Las flores de la cortina se dibujaron en su rostro con
las luces del auto. Suspiró cuando volvió la oscuridad a la cocina. Sintió un
vértigo de alivio, como si hubiera retenido el aire del suspiro durante las dos
horas que llevaba esperando. Corrió a abrir la puerta pero aún no había nadie.
Se distrajo mirando las nubes de ese final de tarde: bajas, pesadas, como si
los copos se estuvieran alineando para empezar a arrojarse.
Bill parecía desmoronarse a cada paso. Saxe lo sostenía
por las axilas, diligente, preocupado, sudoroso bajo el frío.
Los ojos de Bill se movían por el jardín sin poder
fijarse en nada. Sólo consiguieron detenerse cuando por fin la encontraron.
Eran los ojos más tristes que había conocido.
“Dorothy”, dijo con voz arrastrada, quejumbrosa. “He
vuelto a portarme mal”.
Traía puesta su vieja gabardina. Se aferraba con fuerza a
su sombrero, pero tenía el cuidado de no maltratar la pluma.
Dorothy se enterneció casi hasta el llanto. Llevó sus
manos delgadas al rostro de Bill, como si también fuera preciso sostener esas
facciones para que no se derrumbaran.
Saxe lo condujo hasta el estudio y lo sentó en su rincón
preferido: el extremo del sofá, cerca de la chimenea.
Bill permaneció inmóvil, con la mirada en el fuego,
asomando a ratos una lengua que buscaba aire.
Cuando la mujer los llamó al comedor, Saxe lo ayudó a
levantarse.
“Es terrible, Sax”, dijo mientras caminaban a la mesa. “Siento
que voy a partirme, a estallar en pedazos”.
“Tendrás que ver un médico. No haces mucho por ayudarte”.
Bill intentó comer, pero los cubiertos parecían
divertirse escapando de su alcance. Cuando pudo llevarse algo a la boca sintió
náuseas. Esperó a que sus anfitriones terminaran. Luego rechazó amable los
brazos de Saxe y se alejó con pasos torpes hacia el sofá.
“El dolor ha regresado”, dijo Saxe en la cocina. “Creo
que debo darle un masaje con alcohol”.
“¿Alcohol?”, dijo la mujer. “¿Con todo el que lleva
adentro? Es mejor darle dos aspirinas”.
Dorothy fue a buscar unas sábanas. Saxe regresó al auto a
buscar la maleta de Bill, la caja de zapatos con el manuscrito. Cuando
volvieron al estudio, Bill los miraba con ojos extenuados.
“¿Desde cuándo tienes el dolor?”
“Viene y se va”, dijo Bill. “Las primeras veces no me di
cuenta”.
“Toma”, dijo Dorothy. Le entregó el agua y las pastillas.
“Te has pasado la vida cayendo. Cuando no son los caballos es un avión”.
Bill aceptó obediente el remedio. Conocía la causa
precisa del dolor, pero sentía que era necio mencionarla.
Nunca se había sentido tan cansado.
Antes de que el sueño lo arrastrara pensó que morirse
podía ser mucho más fácil de lo que
había pensado.
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