Felisberto Hernández
El hombre sombra
A finales de 1996, la editorial Du Seuil de París editó un volumen de 640 páginas con las obras
completas de Felisberto Hernández, un extraño escritor uruguayo nacido en 1902
y muerto el 13 de enero de 1964, en medio de un reconocimiento tan exiguo que
bien podemos llamarlo anonimato.
El 2 de febrero de 1997, la revista L’Express dedicó una página de su prestigiosa sección de libros a
la vida y la obra de este hombre al que definió como “una sombra” que “pasó por
la literatura latinoamericana en la punta de los pies", a pesar de ser “uno de
los más grandes del siglo”.
Todo esto podría pasar por una anécdota más, de las
tantas que ofrece la literatura, si no tuviera una connotación especial. Lo
asombroso es que con esta edición en francés de sus obras completas empezaron a
cumplirse las palabras proféticas del mismo Felisberto Hernández, quien, a
mediados de los años cuarenta, dijo: “Seré reconocido dentro de cincuenta años”.
El reconocimiento apenas comienza. A pesar de que autores
como Juan Carlos Onetti, Ítalo Calvino, Julio Cortázar y el mismo Gabriel García
Márquez, admiten haber sido influidos por Felisberto Hernández, su obra es muy
poco conocida en América Latina.
Salvo unos pocos estudiosos en universidades norteamericanas
y algunos lectores acuciosos del resto del continente, pocos han oído hablar
siquiera del autor de obras maestras como Las
Hortensias, La cada inundada, El caballo perdido o Diario de un sinvergüenza.
Un hombre
triste
Para evitar apuros describiéndolo, podemos recurrir a una
definición que dio de sí mismo en La casa
inundada: era “un sonámbulo de confianza”[1].
Toda su obra nos muestra el mundo como pudiera verlo un sonámbulo que ha salido
a caminar con los ojos abiertos. A la luz de su extraña mirada, la realidad es
un flujo desconcertante en el que los objetos suelen tener más vida que los
seres humanos.
Amparado en una inocencia aterradora, Felisberto nos
cuenta su vida a través de relatos despojados de ficción que, sin embargo,
parecen relatos fantásticos. Su territorio es el recuerdo. La oscuridad es su
ambiente. Su cuerpo poblado de multitudes en conflicto fue al mismo tiempo su
paraíso y su infierno. Y la tristeza, una tristeza lenta y desapegada como la
de alguien que ha llorado demasiado, es el tono constante en sus escritos.
Felisberto Hernández fue el hijo mayor de una familia de
obreros montevideanos. Su infancia estuvo marcada por la violencia de una tía
con la que vivió varios años y por las clases de piano que fueron su tabla de
salvación. A los quince años tuvo un insólito contacto con el cine: trabajó
como pianista, acompañando películas de cine mudo. Pasó su vida entre
conciertos de piano y ediciones de libros que nunca alcanzaron un éxito
notable. Tuvo infinidad de amoríos y matrimonios. Quizá el hecho más importante
de su vida fue su permanencia de dos años en París –entre 1946 y 1948–, gracias
a una beca del gobierno francés que le consiguió el poeta Jules Supervielle. Después
regresó a Montevideo y se ocupó hasta su muerte en oficios intrascendentes que
sólo abandonaba esporádicamente para ofrecer sus conciertos. Al morir era más
conocido como pianista que como escritor.
Sus fracasos matrimoniales fueron el reflejo de la
imposibilidad que tenía para relacionarse con el mundo. Se movía con dificultad
entre multitudes. El más leve ruido, la interrupción más insignificante,
conseguía distraerlo de su tarea creativa. Toda su obra está marcada por una
tristeza honda, pero sin patetismos.
