Stephen King cumple 70 años.
Aquí lo recordamos con una reflexión de Wenceslao Triana.
Por Wenceslao Triana
Dos placeres ocuparon mis días en las fiestas
pasadas. El primero tiene que ver con las señoritas, tan lindas ellas, que nos
visitaron. Pero me temo que no sea conveniente andar publicándolo. El otro, más
tranquilo, menos disparatado, fue la lectura de un libro de Stephen King sobre
la escritura[1].
De King empecé a tener noticias hace más de dos
decenios, a través de una película que contaba la historia de una joven con
poderes telekinéticos. Desde entonces, desde la lejana “Carrie”, he seguido sus
historias, disfrutándolas con una mezcla de placer y miedo semejante a la que
se siente cuando la vida está en juego. Luego vino “El resplandor”, la historia
de ese escritor “bloqueado” que se fue con su familia a cuidar un hotel vacío y
que terminó enloqueciendo. No se qué fue lo mejor de la película basada en ese
libro, si la actuación de Jack Nicholson, que le reportó la consagración
definitiva, o esa historia encantada sobre la memoria de los lugares desiertos.
La verdad es que a partir de ese momento, el nombre de Stephen King empezó a
deambular en mi memoria como una aparición.
Los años me han demostrado que King es un genio
contando historias. “It”, la historia de un payaso aterrador; “Dolores
Clairbone”, la historia de una asesina llena de inocencia; “The Shawsank
Redemption”, una de las más asombrosas apologías de la libertad que he visto o
leído en los últimos tiempos o “The Green Mile”, esa obra que pone en evidencia
la tendencia al prejuicio que tenemos los lectores, son algunas de las obras
memorables de ese hombre que ha escrito cerca de cuarenta libros, casi todos
ellos mamotréticos, en menos de treinta años.
Durante mucho tiempo sospeché que había algo de
prejuicio en la manera como intelectuales y académicos descalifican la obra de
Stephen King. Entre los estudiosos de la literatura existe una frontera que
separa los libros malos de los buenos. Para ellos, los libros que se venden
demasiado, aquellos que le gustan a millones y producen dinero a sus autores,
pertenecen, sin apelación posible, al bando de los malos. Hay muy pocas
excepciones a esa norma, las obras de García Márquez son una de ellas. Pero ni
el mismo García Márquez –me atrevo a vaticinar– gozará en el futuro del
prestigio, del incuestionable reconocimiento literario que le espera al hoy denigrado
maestro del terror.
Corriendo el riesgo de que me ahorquen mis amigos
intelectuales, me atrevo a asegurar que King es el Cervantes o el Shakespeare
de estos tiempos de miedo. En su libro sobre la escritura, encontramos la
ironía y el descreimiento que mostraba Cervantes frente a las academias y
centros de poder intelectual. Vemos también en él ese conocimiento del corazón
humano que le permitió a Shakespeare reflejarnos. A lo largo de las casi
trescientas páginas que comprenden “On writing”, vemos la pasión por el
lenguaje de un Joyce, el sentido de absurdo de un Kafka o la furia de un
Celine, pero más importante que todo eso, vemos su fe en el viejo oficio de
contar historias.
Muchas cosas enseña King en su nuevo libro. La
mayoría, como suelen ser las cosas importantes, parecen obvias: que la
literatura es magia, que es una forma de la telepatía, que en la verdad y la
pasión está la clave, que escritor que no lee está jodido. Pero, además de todo
eso, al mantenernos en vilo con la historia de un hombre que se ha pasado todo
el tiempo sentado escribiendo, puso en escena un principio básico de la
literatura: que no hay malas historias, que el arte verdadero está en saber
contarlas.
Publicado en El Universal de Cartagena, el 15 de noviembre de 2000
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