La columna de Vivir en El Poblado
Hace un poco más de veinte años, andaba en Cartagena
dedicado a enfrentar uno de los retos más hermosos que he tenido en la vida: la
escritura de un libro sobre los inicios de García Márquez en El Universal. Como Bogotá es la ciudad a
donde van a parar muchas historias de provincia, viajé varias veces a
entrevistar a quienes pudieran darme noticias de esa época en la vida de mi
personaje. Un día estaba hablando con Héctor Rojas Herazo, al día siguiente
estaba con Manuel Zapata Olivella o Ramiro de la Espriella o Gustavo Ibarra
Merlano, y lo bueno de hablar con gente brillante es que queda la ilusión de
que un poco de ese brillo se nos pega.
Mientras me preparaba para escribir el libro, comprendí
que además de las anécdotas sobre García Márquez necesitaba información sobre
el ambiente, las historias y costumbres de Cartagena en la mitad del siglo XX.
Así pude conocer a don Ramón de Zubiría.
Don Ramón de Zubiría nació en Cartagena, en 1922. Estudió
literatura y lenguas romances en los Estados Unidos, fue profesor en España y
–a su regreso a Colombia– revolúcionó el estudio de las humanidades en la
Universidad de los Andes. Fue el impulsor del primer título Honoris Causa que
recibió Borges. Era un reputado estudioso de la poesía española. Pero la fama
de estrella de rock le había llegado a raíz de un curioso programa de
televisión, El pasado en presente,
una tertulia con Abelardo Forero Benavides, sobre cultura, historia y arte, que
estuvo al aire cerca de quince años.
Don Ramón de Zubiría era un gigante del arte de la
conversación. Había abierto los ojos al mundo en medio de charlas de mecedora.
A los 17 años se había ido a la Universidad de John Hopkins para estudiar
bacteriología, pero un accidente en un río lo dejó paralizado. Entonces decidió
estudiar literatura. Fue amigo personal de Pedro Salinas, Jorge Guillén y los
hermanos García Lorca, que andaban exiliados de una España totalitaria. Era un
hombre brillante y nada pretencioso. Decía que en la vida lo único que había
hecho era recibir afecto. Cuando fui a visitarlo en Bogotá, a principios de
1995, no sabíamos que le quedaban tres meses de vida.
Don Ramón de Zubiría me obsequió hermosas imágenes de la
Cartagena de su infancia. Habló con horror de la manera como las máquinas nos
estaban despojando de experiencias vitales y del daño que le estábamos haciendo
a nuestro entorno natural. Aquella vez me regaló una perspectiva del amor que
me acompaña desde entonces (otro día hablaré de esa maravilla). También hizo
una reflexión sobre la muerte, que ahora mismo resulta muy oportuna.
Estaba señalando los anaqueles de su apartamento-biblioteca.
Había dicho que la biblioteca personal debe estar compuesta por los libros que
uno ama. “Un libro no es un objeto. Es un ser humano que está ahí, que no traiciona.
Imagínese, está uno sentado y dice: ‘Óigame, señor Aristóteles, usted podría
explicarme tal cosa’, y el hombre amablemente dice: ‘Con mucho gusto’. Y así
baja Platón, así baja el otro, y es un prodigio tener al alcance de la mano –en
una pequeña biblioteca privada o en una pública– la más alta lucidez,
belleza, brillantez, profundidad en la expresión de la especie humana”.
Entonces agregó una paradoja: “Pero la biblioteca no es
solamente aquellos libros con los que uno quiere vivir –los que ayudan a
vivir–; hay algo que hemos olvidado: los libros nos ayudan a bien morir. A mí
me llama la atención, ahora que se habla del derecho a la vida, que a nadie se
le oiga mencionar el derecho a la propia muerte. A mí me parece de las monstruosidades
más grandes que un ser humano vaya tranquilamente por la calle y que, por X o Y
razón –porque estalla una bomba o un miserable llega por detrás y le dispara
una pistola–, no se le permita vivir su muerte. Cómo es posible que se le prive
a un ser humano de ese derecho”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 30 de
septiembre de 2016.
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