sábado, 23 de noviembre de 2019

Instrucciones para comprar una cacerola

Un viejo texto de Wenceslao Triana

Publicado en El Universal, de Cartagena, el 16 de enero del 2002



Por razones que sería largo explicar, decidí que había llegado el momento de adquirir una buena cacerola. Pensé que sería cosa sencilla, un punto más que pronto iba a tachar de la lista de tareas cotidianas. Pero tardé poco en descubrir que comprar una cacerola puede ser todo un arte y que encontrar lo que se busca puede llevar días o semanas.
La primera pregunta que uno debe hacerse, cuando quiere ser propietario de una cacerola, es los usos que piensa darle a tan complejo artefacto. Podría pensarse que la respuesta solo puede ser una: preparar comidas. Pero todos sabemos que reducir una cacerola a esa trivialidad es menospreciar su valor simbólico, subutilizar el potencial que hay contenido en eso que, bien visto, parece un objeto religioso.
Uno de los atributos que hay que tener en cuenta cuando se compra una cacerola es su sonoridad. Curiosamente, mientras más melodiosas son las notas que se le arrancan al golpearla, menor es la calidad de la cacerola. Cientos de factores influyen en la extracción de esos sonidos, el objeto con que se golpea la cacerola, la intensidad del golpe, el material de la cacerola, la humedad en el aire, la armonía o el caos que se produce en la eventualidad de que otras cacerolas estén sonando.
La cacerola ideal es la que enerva con sus sonidos, la que produce estruendos hirientes que taladran y llegan a la conciencia como cuchillo en mantequilla. La cacerola ideal produce en el aire una vibración semejante a la de la fresa de un dentista, obliga a rendirse hasta al más testarudo, disuade hasta al más apegado a los bienes terrenales.
Sería una ingenuidad pensar que al comprar cacerolas solo hay que tener en cuenta su sonido. Es necesario considerar otras propiedades de manera cuidadosa. El mango, por ejemplo, es sustancial. No debe ser demasiado grande, ni su material debe afligir las manos con ampollas dolorosas: nunca se sabe cuánto tiempo será necesario blandir la cacerola. Si alguien acepta mi consejo, recomiendo no usar mangos metálicos, los de caucho son los mejores y lo ideal es que se ajusten a la mano como la empuñadura de una espada o un revólver. En caso de que la demanda obligue a comprar cacerolas con mango metálico, recomiendo forrarlo con cinta o con un trapo.
La circunferencia y la profundidad son detalles que no hay que tomar a la ligera. Además de tener influencia en el sonido, son los responsables de la maniobrabilidad de la cacerola. Si se tiene familia numerosa y los impuestos y servicios públicos y los asaltos oficiales y extraoficiales han dejado para comprar comida se recomienda comprar una cacerola grande. Pero estando como estamos, dudo que alguien necesite darse ese lujo. Una cacerola pequeña, que se mueva sin fricciones en el aire, puede ser suficiente para los tiempos que se avecinan (por cierto, ¿alguien ha visto por ahí una gallina con intenciones de poner un huevo?).
Podría creerse que el color de la cacerola es un aspecto secundario, pero hay que tener cuidado con tomarse ese asunto a la ligera. Por más que hay bonitas cacerolas de color verde montaña o blanco paz en su tumba, lo mejor es elegir el neutral color aluminio. No hay que desaprovechar el hecho de que las cacerolas también pueden ser espejos y quizá el reflejo de lo que son consiga espantar a unos cuantos demonios.
La tarea fue difícil, pero no imposible. Después de mucho recorrer y cavilar encontré lo que buscaba. Ahora duermo más tranquilo y espero a que llegue la hora de emplear mi cacerola. En las noches abrazo la almohada, siento el borde frío acompañándome en el sueño y sonrío cuando pienso entredormido que la hora de estrenarla se aproxima. Me parece ya que asoma en la distancia.











jueves, 21 de noviembre de 2019

Cuento de hadas para todas las edades

La columna de Vivir en El Poblado

Ilustración de Anna y Elena Balbusso, para 
"The Last Banquet of Temporal Confections", novela de Tina Conolly


En un país remoto, lejos de casi todo, vivía un joven valiente, de brillante inteligencia y muy buenos sentimientos. Había quedado huérfano muy niño, pero tuvo la suerte de que un hombre muy sabio lo acogiera en su casa y lo educara, a cambio de su ayuda en las tareas de la casa. Una tarde de junio, después de algunos años, su anciano maestro le dijo que ni él ni sus libros tenían nada más para enseñarle.

–De ahora en adelante tu escuela será el mundo.

  Luego le dio un abrazo y puso en sus manos una cajita gris metálica (un poco más pequeña que un mazo de cartas) y le dijo en secreto:

–Espera la señal, antes de abrirla. Allí está la respuesta a todas tus preguntas













jueves, 7 de noviembre de 2019

Tiempo de borrar

La columna de Vivir en El Poblado

@New Statesman


Un par de hechos violentos –que ya he referido–, la muerte de algunos conocidos y la lectura de las cartas de Séneca lograron despertar una curiosa claridad que encontré y que perdí hace más de media vida. Es posible pasar vidas enteras tratando de olvidar verdades intolerables. Es posible distraerse con tareas, aumentarles la estatura, u ocuparse en distracciones, con tal de no aceptar lo que supimos al principio: las cifras del destino, nuestro nombre más secreto y verdadero.