Texto publicado en Vivir en El Poblado,
el 3 de julio de 2010.
Una de las tareas más arduas que he emprendido ha sido la
lectura de la Divina Comedia. Varias veces he tratado de acompañar a Dante en
su viaje inconcebible; de manera repetida lo he visto saludar a ese Virgilio
con quien pudo hallar el rumbo en caminos imposibles; me he adentrado con ellos
en el infierno, sabiendo que después de las escenas más “dantescas” y de las
penas del viaje se encuentra el paraíso; me he armado de paciencia para
interpretar símbolos y para conocer montones de habitantes de Florencia de fines
del siglo 13; pero nunca, hasta ahora, había podido salir de los infiernos y
entrever la esperanza que ilumina el purgatorio.
Muchas razones me hicieron penoso ese viaje. La falta de
compañía era una de ellas. Me ha costado encontrar hoy en día gente interesada
en ese poema sobrenatural. A la soledad se le suma la ligereza con que el mundo
ha llegado a descreer de la imaginería que puebla la obra de Dante. El infierno
ya no asusta a nadie. Si hay cielo o purgatorio es algo que tiene sin cuidado a
la mayoría. Cuesta encontrar a una persona cuyos actos estén gobernados por el
temor a un castigo o por la esperanza de un premio que se encuentran más allá
de los confines de esta vida. Pero aun solo y sin creyentes quiero hablar de
las sorpresas que ha venido a depararme este viaje hasta el final de los
abismos infernales.
Quizá no esté de más decir que la arquitectura perfecta
del poema está compuesta por cien cantos, de los cuales 34 corresponden al
infierno, 33 al purgatorio y 33 al paraíso. Mi último viaje me había conducido
hasta el canto XXX, donde fue viva la emoción al comprender que esos gigantes
que parecían molinos eran el opuesto perfecto, y quizá inspirador, de los
molinos que parecían gigantes en la historia de Quijano el de la Mancha. Resultaba
tentadora la idea de que Cervantes había hecho una alegoría del infierno aquí
en la tierra. Pero esta vez el arrojo me alcanzó para seguir más allá y me
permitió adentrarme en los círculos finales.
Los últimos círculos del infierno son helados y derivan
sus nombres de traidores. En Caína están los que traicionaron y ejercieron
violencia contra los suyos. En Antenora se encuentran los que traicionaron a su
patria. En Tolomea se encuentran quienes traicionaron a sus huéspedes. En
Judeca, en el fondo más hondo del infierno, están quienes traicionaron a sus
benefactores. La distribución podría ser tan solo un capricho de Dante, para
quien la traición era el más vil de los pecados, si no hubiera en Tolomea un
complejo problema teológico: allí es posible hallar las almas de personas que
aún están vivas. La explicación la da uno de los condenados: en el momento en
que alguien comete una traición, su alma es conducida a ese penúltimo círculo
del infierno, y el cuerpo queda a cargo de un demonio.
Uno puede no creer en el infierno o los demonios, uno
puede estar convencido de que las religiones están hechas para controlar
multitudes; pero, si ha seguido de corazón la profunda reflexión ética que es
el infierno de Dante, no puede evitar preocuparse por los riesgos que corre el
alma en cada pequeño acto. Saber que el infierno es posible e inmediato para
aquel que comete una traición tiene un efecto sobrecogedor. El dolor podría ser
insoportable si no llegara a rescatarnos esa luz con que termina el canto XXXIV:
“E quindi uscimmo a riveder le estelle”,
uno de los versos más consoladores que se hayan concebido.
Oneonta (Nueva York), julio
de 2010.
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