Del Baúl, un texto publicado
en
El Universal, de Cartagena, el 25 de febrero de 1994.
Los primeros puñados de ceniza salieron
de sus manos en forma distante y aturdida. Sólo después, cuando alguien sugirió
que se pusiera de rodilla para evitar la brisa, Diana Cárdenas empezó a comprender la trascendencia de ese instante, empezó a
recordar episodios cercanos y lejanos, se olvidó de la gente y las cámaras que
había a su lado, y se quedó a solas con el hombre que estaba liberando.
Un grupo de periodistas la había
esperado en un pequeño muelle de la bahía. Llegó con su madre y unos amigos.
Tenía un traje marfil y un sombrero, traía un ramo de rosas y un pequeño cofre
negro en vuelto en un terciopelo rojo. Su rostro tenía una tristeza tranquila.
Aunque ella y su familia tenían la intención
de hacer la ceremonia en mar abierto, cerca de las Islas del Rosario,
finalmente se decidió que era mejor hacerla cerca, desde la plataforma de la Virgen del Carmen, en la bahía.
A bordo de la lancha de El Universal viajaron la esposa, los
parientes, los amigos y los restos de un hombre cuyo nombre está grabado en la
memoria de millones en América Latina.
En el viaje empezaron las preguntas.
Diana Cárdenas habló de la callada enfermedad, de un cáncer que duró cerca de
un año. Habló de la insistencia de Contreras para que no hubiera ceremonias y
para que arrojaran cuanto antes sus cenizas en el mar de Cartagena, por su
parecido con La Habana. Tenía la esperanza de llegar sobre las olas a su
tierra.
Parientes y allegados fueron
reconstruyendo poco a poco el recuerdo del cantante. Se habló de su bondad, de
su sensibilidad, del dolor que le causaba la pobreza. Se habló de su periplo
por América, de su salida de Cuba, de su paso por Miami y Venezuela, de la
forma como conoció a su esposa, Diana, hace tres años y decidió quedarse en
Medellín por ella.
Se habló de su perfeccionismo y de su
último proyecto: la Sonora Antioqueña, un grupo con el que quiso grabar unas
canciones que les hizo a las ciudades de
Colombia, entre ellas una dedicada a Cartagena.
Al llegar a la Virgen seguían las
preguntas de la prensa. Las cámaras zumbaban y Diana respondía con orgullo.
Habló de la muerte de la madre de Contreras, hace diez años; de la alegría que
ahora él sentiría por estar con ella. Dijo que él mismo se encargó
personalmente de los asuntos de la funeraria y contó que su canción “Nuestro
juramento” se materializó cuando ella derramó sus lágrimas sobre su cuerpo
muerto.
Poco antes de empezar a cumplir su
voluntad, habló de una canción que se quedó sin terminar. Estaba dedicada a
ella. Sólo recordaba los primeros versos: “ Diana, tus ojos claros, el agua que
roza tu cuerpo…”.
Finalmente, bajo una mañana brumosa y
brillante, Diana abrió el cofre negro, roció las cenizas con agua bendita y en
forma aturdida arrojó los primeros puñados.
Luego, de rodillas en la base de la
Virgen de la bahía, empezó a comprender, empezó a recordar, empezó a liberarlo
en el mar.
Puñado a puñado pensaba, miraba las
cenizas diluirse en el agua. Contreras descansaba, terminaba de alejarse de una
vida fugaz y de heridas, se cumplía su deseo de entregarle a las olas ese
cuerpo que tanto supo del dolor, terminaban la maldad, la hipocresía, todos los
sobresaltos de ese fugaz parpadeo que es la vida: sólo quedaban los recuerdos y
el amor. A pesar de que más tarde, cuando en las manos de Diana ya no quedara
nada, su quietud se rompería con un llanto breve y digno, había en ese momento
algo de felicidad. Había algo de eterno y de tranquilo, de estrellas navegando
a través de los milenios, en las semillas de fuego que unas manos arrojaban
sobre los surcos del mar.
Debía tener muchos nervios la señora que está echando las cenizas porque no es nada fácil uno va a aparecer con que se casa con el patrón después de muerto ya llevar 5 horas de muerto y saber que al patrón lo obligaron a que tenía que separarse del amor que tenía con él 18 años viviendo al lado de él
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