En su magistral texto “Para que nadie olvide a Felisberto
Hernández”[2],
Tomás Eloy Martínez nos da una idea de lo extrañas y difíciles que fueron sus
relaciones con el mundo. Después de una separación de más de veinte años,
Felisberto entabló una estrecha relación con Mabel, su hija del primer
matrimonio. Las relaciones entre padre e hija fueron muy afectuosas, pero la
tragedia se hizo presente de manera reiterada.
“Hacia 1955”, cuenta Tomás Eloy, “la hija mayor de Mabel
murió quemada al derramarse una olla de leche hirviendo; meses después, una segunda
niña que vestía un trajecito de nylon fue alcanzada por una explosión y agonizó
durante una semana sin que Felisberto se moviera del hospital. Cuando esta niña
también murió, quiso acompañar a Mabel hasta la morgue. Juntos descendieron por
la escalerita estrecha que llevaba al sótano de los menores, y fue él quien
descubrió sobre una mesa de mármol el cuerpo vendado de la nieta. Mabel no
quería separarse del cadáver y permaneció abrazada al mármol durante más de una
hora, hasta que los médicos la apartaron. Felisberto no se movía de su lado,
con los ojos fijos en el blanco de la pared. Cuando salió, Reyna Reyes –que era
entonces su mujer–lo sacó del trance para preguntarle: '¿En qué pensaste todo
ese tiempo? Y no pudo creer que fuera verdad la respuesta que recibió: ‘Estuve
imaginando un cuento que se titulara Los
dolores ajenos’”.
De película
Para empezar a hablar de cine, podemos decir que la vida
de Felisberto Hernández permitiría escribir un guion extraordinario. Muchas son
las anécdotas que hacen de él un ser humano y un artista singular, sólo
comparable con él mismo.
En primer lugar tenemos su éxito equívoco como pianista.
A esto se le suma su declarado anticomunismo. Felisberto atacó abiertamente a
este movimiento y llego a participar en la elaboración de listas de posibles
personas vinculadas al mismo. Lo paradójico del asunto es que estuvo casado
–sin saberlo nunca– con una espía de la KGB.
Durante su estadía en Francia, Felisberto había conocido
a María Luisa de las Heras, una mujer nacida en Ceuta que se desempeñaba como
costurera. Se casaron en Montevideo en 1948, y el matrimonio duró dos años. Recientes
investigaciones han revelado que su nombre verdadero era África de las Heras, y
que fue una de las más respetadas agentes de la KGB en América Latina. Sus
restos reposan en Moscú.
Hasta el final de su vida, a Felisberto lo persiguieron
las situaciones extremas. Cuando murió, su cuerpo estaba tan hinchado que fue
necesario sacarlo de la casa por la ventana y, como si fuera apoco, el cadáver
permaneció dos horas a la sombra de un árbol en el cementerio del Norte, en Montevideo,
mientras los operarios ampliaban la fosa para que pudiera albergarlo.
Una nueva
manera de mirar
La vida y la obra de Felisberto Hernández pueden ser
abordadas desde muy diversas perspectivas. Por lo pronto quisiera invitarlos a
reflexionar sobre la influencia del cine en su obra. Pero antes quiero hacer
una pequeña digresión. Siempre que se escribe sobre el cine, la atención suele
dirigirse a la película como hecho acabado e inmodificable. La sobra del teatro
parece conspirar para que se olvide que el espectador también es autor de lo
que mira, porque construye una historia personal con las luces que observa en
el telón.
Apelo a esa concepción, del espectador como autor de lo
que observa, para justificar este y otros textos en los que he analizado la
influencia del cine en algunos autores latinoamericanos. En el caso de Felisberto
Hernández, la idea de buscar esa influencia parte de una anécdota que nos lo
muestra en 1917 y 1918, vestido de frac en la oscuridad de un teatro, animando
con un piano las películas mudas de Mack Sennett, Charles Chaplin, Teda Bara o
Mary Pickford.
