jueves, 6 de febrero de 2020

Julio César

Prólogo del libro Regreso al centro
que reúne mis columnas publicadas en el periódico Centrópolis, de Medellín


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La columnas de Centrópolis


Nos conocimos el primer día de clases en primero de primaria y desde ese momento nos habituamos a la presencia del otro sin sobresaltos, sin ser invasivos, sin querer apurarnos, como si ya supiéramos que la amistad sería larga. De aquellos días recuerdo su melena abundante y ondulada, que con el tiempo asocié con la melena de Beethoven. Su apariencia y su actitud eran las de un genio inquieto que aún no había descubierto en qué consistía su genialidad. Estudiamos en el mismo colegio la primaria y el bachillerato. Hicimos la misma carrera de comunicación social. Nos apasionaban cosas similares: el cine, la literatura, el periodismo.
Después de graduarnos nos perdimos la pista durante casi veinte años. Por conversaciones con amigos comunes me enteré de que Julio César Posada había finalmente encontrado qué hacer con su genialidad: un día de crisis existencial se había sentado a pensar lo que haría con el resto de su vida, pensó en las cosas que le gustaban, en las que no le gustaban (como trabajar para uno de los periódicos de Medellín), pensó en las cosas que se podían hacer y en las que parecían imposibles pero que él creía que se podían hacer. Así empezó una revolución en el periodismo colombiano que todavía nadie se ha atrevido a reconocer y valorar.
Julio  César decidió que en lugar de hacer periódicos dirigidos a países enteros, a departamentos o a ciudades, habría que pensar en periódicos dirigidos a comunidades específicas: a barrios, a sectores dentro de una ciudad; medios que le hablaran a la gente del verdadero mundo en que vivían, de las personas que se cruzaban al salir de sus casas, de las actividades de las que podían formar parte, del negocio de la esquina o de dos cuadras más allá. Pero la revolución no terminó allí. A Julio también se le ocurrió que, en lugar de cobrarles a los lectores, el periódico llegaría gratis a las casas y locales, a hoteles, bibliotecas, hospitales, a todos los lugares donde pudiera haber alguien interesado en su contenido; los anunciantes correrían con los costos. La aventura ya lleva veinte años y las cosas no han sido fáciles, pero tendremos que esperar a que el mismo Julio César escriba sus memorias, o un Plutarco se le mida a la tarea, para conocer los detalles de esa historia.
Por lo pronto quiero decir que hace como tres años Julio y yo volvimos a encontrarnos, gracias a la magia del internet, y que muy pronto estábamos planeando la manera de que yo escribiera columnas de opinión en Centrópolis, el periódico del centro de Medellín. Fue fácil encontrarle un valor simbólico al asunto: abrí los ojos al mundo en el centro de Medellín y, a pesar de los desplazamientos y los años, sigo siendo ese niño que era cuando vivía allí. Escribir columnas de opinión, por otra parte, se me ha vuelto con el tiempo una cosa natural. Al lado de la lenta gestación de los textos literarios, escribir columnas de prensa permite una salida rápida, fresca y directa hacia el mundo, un contacto muy cercano con numerosos lectores. Yo llevaba casi quince años escribiendo columnas de opinión en periódicos de Cartagena, con el seudónimo de un anciano; pero la oportunidad que Julio me daba en Centrópolis implicaba empezar a opinar con mi propio nombre, despojarme de la máscara y encontrar mi propia voz. 
Las columnas que aquí se reúnen son el testimonio de esa búsqueda. También son, en cierto modo, el regreso a ese centro que sigue siendo el centro de casi todas mis búsquedas.

Oneonta, agosto de 2009.









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