Todos se han
ido.
Eric pasó los ojos por los trazos, vio el
brillo fugaz de la tinta antes de hundirse y fijarse en el papel.
No queda
nadie.
Sólo en ese momento, sentado en el parque, se atrevió a
admitir que la desolación, una vez más, había cumplido su tarea. Volvió a
sentirse como el último hombre que sale de un edificio, el que apaga las luces
y cierra las puertas. Después de unos años que en ese momento sentía
superfluos, volvía a ser lo que fue en otra ciudad —irrecordable—, lo que quizá
seguiría siendo hasta el último alarido.
Queda nadie.
Nada.
Nada fue lo que encontró al abandonar el cuarto junto al
patio, liberado y culpable, con las últimas líneas de su libro secándose en el
último renglón del último cuaderno. Nada en todos los rincones de la casa. Nada
en esas casas frente a su casa, nacidas para él cuando ya nadie las habitaba
—negándole el esperable paisaje de los patios—, recordándole con sus fachadas
silenciosas que, mientras estuvo ausente, Élice tuvo tiempo para crecer, para
ver nacer barrios y calles, pero también para vivir el éxodo y las muertes, la
ausencia instalándose implacable.
Sólo el sol,
entrando por un tonel vacío que alguien dejó caer junto al lago del parque,
quizá por la prisa de marcharse.
Imaginó la multitud que entró por la puerta que nadie
había cerrado: asomándose primero con sigilo, eligiendo algún mueble o espejo,
marchándose triunfales con trofeos de una guerra en la que no hubo adversarios.
Sólo el sol
y el viento y la ruina.
Ruinas fue lo que vio cuando regresó a su refugio de
meses: en el amarillo de las hojas, en el desmoronamiento de sus trazos. Ruinas
de ceniza fue lo que vio en el patio, al amanecer del día siguiente, después de
haber alimentado el fuego durante toda la noche. Ruina fue la solitaria
despedida que lo obligó a consolarse con tiempos ilusorios. Ruina el ardor que
seguía corroyéndolo en el fondo del estómago. Ruinas chirriantes las casas, el
parque, la tienda de puertas clausuradas, la encía desdentada de los arcos del
mercado, la iglesia con sus puertas abiertas para nadie. Crujido de olas lentas
la ciudad abandonada.
Cuando guardó el papel en la maleta, comprendió con
sorpresa que en pleno mediodía empezaba a anochecer. La luz había adquirido un
color ceniciento y las sombras de las cosas parecían tener vida. El aire
vibraba ansioso, desconcertado, hecho de jirones fríos.
Eric buscó el sol en lo alto y lo vio herido de sombra,
intentando sacudirse con destellos desesperados y violentos la piedra que
trataba de extinguirlo. Vio su humillación lenta, su agonía, la furia de sus
rayos. Pasó en vela esa noche fugaz y estrellada, viendo el desconcierto
furtivo de los animales, sintiendo la presencia asfixiante de una multitud de
sombras.
“Y si siempre fuera así”, alcanzó a pensar, antes del
amanecer. “Cómo seríamos, qué pensaríamos, qué sabríamos y qué ignoraríamos,
qué nombres daríamos a las cosas, si nuestras vidas transcurrieran todo el
tiempo bajo esta penumbra”.
Pero el furor de la luz arreció contra la piedra y sus
ojos volvieron a ser heridos por el resplandor del día.
Cegado por la visión, buscó a tientas su maleta y caminó
hacia el mercado. Eligió una canoa liviana. Puso en la proa el equipaje, los
zapatos y el saco del vestido que fue de su padre. Se movió con cautela en la
playa de cáscaras. Con un pie a bordo y el otro en el piso viscoso, llevó la
canoa hasta la ingravidez del agua. Cuando la sintió flotar, se apuró a
sentarse y a remar.
Al principio sólo era alguien aturdido, obsedido, que al
parecer huía. Pero pronto empezó a sosegarse. Fue instalándose en esa libertad
recién conquistada, en ese presente de olas espumosas y brisas saladas.
Remando sin prisa,
bajo la luz de ceniza que aún no terminaba de desvanecerse, le habló a algo
impreciso que estaba más allá de la maleta.
—Mira la ciudad —le dijo—. No hace mucho que salimos y
casi ni se distingue. Pronto sólo veremos la montaña y, unas horas más tarde,
ya no veremos nada.
Ella asintió en silencio.
Al pasar por un costado de la isla empezó a preguntarse
si sería necesario aquel naufragio, esa larga penitencia de fríos y calores. Se
preguntó si no sería mejor abrir de una vez la maleta y entregarle esos papeles
y cuadernos a las olas, las entrañas insensibles de los peces y las sombras
mojadas de las algas.
“Ya veremos”, pensó.
Al final de esa tarde miró al sol compasivo.
“No has tenido un buen día”, le dijo.
Cuando cayó la noche, el sol aún brillaba detrás de sus
párpados.
Fragmento de Criatura perdida (2000)
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