lunes, 25 de septiembre de 2017

La historia de Bill



Las flores de la cortina se dibujaron en su rostro con las luces del auto. Suspiró cuando volvió la oscuridad a la cocina. Sintió un vértigo de alivio, como si hubiera retenido el aire del suspiro durante las dos horas que llevaba esperando. Corrió a abrir la puerta pero aún no había nadie. Se distrajo mirando las nubes de ese final de tarde: bajas, pesadas, como si los copos se estuvieran alineando para empezar a arrojarse.
Bill parecía desmoronarse a cada paso. Saxe lo sostenía por las axilas, diligente, preocupado, sudoroso bajo el frío.
Los ojos de Bill se movían por el jardín sin poder fijarse en nada. Sólo consiguieron detenerse cuando por fin la encontraron. Eran los ojos más tristes que había conocido.
“Dorothy”, dijo con voz arrastrada, quejumbrosa. “He vuelto a portarme mal”.
Traía puesta su vieja gabardina. Se aferraba con fuerza a su sombrero, pero tenía el cuidado de no maltratar la pluma.
Dorothy se enterneció casi hasta el llanto. Llevó sus manos delgadas al rostro de Bill, como si también fuera preciso sostener esas facciones para que no se derrumbaran.
Saxe lo condujo hasta el estudio y lo sentó en su rincón preferido: el extremo del sofá, cerca de la chimenea.
Bill permaneció inmóvil, con la mirada en el fuego, asomando a ratos una lengua que buscaba aire.
Cuando la mujer los llamó al comedor, Saxe lo ayudó a levantarse.
“Es terrible, Sax”, dijo mientras caminaban a la mesa. “Siento que voy a partirme, a estallar en pedazos”.
“Tendrás que ver un médico. No haces mucho por ayudarte”.
Bill intentó comer, pero los cubiertos parecían divertirse escapando de su alcance. Cuando pudo llevarse algo a la boca sintió náuseas. Esperó a que sus anfitriones terminaran. Luego rechazó amable los brazos de Saxe y se alejó con pasos torpes hacia el sofá.
“El dolor ha regresado”, dijo Saxe en la cocina. “Creo que debo darle un masaje con alcohol”.
“¿Alcohol?”, dijo la mujer. “¿Con todo el que lleva adentro? Es mejor darle dos aspirinas”.
Dorothy fue a buscar unas sábanas. Saxe regresó al auto a buscar la maleta de Bill, la caja de zapatos con el manuscrito. Cuando volvieron al estudio, Bill los miraba con ojos extenuados.
“¿Desde cuándo tienes el dolor?”
“Viene y se va”, dijo Bill. “Las primeras veces no me di cuenta”.
“Toma”, dijo Dorothy. Le entregó el agua y las pastillas. “Te has pasado la vida cayendo. Cuando no son los caballos es un avión”.
Bill aceptó obediente el remedio. Conocía la causa precisa del dolor, pero sentía que era necio mencionarla.
Nunca se había sentido tan cansado. 
Antes de que el sueño lo arrastrara pensó que morirse podía ser  mucho más fácil de lo que había pensado. 






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