su nombre en la lista de las víctimas que darían los
noticieros. Imaginó las reacciones de conocidos y parientes al otro lado del mundo.
Entonces alzó la mirada al techo manchado de humedad, vio las ruinas
polvorientas de una vieja telaraña, y se resignó a que lo arrastrara ese vaivén
de almas en pena.
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