En noviembre 1998, un grupo de periodistas de El Universal de Cartagena (entre quienes estaban David Lara Ramos, Rubén Darío Álvarez y Gustavo Tatis Guerra) tuvimos una extensa conversación con Germán Espinosa.
El texto de la entrevista apareció en el suplemento Dominical.
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Germán Espinosa
“La literatura debe
transmitir felicidad y consuelo”
Un
homenaje
A uno le pueden rendir
homenajes en cualquier parte del mundo, así sea en los lugares más importantes,
y nunca se sentirá tan conmovido como cuando se lo hacen en la tierra natal.
Todo esto se le debe a Ricardo Vélez pareja, a quien hay que hacerle un
reconocimiento porque, a partir del momento en que él se interesó, es la razón
por la que Cartagena se ha interesado en mí.
El interés por mi obra
comenzó en Bogotá, que ha sido una ciudad muy generosa conmigo. Medellín es uno
de los sitios donde más me leen. Estuve allí hace dos o tres semanas, hicimos
un diálogo con los estudiantes, y la forma como conocen mi obra es increíble,
hacían preguntas totalmente concretas.
La
Cartagena de la infancia
Cartagena ha tenido una
característica y es que siempre ha habido una élite intelectual muy culta, y
eso es lo que ha movido su vida cultural. Lo deseable sería que la cultura se
extendiera un poco más, porque uno de los graves problemas que ha tenido siempre
es la falta de librerías.
En la Cartagena de mi
infancia hubo un fenómeno muy importante, que fueron los festivales de Proarte
Musical. Esos festivales nacieron de la cabeza de Gustavo Lemaitre, de Adolfo
Mejía y de Ignacio Villarreal. Con los festivales vinieron a Cartagena los
mejores intérpretes musicales de mi época. Mi tío Ignacio fundó una revista que
se llamaba Rapsodia, que recogía todo lo novedoso de la música universal de la
época. Otro que estuvo muy vinculado con los festivales fue Guillermo Espinosa,
que fue el fundador de la Orquesta Sinfónica Nacional, la primera orquesta
sinfónica que hubo en Colombia, que dio luego origen a la Orquesta Sinfónica de
Colombia.
En La
Esperanza
En el colegio de La Esperanza
los métodos represivos eran bastante complicados. Había un instrumento que se
llamaba el “priki-priki”, que era una palmeta que tenía unos huequitos por los
que se metía el aire. Cuando le daban en la mano a un pelado, veía el diablo. A
mí nunca me pegaron, yo no permití; me portaba muy bien únicamente para que no
me pegaran con esa vaina. Pero había un castigo peor: cuando ya la persona
cometía una falta cumbre la encerraban en un cuarto oscuro donde había un
esqueleto…
Pero el colegio La Esperanza
era un excelente colegio, entre otras cosas, para no salir diciendo solamente
lo de los castigos, porque soy muy amigo de Jorge Irrisarri. Había profesores
estupendos, como Rodrigo Caballero, que nos daba literatura, o el papa
Guerrero, que era profesor de francés. Villanueva era el profesor de castellano
y era un purista rígido –era psicorígido, además–, vivía en función de que no
se hablara mal el español y, desde luego, eso servía mucho.
Yo creo que el colegio de La
esperanza era un buen terreno para la literatura. Enseñaban muy bien. Yo después
me fui a estudiar a Bogotá, al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, y
noté la diferencia inmediatamente. Por ejemplo, el doctor José María Irrisarri,
que era el rector –todavía vive– se había educado en los Estados Unidos, tenía
una cultura muy gringa y dictaba, en quinto de bachillerato, la clase de
química en inglés, porque quería que los muchachos que salieran del colegio ya
hablaran el inglés. La clase de inglés, en cuarto de bachillerato, era un
espectáculo. Cuando yo llegué a Bogotá encontré que, por el contrario, la
educación que se impartía allá era muy rígida mientras la de aquí era más
elástica y abierta hacia el mundo. Yo recuerdo haber oído poemas de Tennyson,
de Coleridge, de todos los grandes poetas de la lengua inglesa, de labios del
doctor Irrisarri. En Bogotá lo primero que vi fue una visión introversa del
mundo. Bogotá no se veía sino a sí misma. Cartagena no, Cartagena veía el mundo
entero.
