La columna de Vivir en El Poblado
Pensaba escribir sobre The Recognitions, la novela de William Gaddis que es objeto de
culto entre los amantes de la literatura norteamericana. Pensaba recordar que
algunos comparan ese denso mamotreto con Ulises
de Joyce, y que Gaddis inspiró a autores como David Markson, Jonathan Franzen o
David Foster Wallace. Quería hablar del papel que la cultura hispánica juega en
esa catedral literaria que dormita en la penumbra, monumento de una muriente
concepción de la literatura: la de la búsqueda vital y personal. Todo eso
pensaba hacer hasta que la noticia del cese al fuego llegó acompañada por la
noticia de la muerte de Juan Gabriel. Entonces decidí dejarme de gustos de
minorías para hablar de lo que importa de verdad.
Entiendo la alarma de quienes no aceptan que la muerte de
un cantante pueda opacar uno de los anuncios más importantes de nuestra
historia como nación: el del cese al fuego entre bandos que llevan en guerra
más de medio siglo. Pero, con todo y lo trascendental del anuncio, y a pesar de
la esperanza que tenemos en que las cosas mejoren, se trata de un compromiso en
el papel, de un inventario de buenas intenciones que tendrá que traducirse en
hechos de seres humanos –de frágiles, falibles, bienintencionados, pero también
mezquinos y en ocasiones perversos seres humanos. Lo de Juan Gabriel, en
cambio, es un hecho cumplido: la influencia purificadora, doliente y compasiva
de un solo individuo en las vidas de millones de personas.
Debo reconocer que pude ser de aquellos que miran con
desdén la cultura popular. Si no he hablado mal de Ricardo Arjona, por ejemplo,
fue porque me llegó tarde la superioridad moral de quienes lo descalifican.
Pero confieso que pude haberme sumado a ese linchamiento, que hace años lo
habría hecho para que me consideraran culto e inteligente. Por suerte he tenido
maestros que me han mostrado el camino de regreso al hogar, a nuestro lugar
común: la cultura popular.
A García Márquez le oí decir que el arte se nutre de la
cultura popular. De Chesterton aprendí que el lugar común nos salva como seres
humanos. Gustavo Ibarra Merlano me dio una de las mejores lecciones de arte y
vida que he recibido. Un día, hablando de los poetas contemporáneos, me dijo:
“Tienen mucho miedo a expresar el patetismo del alma”. Somos cursis, patéticos,
somos niños que lloran, que piden ser amados, que frente al abandono reaccionan
con ira o con dolor. Todo eso lo sabía muy bien ese juglar que acaba de
dejarnos.
Cada uno tiene una historia sobre la forma como Juan
Gabriel le puso música a su vida. En mi caso, tengo que confesar que todo
comenzó con un error. En algún momento de mi desolada adolescencia escuché a
alguien que cantaba: “Yo no nací para amar, nadie nació para mí; tan sólo fui
un tonto con mi adorno más”. De
inmediato me sentí identificado. “Caramba”, pensé. “Esa es la historia de mi
vida. No nací para amar. Nadie nació para mí. Y, dadas esas dos sombrías
circunstancias, esta vaina alteradiza que me cuelga en la entrepierna es un
adorno innecesario”. Alguien me sacó del error y comprendí que donde yo
escuchaba “con mi adorno más”, lo que el cantante decía era “soñador no más”.
Pero siempre me gustó más la versión cruda y apócrifa de la canción.
Juan Gabriel les puso música a todos los matices del
amor: la traga, el éxtasis, la dignidad y la indignación, los corazones rotos y
los olvidos fingidos y reales. Pero hizo más que eso. Vivió y murió haciendo lo
que quería. Fue rey de burlas, víctima propiciatoria, y acumuló una gran
sabiduría. Asumiendo una persona híbrida, haciendo despliegue de candor y
vulnerabilidad, se echó encima los temores y fantasmas de pueblos enteros
subyugados por la incapacidad para expresar los más simples y agobiantes
anhelos del corazón.
Publicado en Vivir en
El Poblado el 2 de septiembre de 2016.
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