El cine apenas nacía. El arte del siglo veinte empezaba a
masificarse y, lo más importante, transformaba de manera radical los hábitos de
percepción. Hasta ese momento, la experiencia visual de muchas personas se
limitaba a las imágenes del entorno y lo que cada quien podía ver en
fotografías o grabados. Con la llegada del cine, la experiencia visual se
ensancha de manera prodigiosa.
La ensayista española María Zambrano reflexionó sobre el
asunto: “A medida que el séptimo arte ha llevado sus ojos por el mundo para
traernos la imagen, el universo de nuestra imaginación, el número de imágenes
sensibles y de las soñadas ha crecido fabulosamente. La cámara ha soñado pro
nosotros y para nosotros; ha visualizado nuestras quimeras, ha dado cuerpo a
las fábulas y hasta a los monstruos que escondidos se albergaban en nuestro
corazón. Si fuera posible la ingente tarea, podría tal vez comprobarse que los
sueños se han hecho diferentes en las gentes público de cine, pues ciertos
sueños nos los proporciona ya forjados la pantalla, dejándonos para dar forma a
otras musarañas inéditas”[3].
En el caso de Felisberto Hernández nos encontramos ante
un escritor de extraordinaria sensibilidad que además tuvo contacto estrecho
con el cine. Su obra bien puede ser de las primeras en la literatura universal
que asimilan, en su estructura poética, la riqueza de imágenes del cine.
Los ejemplos abundan.
En Diario de pocos
días (1929), una de sus primeras obras, el narrador compara sus ojos con
una cámara cinematográfica: “Ahora quiero agarrarlos a todos (…) y pasarlos por
mi máquina cinematográfica a todo lo que da”. Más adelante, en el mismo relato,
agrega: “me detendré a pensar cuando me levante con la maquinita
cinematográfica y vea la cinta con “ralentisseur”[4];
entonces los pensamientos me marcharán tan lentos como las patas de los
caballos cuando van a dar un salto”.
El cine es una de sus metáforas preferidas para referirse
al flujo del pensamiento. En El caballo
perdido dice: “De todos los lugares y de todos los tiempos llegaban
personas, muebles y sentimientos (…) Pero aunque en el momento de llegar se
mezclaran o se confundieran –como si se entreveraran pedazos de viejas
películas– enseguida quedaban aislados y se reconocían y se juntaban los que
habían pertenecido a una misma sala”.
El cine también le sirve para hablar de sus recuerdos.
También en El caballo perdido, cuando
intenta recordar a su primera profesora de piano, dice: “En aquel tiempo su voz
también debía tener gusto a ella; pero ahora yo no recuerdo nada directamente
que sea de oír; ni su voz, ni el piano, ni el ruido de la calle: recuero otras
cosas que ocurrían cuando en el aire había sonido. El cine de mis recuerdos es
mudo. Si para recordar me puedo poner mis ojos viejos, mis oídos son sordos a
los recuerdos”.
Hablar de las numerosas alusiones al cine que hay en la
obra de Felisberto Hernández no es suficiente para testimoniar la poderosa
influencia que el séptimo arte ejerció sobre él. Es necesario también
considerar la presencia notable de la experiencia visual en muchas de sus páginas,
para entender que su mundo narrativo está dominado por algo que podemos
denominar una poética de la luz.
En la obra de Felisberto abundan los lugares oscuros, los
teatros, los túneles, los cuartos cerrados: encontramos referencias permanentes
a lentes o espejos. Los ojos suelen ser el rasgo más notorio de sus personajes
y, como si fuera poco, muchos de ellos son ciegos. En Por los tiempos de Clemente Colling, el narrador recuerda la época
de su vida en que fue alumno de un pianista ciego. Uno de los momentos más
estremecedores del relato se da cuando el narrador entra al cuarto en sombras
donde duerme su maestro. Justo en el momento en que descubre un espejo y piensa
que el hombre no podrá verse jamás en ese espejo, el ciego se despierta.