La pataleta
y la ojeriza
Me fui a Bogotá porque me dio
la pataleta: quería estudiar en Bogotá. Hice aquí hasta cuarto de bachillerato,
llegué a Bogotá en quinto, pero me fue como a los perros en misa. A mí me
expulsaron de El Rosario; me expulsó Monseñor José Vicente Castro Silva, el
rector. El Rosario no es un colegio de curas, pero ocasionalmente el rector sí
era un curo, y él me cogió ojeriza desde el conciencia por mi primer libro.
Una de las razones del
traslado a Bogotá era que yo quería situarme allí para publicar mi primer
libro, Letanías del crepúsculo, al
cual yo le daba una desmedida importancia. Cuando lo publiqué, le obsequié un
ejemplar a Castro Silva, lleno de ilusiones de que le iba a gustar aquello, y
resulta que había unos poemas eróticos en el libro, pero de un erotismo
absolutamente inocente, y se escandalizó Monseñor y me reprochó eso , me dijo
que eso era pornografía, me cogió ojeriza desde entonces hasta cuando me
expulsó.
Letanías del crepúsculo
Mi primer libro tiene poemas
escritos desde los doce años. En el más viejo hay un epígrafe de Buda, que debo
confesar que lo encontré en un libro de Amado Nervo, La amada inmóvil, que en aquellos tiempos era muy famoso. Todo el
mundo lo leía y me robé esa frase:
“El agua que rodea la flor de
loto no moja sus pétalos”.
Los profesores de Cartagena
no querían creer que yo había hecho mis primeros poemas. Como mi papá hacía versos
también, me decía: “Eso te lo escribió tu papá. Eso no es tuyo”.
En el
periodismo
Cuando me expulsaron de El
Rosario, me volví a Cartagena y dirigí la página literaria del Diario de la
Costa. Ahí me ganaba un dinero y, como estaba en la casa de mi papá, no había
ningún problema. Pero entonces me dio por volverme para Bogotá, en el año 57, y
traté de conseguir trabajo en el periodismo, que era lo único afín con lo que
yo hacía. En el año 59, ingresé como periodista a la United Press International, donde trabajé cinco años, más que todo
como redactor político, yo cubría Congreso. Durante una época estuve haciendo
un noticiero de televisión que se llamaba “Noticiera Suramericana”, de manera
que yo fui de los primeros que hicieron noticieros de televisión en Colombia.
Hemingway dice que el
periodismo hay que dejarlo a tiempo, si no se puede en algo muy nocivo. Pero la
verdad es una cosa: yo conocía gracias al periodismo cosas que no habría podido
conocer de ninguna otra manera, por ejemplo el mundo de la política.
La última vez que hice
periodismo, propiamente dicho, fue en el año 75, en El Tiempo, donde hacía periodismo cultural. Luego, en el año 77me
nombraron cónsul general de Colombia en Kenya, después fui consejero de la
Embajada de Colombia en Yugoslavia. Cuando regresé se había aprobado la ley que
obligaba a tener tarjeta de periodista. Yo solicité la tarjeta y me la negaron,
entonces no hice más periodismo. Después estuve haciendo unos comentarios, pero
eran culturales. Abandoné el periodismo porque no lo podía ejercer. De haber
tenido la tarjeta, a lo mejor sigo, lo cual ya hubiera sido malo, porque llega
un momento en que uno no debe hacer más periodismo sobre todo porque a mí no me
gustó nunca el periodismo, yo lo hacía por obligación, porque era la única
forma de ganarme la vida. Pero, gustarme, no me gustaba.
