Un viejo texto de Wenceslao Triana
Publicado en El Universal, de Cartagena, el 16 de enero del 2002
Por razones que sería largo
explicar, decidí que había llegado el momento de adquirir una buena cacerola.
Pensé que sería cosa sencilla, un punto más que pronto iba a tachar de la lista
de tareas cotidianas. Pero tardé poco en descubrir que comprar una cacerola
puede ser todo un arte y que encontrar lo que se busca puede llevar días o
semanas.
La primera pregunta que uno debe
hacerse, cuando quiere ser propietario de una cacerola, es los usos que piensa
darle a tan complejo artefacto. Podría pensarse que la respuesta solo puede ser una: preparar comidas. Pero todos sabemos que reducir una cacerola a
esa trivialidad es menospreciar su valor simbólico, subutilizar el potencial
que hay contenido en eso que, bien visto, parece un objeto religioso.
Uno de los atributos que hay que
tener en cuenta cuando se compra una cacerola es su sonoridad. Curiosamente,
mientras más melodiosas son las notas que se le arrancan al golpearla, menor es la calidad de la cacerola. Cientos de factores influyen en la
extracción de esos sonidos, el objeto con que se golpea la cacerola, la
intensidad del golpe, el material de la cacerola, la humedad en el aire, la
armonía o el caos que se produce en la eventualidad de que otras
cacerolas estén sonando.
La cacerola ideal es la que
enerva con sus sonidos, la que produce estruendos hirientes que taladran y
llegan a la conciencia como cuchillo en mantequilla. La cacerola ideal produce
en el aire una vibración semejante a la de la fresa de un dentista, obliga a
rendirse hasta al más testarudo, disuade hasta al más apegado a los bienes
terrenales.
Sería una ingenuidad pensar que
al comprar cacerolas solo hay que tener
en cuenta su sonido. Es necesario considerar otras propiedades de manera
cuidadosa. El mango, por ejemplo, es sustancial. No debe ser demasiado grande,
ni su material debe afligir las manos con ampollas dolorosas: nunca se sabe cuánto
tiempo será necesario blandir la cacerola. Si alguien acepta mi consejo,
recomiendo no usar mangos metálicos, los de caucho son los mejores y lo ideal
es que se ajusten a la mano como la empuñadura de una espada o un revólver. En
caso de que la demanda obligue a comprar cacerolas con mango metálico,
recomiendo forrarlo con cinta o con un trapo.
La circunferencia y la
profundidad son detalles que no hay que tomar a la ligera. Además de tener
influencia en el sonido, son los responsables de la maniobrabilidad de la
cacerola. Si se tiene familia numerosa —y los impuestos
y servicios públicos y los asaltos oficiales y extraoficiales han dejado para
comprar comida—
se recomienda comprar una cacerola grande. Pero estando como estamos, dudo que
alguien necesite darse ese lujo. Una cacerola pequeña, que se mueva sin
fricciones en el aire, puede ser suficiente para los tiempos que se avecinan
(por cierto, ¿alguien ha visto por ahí una gallina con intenciones de poner un
huevo?).
Podría creerse que el color de la
cacerola es un aspecto secundario, pero hay que tener cuidado con tomarse ese
asunto a la ligera. Por más que hay bonitas cacerolas de color verde montaña o
blanco paz en su tumba, lo mejor es elegir el neutral color aluminio. No hay
que desaprovechar el hecho de que las cacerolas también pueden ser espejos y
quizá el reflejo de lo que son consiga espantar a unos cuantos demonios.
La tarea fue difícil, pero no
imposible. Después de mucho recorrer y cavilar encontré lo que buscaba. Ahora
duermo más tranquilo y espero a que llegue la hora de emplear mi cacerola. En
las noches abrazo la almohada, siento el borde frío acompañándome en el sueño y
sonrío cuando pienso entredormido que la hora de estrenarla se aproxima. Me
parece ya que asoma en la distancia.
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