La columna de Vivir en El Poblado
Las monjas y el cardenal, escultura de Juan Fernando Torres. Plaza Débora Arango.
Los desterrados de hoy en día vivimos con la idea de que
no estamos lejos. Por muy remota que sea la Siberia a la que fuimos a parar,
las redes y aparatos consiguen convencernos de que muchas personas están acompañándonos.
Despierta uno en medio de la nada y sólo basta encender un aparato para saber
en qué andan familia y amigos y apenas conocidos y hasta desconocidos con los
que se aceptó jugar el juego de la proximidad virtual.
Mientras está listo el desayuno, o al final de la
jornada, es posible moverse por parajes vacíos mientras se habla con alguien
que se encuentra al otro lado del mundo. Es posible entregarse al olvido del
sueño sin notar que hubo días enteros en que no vimos a nadie. A ese extraño zumbido
de aparatos podemos agregarle que a veces es posible escapar por unos días y
volver a los sitios que hemos abandonado. Entonces la vida nos sacude con una
atropellada intensidad.
Después de largos meses en el frío y la distancia, el viajero
regresa a su tierra y empieza a calmar toda clase de hambres. Hay abrazos y
besos que debe atesorar. Hay rostros y miradas como piedras preciosas que en
breves instantes desaparecerán. Hay preguntas e historias. Movimiento y
fatiga. Hay días que se escapan y anuncian el regreso a una gran soledad.
Al final de cada día el viajero procura dejar el testimonio
de todo lo vivido. No olvides –escribe– la luna entre los árboles, el ascenso a
esa cima, aquellos colibríes, el hambriento lagarto. Anota ese refrán: “Es
mejor morir de hastío que de ganas”. No dejes que se borre aquella charla en la
que fueron a lugares muy hondos. Apúrate a poner en tu equipaje aquella voz de
acentos errabundos, la tibieza de ese abrazo que conmueve hasta las lágrimas.
Saturado de gestos, de manos, de sonrisas, el viajero
recuerda el destierro interior en que vivía antes de que se marchara. Entonces
no había redes ni aparatos. No había voces remotas ni cercanas. Sólo libros y
discos y páginas en blanco en las que imaginó conversaciones con seres imaginarios.
Embriagado por la aceptación y la aquiescencia se dedica a pensar en la ironía
de haber tenido que irse para encontrar por fin los tesoros ocultos de la
tierra que dejó hace tantos años.
Muy pronto el viajero volverá a su destierro y se apura a
escribir las historias oídas. La del coronel que no quiso ser magnate y
prefirió sembrar de hijos las riberas del río Magdalena. La de la mujer
taxista. La del escritor esclavo de su éxito. La de Jesusita, la mujer cuyo
tranquilo desparpajo salvó la vida de una estirpe populosa.
Los detalles de esa historia se le escapan y quizá sea
preferible que así sea. Ocurrió en algún pueblo de Antioquia que es todos y
ninguno. A un hombre que tenía una carreta le encargaron llevar a Jesusita a la
ciudad donde estaba decidido que se convertiría en monja. El rostro de Jesusita
no mostraba ni alegría ni tristeza. El hombre de la carreta no dejó de notar su
belleza recatada. Muchas veces, a lo largo del camino, se volvió a mirarla. Al
final no se aguantó y le preguntó por qué había decidido hacerse monja.
–Porque nadie ha querido casarse conmigo –dijo Jesusita.
El carretero siguió pensativo un largo rato. Luego soltó
un suspiro:
– ¿Y si te casas conmigo?
–Está bien –dijo ella levantando los hombros.
Jesusita y el hombre de la carreta regresaron al sitio de
donde habían partido. Tuvieron una prole numerosa y sus afortunados
descendientes aseguran que fueron muy felices.
Publicado en Vivir en El
Poblado en agosto 5 de 2016.
No hay comentarios:
Publicar un comentario