El
narrador
Cuando yo tenía veinte años
no había considerado nunca la posibilidad de escribir narrativa. Por ese
entonces recuerdo que hubo un número de la revista Mito que le dedicaron a
Borges (más o menos como hacia el año 59 o 60, o tal vez antes) y yo quedé con
la fijación de ese nombre, Borges. Tan pronto encontré libros de Borges los
compré y aquello fue para mí una revelación. Aquí en Colombia casi nadie sabía
quién era Borges en esa época. También tuve la fortuna de encontrar dos autores
que a mí me parecen fundamentales en la narrativa hispanoamericana: Cortázar
(antes de la aparición de Rayuela, yo
conocía sus cuentos) y Juan José Arreola, el mexicano.
En ese momento yo no conocía
los cuentos que ya había publicado García Márquez, en El Espectador, los que están recogidos en Ojos de perro azul. Conocía, en cambio, muchas cosas de otros
autores, casi todos costumbristas, casi todos con temas relacionados con la
violencia política, y me preguntaba por qué la narrativa colombiana estaba
apegada a un realismo tan mediocre, tan plano, tan insulso, mientras que estos
argentinos estaban lanzados hacia la fantasía y escribían esas cosas tan
bellas.
Entonces fue cuando yo me
dije: “me voy a poner a escribir para hacer que Colombia ingrese en el dominio
de la fantasía, que abandone ese realismo bobalicón”.
La lluvia en el rastrojo
Hay algo que casi nadie sabe:
La lluvia en el rastrojo fue
publicada en el año 94, pero fue escrita en el año 66, Josefina y yo estábamos
recién casados. Yo estaba en un noticiero de televisión que se llamaba Diario
Visión, que era propiedad de Marco Alzate Avendaño, hermano de Gilberto. Con
Marco si me divertía yo mucho haciendo periodismo porque era un hombre
sumamente culto. Hacíamos un tipo de periodismo un poco sofisticado, un periodismo a la francesa, eso
era bonito. Escribí La lluvia en el
rastrojo cuando trabajaba en ese noticiero. Alguien me dijo que esa novela
podría ser montada teatralmente. Lo cierto es que originalmente yo la escribí como una obra de teatro y después la volví
novela.
La noche de la trapa
En la época en que escribí La noche de la trapa (publicada en
1965), se hizo muy famoso en todo el mundo un libro que se llamaba El retorno de los brujos, de Louis
Pawels and Jacques Bergier, el libro fue escrito por Pawels, pero Bergier colaboró
en la investigación. Era un libro que reivindicaba lo esotérico y eso me
influyó mucho a mí. En un momento determinado, Pawels dice: “dejemos de hablar
tanto y veamos una pieza exquisita”, entonces reproducen dos cuentos que son “Los
nueve mil millones de los nombres de Dios”, de Arthur C. Clarke, que es un
cuento maravilloso, y “El aleph”, de Borges.
El cuento “El crisol”(de La noche de la trapa), tiene un epígrafe de “El aleph”, ese cuento
fue escrito al calor de “El aleph”.
Los astros
En una época, cuando vivíamos en Chapinero, me dio por
estudiar astrología. Aprendí a levantar horóscopos y levanté un horóscopo que
todavía tengo por ahí. Salió bastante acertado. Me decía que yo viviría en un
país muy lejano, viví en Kenya un año, y anticipó muchas cosas.
Leyendo enciclopedias
Una vez, hablando con Rojas Herazo, él me decía que uno
debe leer el diccionario como si fuera una novela. Bueno, yo lo leía como si
fuera una novela. No el diccionario, sino las enciclopedias. Eso es delicioso y
le quedan a uno muchas cosas. Yo tenía un ejemplo: Rubén Darío cuando era niño
se leyó dela primera hasta la última
página del diccionario de la lengua; de ahí el léxico esplendoroso que tenía,
porque cuando uno es niño tiene muy buena memoria.
