Un texto de Chesterton en el suplemento Generación de El Colombiano
No hay un tema que no
sea interesante. Lo único que puede haber es personas desinteresadas.
Necesitamos con urgencia una defensa de los que aburren. Cuando Byron dividió a
la humanidad entre los que aburren y los que se aburren, le faltó notar que las
cualidades más elevadas están del lado de los primeros y las más bajas del lado
de los segundos, entre quienes él mismo se contaba. El que aburre, con su
entusiasmo rutilante y su solemne alegría, demuestra que es poético. El que se
aburre demuestra que es prosaico.
Puede que nos parezca
una molestia contar todas las hojas de hierba o todas las hojas de los árboles;
pero esa molestia no se debe a nuestra audacia o nuestra alegría de espíritu,
sino a la falta de esos atributos. El que aburre seguirá adelante, con audacia
y alegría, y le parecerá que las hojas de hierba son tan maravillosas como las
espadas de un ejército. El que aburre es más fuerte y más dichoso que nosotros;
es un semidiós —no, es un dios–, porque los dioses son los que no se cansan de
la repetición de las cosas; para ellos el anochecer es siempre nuevo, y la
última rosa es tan roja como la primera.
El sentimiento de que
todo es poético es una cosa sólida y absoluta; no es solo un asunto de
fraseología o de persuasión. No solo es cierto, también es verificable. Se
puede retar a los hombres a que lo nieguen, a que mencionen algo que no sea
material poético. Recuerdo que hace mucho un subeditor sensible se me acercó
con un libro cuyo título era El señor Smith o La familia Smith o
algo por el estilo. Me dijo: “Te aseguro que no encontrarás aquí nada de tu
maldito misticismo”. Me satisface haber demostrado que estaba equivocado; pero
la victoria fue muy fácil y obvia. En la mayoría de los casos el nombre no es
poético, pero el hecho es poético. En el caso de Smith[1],
el nombre es tan poético que debe ser arduo y heroico que un hombre pueda vivir
a su altura. Smith es el nombre del único oficio que hasta los reyes
respetaban. Un Smith puede reclamar la mitad de la gloria de ese canto de las
armas, el arma virumque de los poemas épicos. El espíritu de la herrería
es tan cercano al espíritu del canto que se ha mezclado con millones de poemas,
y todo herrero es un armonioso herrero.
Hasta los niños del
pueblo sienten de manera vaga que el herrero es poético –como no llegan a serlo
el verdulero y el zapatero– cuando se regodea en esa danza de chispas y golpes
ensordecedores en la caverna de esa violencia creativa. El reposo crudo de la
naturaleza, la astucia apasionada del hombre, el más fuerte de los metales
terrenales, el más raro de los elementos, el hierro inconquistable subyugado
por su único conquistador, la rueda y el arado, la espada y el martillo, la
disposición de los ejércitos y toda la leyenda de las armas, todas estas cosas
están escritas, ciertamente con brevedad, pero de manera claramente legible, en
la tarjeta de visita del señor Smith. Y, sin embargo, nuestros novelistas
llaman a su héroe "Aylmer Valence", que no significa nada, o
"Vernon Raymond", que tampoco significa nada; cuando podrían haberle
dado el sagrado nombre de Smith: un nombre hecho de hierro y fuego. Sería muy
natural que cierta altivez, cierta actitud de la cabeza o cierto doblez de
labios distinguieran a los que llevan el nombre de Smith. Tal vez lo hacen; confío
en que sea así. Todos los demás son advenedizos, pero los Smith nunca lo son.
Desde el más oscuro amanecer de la historia este clan ha avanzado hacia la
batalla; sus trofeos están en todas las manos; su nombre está en todos lados;
es más antiguo que todas las naciones; su símbolo es el martillo de Thor. Pero,
como también lo señalé, no suele ser así. Es común que las cosas comunes sean
poéticas; pero no es tan común que los nombres comunes sean poéticos. En la
mayoría de los casos, el nombre es el obstáculo. Muchas personas piensan que esta
declaración –la de que todas las cosas son poéticas– es solo un asunto de
ingenio literario, un juego de palabras. Es todo lo contrario. La idea de que
algunas cosas no son poéticas es el verdadero juego de palabras, lo
verdaderamente literario. La palabra semáforo no tiene nada de poético. Pero la
cosa semáforo no carece de poesía: es un lugar donde los hombres, en medio de
una agonía de ojos muy abiertos, encienden fuegos del color de la sangre y del
agua del mar para salvar a otros hombres de la muerte. Esa es la simple y
genuina descripción de un semáforo. La prosa solo aparece con la manera como se
le denomina. La palabra buzón no tiene nada de poética. Pero la cosa buzón no
carece de poesía: es el espacio al que amigos y amantes le confían sus
mensajes, conscientes de que cuando lo hagan serán sagrados, y no podrán ser
tocados, no solo por otros, sino también (¡toque sagrado!) por quien acaba de
depositarlo. Esa torrecita roja es uno de los últimos templos. Poner una carta
y casarse están entre las pocas cosas enteramente románticas que quedan; porque
para que una cosa sea romántica debe ser irrevocable. Pensamos que un buzón es
prosaico, porque no hay con qué hacerle rima. Pensamos que un buzón es prosaico
porque nunca lo hemos visto en un poema. Pero los hechos contundentes se
inclinan del lado de la poesía. Un semáforo solo recibe el nombre de semáforo,
pero es un lugar de vida o muerte. Un buzón solo recibe el nombre de buzón,
pero es un santuario de las palabras humanas. Si piensas que el nombre
"Smith" es prosaico, no se debe a que seas práctico y sensible; se
debe a que estás muy afectado por refinamientos literarios. El nombre grita en
tu rostro la palabra poesía. Si piensas de otro modo, se debe a que estás impregnado
y saturado con reminiscencias verbales, a que recuerdas todo lo que se ha
escrito en revistas sobre Mr. Smith borracho o Mr. Smith recibiendo cantaleta.
Todas estas cosas te fueron concedidas con poesía. Solo a través de un largo y
elaborado esfuerzo literario has conseguido hacer que sean prosaicas.
[1] “Smith”, cuya traducción es
“Herrero”, suele usarse en inglés como ejemplo de apellido muy común, como
Pérez o García en español.
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