La columna de Vivir en El Poblado
Es seguro que a todos nos ha ocurrido. Estamos en un café
o en un aeropuerto, descansando o matando el tiempo, cuando alguien se empeña
en dirigirnos la palabra. El futuro de la charla depende de nuestro ánimo. Si
queremos silencio, el otro no tendrá otra alternativa que alejarse y buscar
oídos más atentos. Pero si en nosotros hay disposición, si un gesto revela
algún vestigio de interés, las cosas pueden llegar bastante lejos.
He estado entre aviones las últimas semanas y he sido
terreno poco fértil para el diálogo. Como está pasando mucho en mis adentros,
he preferido cerrar los ojos o leer, limitarme a saludos y despedidas enfáticas
y cordiales con mis interlocutores potenciales. Pero incluso escapando me he
encontrado con ese tipo de charlas que ocurren entre extraños y que a veces son
más abiertas que las charlas entre viejos conocidos.
En el tramo entre Ciudad de México y Bogotá –entreviendo
el escenario de mi novela selvática– releí La
caída, de Camus, y recordé una escena que no ha dejado de impresionarme.
Ocurrió hace como tres años, en un vuelo entre Medellín y Bogotá. Yo había
pedido un lugar en el pasillo porque me gustaba ir al baño sin practicar
gimnasia olímpica. También, lo confieso, porque en ese tiempo creía haber
perdido el interés por lo que se podía ver desde la ventanilla de un avión.
Cuando ocupé mi puesto, ya las otras dos sillas estaban
ocupadas. A mi lado iba un anciano de bigote, piel curtida y atuendo campesino.
Lo saludé, quise escapar a una revista, pero al momento llamó mi atención el
revuelo en la otra silla. Una muchacha como de veinte años gritaba emocionada:
–Dios mío, qué dicha –decía–. Vamos a subir hasta esas
nubes.
Fue sólo el comienzo. La chica se dedicó a admirar en voz
alta el hermoso interior del avión, a alentar con aplausos el despegue de otros
aviones. Se volvía al anciano y le hacía saber con gestos y palabras lo feliz
que se sentía.
Los aviones están llenos de fanfarrones que presumen de
que volar en avión no les parece nada del otro mundo. Muchos torcieron el
cuello, indignados o perdonavidas, en dirección a la muchacha. La explosión de
entusiasmo sería perdonable en una niña, pero a su edad parecía cruzar el
límite del decoro. Me sumé al grupo de los perdonavidas y le pregunté al hombre
si para ella era el primer vuelo en avión. Me respondió que sí. Quise seguir
con la conversación y le pregunté si era su nieta.
–Es mi esposa –me dijo.
Supe que había metido la pata, que con solo una mirada
había juzgado y que mi gesto de sorpresa era una nueva manera de juzgar. En
otras circunstancias habría guardado silencio el resto del viaje. Ahora
necesitaba hacerme perdonar. La chica pasó el viaje entre exclamaciones y
gritos emocionados. Al final del vuelo el hombre y yo éramos amigos. Conocí
muchos detalles de su vida como militar. Supe que sentía la cercanía de la
muerte, que su esposa era la luz de sus últimos años y que el vuelo en avión
era un regalo que ella le había pedido.
Dos cosas me quedaron de aquel viaje. El asombro del
vuelo –he vuelto a pedir ventanilla cada vez que viajo– y la necesidad de recordarme
que no debo juzgar. La caída, de
Camus, es también una charla entre extraños. Tras un encuentro casual en un
bar, un hombre le muestra a otro las hipocresías que lo habitan. Al principio
la charla parece desvergonzada, pero luego descubrimos que aquella confesión es
un espejo en el que se refleja la conciencia del lector. Todo ser humano se
mueve por el mundo convencido de que es justo y que sus actos los inspira la
bondad. Después de leer esa breve maravilla de Camus es difícil creer en la
inocencia que con tanto trabajo nos hemos fabricado.
Publicado en Vivir en El Poblado en agosto 19 de 2016.
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