Escribir
Como decía alguna vez, yo para escribir no necesito
silencio ni condiciones especiales. Yo escribo donde sea y como sea… si tengo
la necesidad de escribir. Puedo estarme seis meses sin escribir nada, si no
siento el impulso de hacerlo.
La
tejedora de coronas
La gestación de La
tejedora de coronas fue un proceso largo. Cuando yo terminé de escribir Los cortejos del diablo había quedado
con la necesidad de seguir escribiendo sobre la historia de Cartagena, que yo
conocía desde muy niño en las Historias y
leyendas del doctor Arcos, un libro que a mí me fascinaba. Tenía incluso la
intención de prolongar los personajes de Los
cortejos en La tejedora.
El día 20 de julio de 1969, como tantas veces he contado,
el día que el hombre llegó a la una, después de haberme enterado de todas las
experiencias de la llegada del hombre a la luna, me surgió la imagen de Federico
Goltar descubriendo un planeta, en los días inmediatamente anteriores al asalto
de Cartagena por la flota francesa.
Empecé a escribir la novela en forma de diario, pero en
esa forma habría tenido diez mil páginas. Hice muchas versiones, la novela no
me salía y destruí muchas cosas. Entonces, en el año 80, revisando los
originales viejos me encontré con una frase que estaba por allá perdida en la
mitad de la novela: “Al entrarse la noche, los relámpagos empezaron a
zigzaguear…”, y entonces yo me dije: “Esta es la primera frase de la novela”.
Fue cuando se me ocurrió que no debía tener puntos en los capítulos, sino
comas. Era tanto lo que tenía que narrar, que la novela hubiera salido muy
larga si no se escribe de esa manera.
La Cartagenoise
A los franceses los sorprendió mucho La tejedora de coronas, porque ellos no nos conocen. Los sorprendió
mucho que yo supiera tanto sobre cultura europea. Eso aquí no sorprende a
nadie, porque aquí somos de estirpe europea y la cultura nuestra está penetrada
por todas partes por Europa, pero ellos no lo saben. Ellos piensan que nosotros
no conocemos sino lo nuestro, así como ellos no conocen sino lo de ellos. Todos
los críticos recalcan la erudición en cultura universal, como llaman ellos a su
propia cultura.
Historia y literatura
Algunos autores han dicho que el arte es una forma de
conocimiento distinta de la ciencia y de la filosofía. La historia vista por un
narrador, por un escritor literario, es otra que la historia vista por un
historiógrafo. Nunca se podrá saber quién está más cerca de la verdad, si el literato
o el historiador, pero yo tiendo a creer que el literato puede encontrar otra
verdad que es más verdad que la verdad.
En Los cortejos del
diablo, por ejemplo, yo invento mucho. Cuando estoy escribiendo cosas
relacionadas con la historia, lo que no puedo averiguar me lo invento, pero esa
es la gracia. Es la intuición lo que actúa ahí.
Los lectores y los críticos
Las relaciones con los lectores nunca son tan estrechas como
un quisiera, porque uno no conoce a los lectores.
La crítica, aquí en Colombia, existe (en otros tiempos no
la había), es seria, responsable, y se está haciendo más que todo en las
universidades. Cuando aparece un libro importante, se siente la necesidad de
estudiarlo y, en los departamentos de Literatura, los alumnos reciben una
formación bastante buena.
En los años sesenta no había un solo profesor que hablara
de la literatura que se estaba haciendo en ese momento: de Jorge Zalamea, de
León de Greiff, de Luis Vidales, por ejemplo, porque eso lo desdeñaban. Hablaban
era de literaturas clásicas y dictaban una cátedra totalmente académica,
rabiosamente académica. Hoy no, la cosa es muy diferente, se estudia sumamente
bien a los autores nacionales. La Javeriana, por ejemplo, publicó un libro que
se llama Seis ensayos sobre La tejedora
de coronas, en el que seis profesores escriben sobre la novela. Nada más en
esa universidad se han escrito veinte tesis de grado sobre La tejedora.