De ese mismo relato es este pasaje:
Yo, con el egoísmo del que posee algo que otro no posee,
pensaba en el goce de estar en la noche, después de acostado, recibiendo el ala
de luz de una portátil de pantalla verde que diera sobre un libro en el que uno
leyera y tuviera que imaginarse el color, una escena en los trópicos, con mucho
sol, todo el color que uno se pudiera imaginar, sobre las montañas y sobre
todos los verdes de la selva. Pensaba en toda una orgía y una lujuria de ver;
la reacción me llevaba primero a la grosería de la cantidad y después al
refinamiento perverso de la calidad; desde las visiones próximas o lejanas
cegadoras de luz, en paisajes con arenas, con mares, con luchas fieras, de
hombres, hasta el artificio del cine; y el cine, desde un choque de aviones,
hasta una de esas fugaces visiones que aparecen fugaces al espectador pero que a
las compañías cinematográficas les cuentan lentitud y sumas fabulosas; después,
la visión de toda clase de microbios moviéndose en la clara luna de un lente; y
después todo el arte que entra por los ojos; y hasta cuando el arte penetra en
sombras espantables y es maravilloso por el solo hecho de verse.
En la noche, antes de
dormirme, suponía la tragedia de los ciegos; pero –y me resultaba curioso– esa
tragedia de ellos no me la podía suponer sin imágenes visuales.
En Lucrecia hay
una mujer a quien se le rompe un ojo de vidrio, y llora desconsolada con su ojo
sano. En ese mismo relato, Felisberto nos habla de la impresión que tuvo cuando
era niño y una maestra le hizo notar que “los ojos eran las
únicas partes dobles del cuerpo que giran al mismo tiempo”.
En El acomodador,
el protagonista es un hombre que ayuda a buscar sitio a los espectadores de un
teatro y dice tener una luz en los ojos que le permite moverse en la oscuridad.
En ese mismo relato, la “lujuria de ver” lleva al protagonista hasta el límite
del horror:
Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba
algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de
ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un
color amarillo verdoso parecido al de mi cara, aquella noche que la vi en el
espejo de mi ropero. Aquel color se hacía brillante en algunos lugares del pie
y se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me
hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza
como un humo sin salida. Empecé a hacer de nuevo el recorrido de aquel cuerpo;
ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura de su vientre
encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella más que los huesos. No
quería mirar más y hacía un gran esfuerzo por bajar los párpados. Pero mis
ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de sus órbitas,
siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó a la cabeza de
ella. Carecía pro completo de pelo y los huesos de la cara tenían un brillo
espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al
mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido.
Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar: por una puerta
que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la hija.
Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el
mayordomo no dejaba de gritar:
–Él tuvo la culpa; tiene una
luz del infierno en los ojos.
El movimiento y las imágenes
Quiero agregar una prueba adicional sobre los singulares efectos
del cine en la obra de Felisberto Hernández. Para ellos debemos remontarnos a
una de sus primeras obras, El caballo
perdido, donde el autor expresa uno de los conceptos más determinantes de
su estilo: “las imágenes se alimentan de movimiento”.
El movimiento es una de las características fundamentales
de la obra de Felisberto Hernández. En pocos autores hay tal abundancia de
metáforas móviles, comparaciones ya no con objetos o apariencias, sino con procesos
complejos que son, en sí mismos, pequeños relatos dentro del relato.
En El cocodrilo
(la historia de un hombre al que la cara le
llora), “el día entraba por la ventana con la confianza ingenua de un animal”.
En las dos
historias: “Ella me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que
eran pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los
pensamientos hacían gimnasia y, cuando ella vino, todos los pensamientos saltaron por
la venta”.
En La mujer
parecida a mí, el caballo que cuenta la historia nos dice: “Por caminos muy
distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren
por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo; y
otras veces ellos se desbordan”.
