Prólogo del libro Regreso al centro,
que reúne mis columnas publicadas en el periódico Centrópolis, de Medellín
La columnas de Centrópolis
Nos conocimos el primer día de clases en primero de
primaria y desde ese momento nos habituamos a la presencia del otro sin
sobresaltos, sin ser invasivos, sin querer apurarnos, como si ya supiéramos que
la amistad sería larga. De aquellos días recuerdo su melena abundante y
ondulada, que con el tiempo asocié con la melena de Beethoven. Su apariencia y
su actitud eran las de un genio inquieto que aún no había descubierto en qué
consistía su genialidad. Estudiamos en el mismo colegio la primaria y el
bachillerato. Hicimos la misma carrera de comunicación social. Nos apasionaban
cosas similares: el cine, la literatura, el periodismo.
Después de graduarnos nos perdimos la pista durante
casi veinte años. Por conversaciones con amigos comunes me enteré de que Julio
César Posada había finalmente encontrado qué hacer con su genialidad: un día de
crisis existencial se había sentado a pensar lo que haría con el resto de su
vida, pensó en las cosas que le gustaban, en las que no le gustaban (como
trabajar para uno de los periódicos de Medellín), pensó en las cosas que se
podían hacer y en las que parecían imposibles pero que él creía que se podían
hacer. Así empezó una revolución en el periodismo colombiano que todavía nadie
se ha atrevido a reconocer y valorar.
Julio César decidió que en lugar de
hacer periódicos dirigidos a países enteros, a departamentos o a ciudades,
habría que pensar en periódicos dirigidos a comunidades específicas: a barrios,
a sectores dentro de una ciudad; medios que le hablaran a la gente del
verdadero mundo en que vivían, de las personas que se cruzaban al salir de sus
casas, de las actividades de las que podían formar parte, del negocio de la
esquina o de dos cuadras más allá. Pero la revolución no terminó allí. A Julio
también se le ocurrió que, en lugar de cobrarles a los lectores, el periódico
llegaría gratis a las casas y locales, a hoteles, bibliotecas, hospitales, a
todos los lugares donde pudiera haber alguien interesado en su contenido; los
anunciantes correrían con los costos. La aventura ya lleva veinte años y las
cosas no han sido fáciles, pero tendremos que esperar a que el mismo Julio
César escriba sus memorias, o un Plutarco se le mida a la tarea, para conocer
los detalles de esa historia.
Por lo pronto quiero decir que hace como tres años
Julio y yo volvimos a encontrarnos, gracias a la magia del internet, y que muy
pronto estábamos planeando la manera de que yo escribiera columnas de opinión
en Centrópolis, el periódico del centro de Medellín. Fue fácil
encontrarle un valor simbólico al asunto: abrí los ojos al mundo en el centro
de Medellín y, a pesar de los desplazamientos y los años, sigo siendo ese niño
que era cuando vivía allí. Escribir columnas de opinión, por otra parte, se me
ha vuelto con el tiempo una cosa natural. Al lado de la lenta gestación de los
textos literarios, escribir columnas de prensa permite una salida rápida, fresca
y directa hacia el mundo, un contacto muy cercano con numerosos lectores. Yo
llevaba casi quince años escribiendo columnas de opinión en periódicos de
Cartagena, con el seudónimo de un anciano; pero la oportunidad que Julio me
daba en Centrópolis implicaba empezar a opinar con mi propio
nombre, despojarme de la máscara y encontrar mi propia voz.
Las columnas
que aquí se reúnen son el testimonio de esa búsqueda. También son, en cierto
modo, el regreso a ese centro que sigue siendo el centro de casi todas mis
búsquedas.
Oneonta, agosto de
2009.
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