Pero también hay críticas sesgadas, como las de Raymond
Williams. El caso no es que me haya dedicado sólo cuatro líneas en su libro
sobre la literatura colombiana –a Mutis le dedicó una–, sino que pronunció una
conferencia contra mí, en Ibagué, y entre las cosas que dijo es que yo no sabía
escribir. Entonces se paró Seymour mentón, que sí es un hombre muy respetable (yo
lo quiero mucho a él, fue profesor de Williams) y le dijo: “Mire, Williams:
Usted no tiene derecho a decir eso. Esto no fue lo que yo le enseñé a usted, es
una falta de respeto”. También se paró Luz Mery Giraldo. Esa conferencia la
mandó a todos los periódicos de Bogotá, buscando que la publicaran. Después
estábamos invitados a –finalmente, él no fue; por fortuna–y me mandó una carta
desde estados Unidos diciendo que me invitaba a desayunar en Baviera para
decirme que si yo no volvía a atacarlo–porque yo lo ataqué una vez, después de
eso–, él tampoco volvería a atacarme. Yo debí guardar esa carta, para tener
constancia, pero me dio tanta rabia que la rompí. Nunca le contesté.
Después lo vi en Cartagena. Habló bellezas de mí en el
Centro de Convenciones. Después hizo un taller aquí y parece que también habló
bellezas. Pero Williams es un bobo. Además, ¿qué cosa importante ha escrito
Williams?
El destino de los libros
Yo sostengo que hay libros que aparecen y venden de
entrada cincuenta mil ejemplares y después nunca se vuelve a saber de ellos,
quedan muertos para siempre. En cambio hay otros libros que no venden cincuenta
mil ejemplares, pero que se van a estar vendiendo siempre. Generalmente, con la
buena literatura pasa eso. Hablemos de cualquier autor. Moreno Durán, un autor
a quien yo admiro mucho, no vende los cincuenta mil ejemplares de Germán Castro
Caicedo; pero Moreno Durán se va a estar vendiendo siempre, mientras Castro
Caicedo desaparece del mapa en cuestión de meses. Son modas. Yo no le reprocho
nada a mi tocayo, Germán Castro, a quien quiero mucho, porque es un excelente
periodista, es el mejor periodista que hay en Colombia. Sus libros son
periodísticos, y él está consciente de eso, una vez me lo dijo: “Yo no estoy
compitiendo contigo, yo soy periodista”. Desde luego, los temas que él trata
son palpitantes y por eso se venden como pan caliente, pero eso no es
literatura. Ni él está tratando de hacer literatura. Mal haría en tratar de
hacer literatura, porque él no es literato.
García Márquez
Óigame, el García Márquez de El otoño del patriarca hacia atrás es un maravilloso escritor. De El otoño para acá es un mal escritor. Yo
no he encontrado después nada que valga la pena. Pero él hace los libros con la
intención de que se vendan mucho y lo logra.
Cortázar
Para mí, de los narradores del Boom, el gran narrador es
Cortázar. Cortázar es un tipo a la estatuar del que le pongan, además de ser un
hombre que desarrolló un estilo sumamente propio.
El más grande escritor
Pero el más grande escritor del siglo XX ha sido Borges.
Borges es un monstruo, es la máxima admiración para mí. Y he sido gran
admirador de Thomas Mann y de Aldous
Huxley, grandes novelistas, pero Borges los deja chiquitos.