En ese mosaico de metáforas móviles no pueden faltar los ojos
del narrador. En Lucrecia, una
historia en la que el protagonista viaja varios siglos atrás para encontrarse
con Lucrecia Borgia, el narrador nos cuenta que “esperaba que mis ojos
eligieran un objeto cualquiera y se lo fueran tragando despacio, y agrega que “los
pobres habían tenido que vivir como bestias acosadas”.
Y una más, tomada del relato Un comedor oscuro, que forma parte del volumen Nadie encendía las lámparas: “uno de los mozos era miope y andaba
detrás de unos cristales muy gruesos (…) en una mano llevaba una bandeja y con
la otra iba tanteando a la gente. Era divorciado, vuelto a casar y lleno de
hijos chicos. Nosotros lo contemplábamos como a un vaporcito que navegaba entre
islas, encallando a cada rato o descargando los pedidos en puertos equivocados”.
Al pie de la
vaca
Quizá no esté de más agregar que Felisberto Hernández fue
un cinéfilo obsesivo. Cuando están tristes, muchos de sus personajes se refugian
en el cine. De su temprano trabajo como pianista de películas mudas, le quedó
la costumbre de sentarse en las primeras filas de los teatros. En uno de sus
últimos textos dice: “Me acostumbré a ver el cine al pie de la pantalla –como
quien dice: tomar la leche al pie de la vaca”.
Su oficio de pianista de cine lo llevó a ver muchas veces
la misma película. Pero, por su propia cuenta, llegó a ver doce veces con su
hermana la cinta Pobre niña rica, con
Mary Pickford. Escribió cartas de amor en el respaldo de los boletos de cine. Sus
películas preferidas fueron Ben Hur y Los diez mandamientos y, pocas semanas
antes de morir, vio Lawrence de Arabia
tres veces en un día.
Con todo y esto, en la obra de Felisberto Hernández hay
muy pocas referencias extensas a su afición por el cine. En un texto muy corto,
que jamás terminó, nos dejó el testimonio de los efectos que el cine producía
en él –y en cierta forma produce en muchos de nosotros: “A mí me había quedado
en la sangre todo el lujo y los pasos lentos de aquella película;
y al salir del cine, no sólo caminaba lentamente y se me erizaba la piel al
imaginarme que cruzaba mundos de grandeza, sino que evitaba tropezar con la
gente y trataba de que mis pasos no tuvieran ninguna detención brusca y no me
despertaran de aquel sentimiento de las cosas. Si algún pequeño accidente me
obligaba a poner atención en él, yo tenía la actitud de una condescendencia
disimulada y enseguida volvía a tomar el ritmo de mi vida, que era desconocida para
toda la gente que salía conmigo, pero que tenía que ver con lo que acababa de
ocurrir en la pantalla”.
Felisberto Hernández y su obra literaria son hijos del
cine. Jugando a ser profetas, podemos vaticinar que algún día –cuando termine
de llegarle el reconocimiento–, el cine tendrá que ocuparse de la vida de este
sombrío uruguayo. Quizá entonces su tristeza se disipe como el humo de un
pequeño vaporcito que se pierde poco a poco en un brumoso horizonte.
Ponencia presentada el 11 de octubre de 1998, en la sede de Comfamiliar Risaralda (Pereira), en el marco del Encuentro Nacional de Críticos de Cine.
Texto publicado en el Dominical, de El Universal de Cartagena, el 18 de octubre de 1998.
[1] Todas las citas de la obra de Felisberto Hernández
han sido tomadas de sus Obras completas,
en tres tomos. Siglo XXI Editores, México. 1983.
[2] Martínez, Tomás Eloy. Lugar común la muerte. Ed. Planeta,
Buenos Aires. 1998.
[3] Zambrano, María. Las palabras del
regreso. Amarú Ediciones, Salamanca.
1995. Pg. 207.
[4]
Cámara lenta
Excelente recorderis de un hombre que enalteció la literatura latinoaméricana.
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