martes, 22 de agosto de 2017

El cine como relato

"Conviene recordar que las películas que hoy vemos –como los libros que leemos– siguen respondiendo a esa viejísima sed de historias. No debemos perder esa perspectiva en nuestra crítica cinematográfica".


Los mansaka del valle de Compostela. Foto Jacob Maentz - http://www.jacobimages.com

EL CINE COMO RELATO

Dejando un poco de lado la discusión sobre el lugar y la forma como debemos ver el cine (el dilema entre el teatro y el doméstico video), para nadie es un secreto que la crítica cinematográfica cuenta hoy con condiciones privilegiadas para su trabajo. Cualquier persona interesada en el séptimo arte puede tener a su alcance una amplia muestra del cine que se ha hecho a lo largo de cien años y del que se está produciendo en todos los rincones del mundo en este momento. Se puede tener acceso a las mejores publicaciones sobre el tema y, a través del correo electrónico –ese invento que cambiará radicalmente al ser humano– es posible establecer contactos con directores, actores, luminotécnicos y, para exagerar un poco, hasta con extras y dobles. Esas facilidades contribuyen a fortalecer los conceptos y apreciaciones de la crítica cinematográfica. Ningún crítico que se precie de serlo podrá admitir que desconoce alguna cinta reciente de prestigio, sin admitir al mismo tiempo su incompetencia. Todo esto nos lleva a concluir que nunca, como hoy, la crítica cinematográfica es un oficio serio y especializado, aún en países relativamente marginados como el nuestro.
Pero el exceso de especialización implica un riesgo: el surgimiento de un lenguaje y de una manera de ver el cine alejada de la perspectiva que suele tener el espectador común. Sin ser un hecho generalizado, la aparición de una crítica para “iniciados”, llena de códigos y conceptos que sólo manejan los especialistas, conduce a darle al buen cine un carácter elitista y cerrado, y aleja cada vez más al gran público de las posibilidades de ver y disfrutar de las buenas películas. Si hacemos un paralelo con una de las artes que confluyen en el cine, podemos ver en la música algo del riesgo al que nos vemos enfrentados si persistimos en promover la idea de que el arte de calidad sólo pueden apreciarlo quienes conozcan profundamente el lenguaje específico de ese arte.
La música clásica, por ejemplo, ha estado alejada del gran público por un concepto elitista de tipo social y cultural, que impide el paso de quienes desconozcan la cultura  “enciclopédica” que rodea esa música. Para usar otro ejemplo exagerado, según esa manera de pensar, la música de Mozart sólo puede ser apreciada por aquellos que sepan el número exacto de obras creadas por ese compositor, sus preferencias instrumentales o sus manías rítmicas. Frente a esa multitud de requisitos, sólo basta observar la reacción de un niño o de un lego absoluto, al escuchar un tema clásico, para entender que en realidad es poco lo que se requiere para apreciar el arte: sensibilidad, imaginación, sentido artístico. Lo demás, incluidos los números de las obras, puede ser ilustrativo para quien tenga un interés especial, pero no cambia radicalmente la percepción original.
Quizá un paralelo con la crítica literaria nos permita vislumbrar mejor el riesgo que se cierne sobre la crítica cinematográfica, si toma por el camino de la excesiva especialización. En un simposio sobre novela histórica celebrado hace poco en Cartagena, se presentaron destacados estudiosos de la literatura. Aquello fue una verdadera maratón conceptual y analítica. Con acuciosidad científica, los expositores desarmaban estructuras de novelas intrincadas, desnudaban recursos técnicos, establecían relaciones sutiles pero evidentes con otras obras, inventariaban metáforas y sinécdoques. Pero esa aguda mirada, ese puntillismo que se asemejaba al delirio, dejaba a veces la sensación de que se nos olvidaba algo crucial: la historia simple y llana que contaba el libro mismo.
Toda película, como toda obra literaria, es en esencia un relato y busca satisfacer una necesidad humana que debería inventariarse al lado de otras necesidades vitales como la de alimentarse y beber líquidos. Esa necesidad es la sed de historias, un afán de saber y de ver las cosas que le pasan a la gente. Desde sus orígenes remotos, el hombre se ha reunido para contar historias. Esas historias han tenido fines didácticos, morales o de simple esparcimiento. A lo largo de milenios, esos relatos se han desplazado, modificándose, enriqueciéndose al ritmo y textura de lugares y tiempos.
Puede parecer una perogrullada, pero conviene recordar que las películas que hoy vemos –como los libros que leemos– siguen respondiendo a esa viejísima sed de historias. No debemos perder esa perspectiva en nuestra crítica cinematográfica. Debemos seguir dando cuenta de la historia que nos cuentan las películas. Debemos pensar en las dimensiones humanas del mensaje que un director o un equipo de trabajo  ha querido mostrarnos. En otras palabras, debemos poner la “forma” en su justo lugar y aceptar también el juego de sensaciones y reflexiones que nos propone la obra que estamos apreciando.
La excesiva especialización de nuestra crítica inclina la balanza hacia el “cómo”, en detrimento del “qué”. En cierta forma impone la tendencia a ocultar el relato para especular sobre el montaje, las luces, el sonido, el manejo de las secuencias y los encuadres. En este punto conviene advertir que podemos traicionar la mejor parte de nosotros como testigos del arte si aceptamos –y creemos con fe ciega– en una manera de apreciar el arte condicionada por los conceptos. Al privarnos de la espontaneidad, de la posibilidad de entrar en el juego emocional que nos plantea la película, estamos renunciando a ser ese niño que fuimos y que algún día descubrió la magia del cine para quedarse con ella toda la vida. Sin saber lo que era una elipsis cinematográfica o un contrapicado, tal vez ese niño entendió más de lo que entendemos ahora que creemos saber tanto. La razón es simple: el niño aceptaba lo que la película tenía para darle sin pretender que él haría mejor la película o diría mejor lo que dijo el director.
La palabra crítica nos condena a veces a ejercer un oficio ingrato de personas que aprueban o rechazan. Pero eso es posible reconsiderarlo. Mi propuesta podría resumirse en darle espacio al niño que llevamos dentro cuando hablamos de cine, en dejar que hable un poco esa parte de nosotros que más sabe de relatos.


Ponencia presentada en el III Encuentro de Críticos y Periodistas de Cine, celebrado en Pereira. Publicada en el suplemento cultural Dominical, de El Universal de Cartagena, el 8 de septiembre de 1996.

 





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