El gran donde Borges es la gracia y la sencillez con que
lo dice todo. Es una cátedra de filosofía. Yo releo mucho a Borges, y cuando
estoy ante cuentos como “La lotería de Babilonia” o como “La biblioteca de
Babel”, pienso que ese tipo estaba endemoniado, no parecen escritos por un ser
humano, sino por un semi-dios, son unas trampas superintelectuales, parece increíble
que las haya producido un simple mortal.
La otra cosa admirabilísima de Borges es el humor, es un
humor muy fino, muy a la británica, él es de formación muy inglesa.
Los sueños y la muerte
Yo encontré una copincidencia entre la filosofía de
Dunne, que es un inglés que escribió un libro sobre el tiempo (por cierto,
Borges lo comenta, pero ahí fue un poco frívolo, se burla de Dunne) y la
filosofía oriental. Dunne dice que hay varios niveles de tiempo: un tiempo uno, un tiempo dos y un tiempo tres. Dice que al morir
nosotros vamos a ingresar espacial y geométricamente en el tiempo
dos, pero tenenos en los sueños una experiencia del tiempo dos, de ahí los sueños en que se anticipa un suceso futuro,
que son muy frecuentes. En el tiempo dos,
lo soñado ya ocurrió o está determinado que ocurra, y se filtra por el sueño
hacia el tiempo uno. Dunne dice que
esta vida en el tiempo uno, que es
donde estamos prisioneros ahora, debe ser una preparación para entrar al tiempo dos. Curiosamente, en el budismo
se dice que aquel que sea capaz de gobernar los sueños mientras sueña podrá
gobernar los estados de ser en la otra vida. De manera que el budismo dice
exactamente lo mismo que Dunne, y lo dice veintiséis siglos antes. Esa
coincidencia fue la que me inspiró el cuento El gesto del profeta.
El tiempo tres,
de Dunne, es una belleza, es el tiempo de la creación estética. Cuando hayamos
vivido el tiempo dos, y pasemos al tiempo tres, vamos a vivir en el orbe
dela creación artística, podremos saludar a Don Quijote o a Helena de Troya.
Relecturas
El libro que yo más releo, porque a Borges lo constantemente,
es En busca del tiempo perdido, de Proust.
Releo mucho a Chesterton, que me gusta; leo mucho a Maupassant.
Dios
Respeto profundamente las religiones. Yo me eduqué en la
religión católica y, desde luego, tuve que conjurar todos los espectros –si es
que los he logrado conjurar– que dejó en mí la educación cristiana. Yo pienso
que aunque yo haya renunciado a la práctica
del cristianismo, digamos a ir a misa, a confesarme, a comulgar; si bien yo he
renunciado a eso, creo que en el fondo sigo siendo un cristiano que está muy de
acuerdo con la prédica de los evangelios. Pienso que los evangelios son lo más
bello que se ha escrito (ese es otro libro que yo releo a menudo, la Biblia, a
mí me encanta). Creo que la doctrina de Cristo es inobjetable, lo que pasa es
que la iglesia ha hecho todo lo posible por destruirla, por convertirla en un instrumento
de poder.
No creo que nadie pueda ser ateo. Cuando uno se pone a
ver todo ese conjunto de misterios que es el universo, la sabiduría de la
naturaleza, esa inteligencia que actúa en todas las cosas… (a mí hay cosas que
me dejan pasmado: hay flores, por ejemplo, que imitan en su cáliz el cuerpo de
la hembra de la abeja, el macho copula con la flor y todo eso sirve para que el
macho al salir esparza el polen), esa inteligencia de la naturaleza para crear
esas cosas, eso es Dios. De manera que no es que uno crea o no, sino que ahí
está.
Los padres
Yo creo que a mí me hizo literato mi papá. Eso no lo sabe
casi nadie, porque además ni se acuerdan de él, pero mi papá era principalmente
un literato. El escribía poesía. A partir de mañana me voy a dedicar a buscar
los poemas de mi papá, en la casa de mi hermano, porque quiero publicarlos,
eran excelentes.
