La columna de Vivir en El Poblado
No es posible prever las consecuencias que tendrá para
Colombia y América Latina la elección de un pobre diablo como presidente de los
Estados Unidos. Si me piden que intente ser profeta, yo diría que abran campo
porque muchos volveremos con el rabo entre las piernas. Tampoco es necesario
ser un economista para anticipar la crisis de las remesas que sostienen al
borde del abismo a nuestros países. Cada día estará lleno de sorpresas dentro y
fuera de este país del sueño que de pronto se ha tornado en un lugar de
pesadilla.
Conocidos los resultados de las elecciones, algunos quisieron
consolarse con la idea de que la cosa no será tan grave, que el pobre diablo
exageraba para ganar votos y que había que darle una oportunidad. Dos semanas
después, quedan pocos que piensen de ese modo. La mentira fue su caballo de
batalla. El beneficio personal, su motivación. La miseria de su alma será
nuestra desgracia.
Por más que mintiera en sus promesas, hay algo en lo que
el pobre diablo no podía mentir; podía esconder sus intenciones, pero no su
miserableza. Hay que ser un miserable para decir que podría dispararle a
alguien en la calle y que de todas maneras la gente votaría por él. Hay que ser
un miserable para presumir de las propias canalladas o para burlarse de los
defectos físicos de la gente. Hay que ser un miserable, con un complejo de
inferioridad aterrador, para vivir en una casa llena de oro como la suya: “Dime
de qué presumes y te diré de qué careces”. Hay que ser un famélico de afecto,
convencido de que no puede ser amado, para sentir tanto desprecio por la dignidad
humana y tener que comprar la lealtad o la obediencia de quienes lo rodean.
Hay que temerles mucho a las mujeres para odiar tanto a las mujeres. Hay que
tener mucho miedo para querer aplastar todo intento de contradicción. Es
preciso sentirse uno mismo muy poca cosa para querer obligar al mundo a que se
ponga de rodillas. Hay que ser el peor malnacido de que se tenga noticia para
condenar comunidades enteras a los ataques de las hordas que lo eligieron.
Lo que hemos visto después de las elecciones ha sido la
continuidad de la actitud errática que caracteriza a un abusador. Porque el
pobre diablo es un abusador y de la peor calaña; puedo reconocerlo porque he vivido
relaciones con personas de ese tipo y, también, porque he conocido gobiernos
similares. El abusador aísla, para que no lleguen a sus víctimas opiniones
que deterioren su dominio. El abusador distrae: mantiene ocupadas a sus
víctimas en asuntos sin importancia, para que no vean lo esencial. El abusador
mantiene en vilo: nunca se sabe si lo que viene es un puño en la cara o un
cariñito. El abusador destruye la autoestima de sus abusados; dice: “sin mí, no
serías nada”. El abusador se nutre del miedo de sus víctimas; su secreto es
que no se reconozcan como abusadas.
Una de las cosas que más me han fastidiado de estos días
ha sido la repetición constante, en todos lados, a toda hora, del nombre del
pobre diablo. La oposición ignora que cada vez que lo menciona lo legitima; que
toda la energía que se invierte en prestarle atención y reaccionar a lo que
dice o hace es una manera de darle poder sobre nuestras vidas. Me temo que los
gringos cometerán el mismo error que cometieron los colombianos: pararle
muchas bolas a un envenenado que quiere acabar con lo que su odio y su dinero
no pueden obtener.
Prometo que en la próxima columna volveré a hablar de
libros. Pero estos no son tiempos para esconderle el rostro a lo que pasa. Nos
esperan frustraciones y dolor, muchas muertes e injusticias. Tendremos que
enfrentar uno por uno los demonios que han sido liberados y ahora corren por
las calles. Estoy presto a reaccionar como me toque. Pero ese pobre diablo no
tendrá ni mi atención ni mi respeto. Él mismo se hará cargo de su propia
destrucción.
Publicado en Vivir en El Poblado el
25 de noviembre de 2016.
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