Mi papá me enseñó, y yo me aprendí de memoria, Anarcos de Guillermo Valencia, que es un
poema larguísimo, y nunca se me ha olvidado. De manera que ya me estaba
volviendo literato. Claro que cuando él se dio cuenta de que yo quería
dedicarme exclusivamente a la literatura se alarmó por completo, y tenía la razón.
Mi mamá no aceptó nunca que yo fuera escritor, ella quería
que yo fuera abogado. Pero resulta que cualquier cosa habría podido yo ser en
esta vida, menos abogado. Tal vez, abogado penalista. Se llamaba María Teresa
Villarreal, su temperamento era muy difícil, eso lo sabía toda la familia y lo
excusaba, nunca me perdonó que me dedicara a la literatura y me torturó toda la
vida, me trató muy mal. Mi papá era todo lo contrario, era un hombre pacífico,
no se alteraba por nada, podía estar cayéndose este mundo y no se inmutaba, no
tenía sistema nervioso. Él era una persona ideal para que estuviera casado con
ella, no lo mortificaba nada lo que ella hacía.
Memorias, sí pero no
He pensado escribir memorias, pero nunca me dedico, tal vez
porque de pronto no me parezca tan importante lo que me ha pasado, o porque
pienso que si uno se pone a escribir memorias termina transmitiendo cierta
amargura. A todos nos han pasado cosas tremendas en esta vida, sobre todo en un
país como éste. Pienso que si uno escribe memorias necesariamente tiene que
transmitir amarguras y no tengo ganas de transmitirlas.
Yo pienso con toda honestidad que la literatura debe
transmitir felicidad y consuelo.
El bastón
Cuando la gente quiere conjurar algo que puede ser
agorero toca madera. No hay mejor forma de estar tocando madera todo el tiempo.
Hace diez años uso el bastón, a mí toda la vida me gustó el bastón como prenda,
como adorno, pero yo no me atrevía a usarlo porque podían decirme que estaba
muy joven para usar bastón y se iban a burlar de mí. Pero el día que yo cumplí cincuenta años –el
30 de abril de 1988– dije: “A los cincuenta años ya un hombre sí puede usar
bastón, ya no se pueden burlar”, y ese día compré el primer bastón. Ahora tengo
seis bastones. Éste lo compré en Barcelona y no costó nada, costó como ocho mil
pesos colombianos, pero me encantó.
En Suiza me regalaron uno. Resulta que me presentaron a
un anticuario de New Chatel, que es un adorable pueblo de la Suiza francesa, y
el tipo había leído La cartagenoise, quedó
fascinado con la novela y me tomó una admiración enorme. Como yo llevaba un
bastón que me regaló Ricardo Vélez, me dijo: “esos bastones aquí no se usan
sino cuando uno se rompe una pierna, yo le voy a regalar un bastón digno del
autor de La cartagenoise y me regaló
un bastón de puño de plata que tiene grabados cuatro nombres que no sé qué
significan, yo le escribí un poema y se lo mandé, hablando de los cuatro
nombres. Ese bastón debe tener un siglo, debió pertenecer a algún aristócrata
suizo, es un bastón precioso.
Miedo
Le tengo miedo a Colombia. Colombia todos los días me da
miedo. Cada vez que veo los noticieros o leo las primeras páginas de los periódicos
siento terror, a eso es a lo que más le tengo miedo. En otros tiempos le tenía
un miedo tremendo a la muerte, pero a medida que uno se va volviendo viejo ya
no le teme.
Cuando estoy escribiendo un libro me preocupa morirme sin
haberlo terminado. Eso sí. Lo que me preocupa es morir sin haber acabado de
hacer todo lo que uno tenía que hacer en esta vida. Yo creo que uno trae
misiones específicas. Creo un poco en el destino, aunque creo en un destino
flexible. Creo que uno sí trae una misión a este mundo y tiene que cumplirla,
si no lo hace, comete una traición al universo.