No hay sólo un ideal clásico
de ciudadanía. El concepto mismo de ciudadanía es un ideal clásico. De ahí que
los tiempos e ideas clásicas estén implícitos en toda reflexión sobre la ciudadanía.
La historización de la ciudadanía ha sido la historización del ideal de
ciudadanía.
El Ciudadano –polites griego o civis Latino- se define como miembro de la polis o res publica, una
forma de asociación humana considerada “única” por estas antiguas culturas del
Mediterráneo y transmitida luego a Europa y el Mundo Occidental.
Establecida como un ideal, la
comunidad de los ciudadanos es aquella en la que el discurso toma el lugar de
la sangre y los actos de decisión toman el lugar de los actos de venganza.
Aristóteles
define en su Política que el
ciudadano es uno que gobierna y es gobernado (“rules and is ruled”). Habla de
una igualdad en la que se puede gobernar a un igual sólo si ese igual también
gobierna sobre nosotros.
Esta definición, sin embargo,
excluye a la mayor parte de la especie humana. Los requisitos para ese
ciudadano: ser un hombre de reconocida genealogía, un patriarca, un guerrero y
el amo del trabajo de otros (generalmente esclavos).
La fórmula aristotélica parte
de una clara diferenciación de lo público y lo privado (polis y oikos) y de
personas y acciones frente a las cosas. Lo que los ciudadanos discuten en sus
asambleas son los asuntos relativos a la polis:
asuntos de guerra y comercio entre la ciudad y otras ciudades, asuntos de
preeminencia o emulación, autoridad y virtud y de los ciudadanos entre sí. Ser
ciudadano es, en sí mismo, un ejercicio de libertad. El ciudadano es un ser
cognitivo, activo, moral, social, intelectual y político. Su personalidad
depende de su separación del mundo de lo material para entrar en el mundo de lo
político.
Gaius Cesar
Una segunda gran definición
del universo político se debe el jurista romano Gaius, quien vivió unos cinco siglos después de Aristóteles. Para
Gaius, el mundo es divisible por jurisprudencia en: personas, acciones y cosas.
Esta idea significa un movimiento de lo ideal a lo real, del ciudadano como
“Ser político” al ciudadano como “Ser legal”. Ahora las personas actúan en
función de las cosas, sus acciones están dirigidas a tomar o mantener posesión
sobre ellas.
Esto implica la necesidad de
crear regulaciones. El mundo de lo público adquiere el estatus de realidad.
Para la jurisprudencia, el individuo se hace ciudadano a través de la posesión
de cosas y la práctica de la jurisprudencia. Ser ciudadano, para Gaius, denota
la pertenencia a una comunidad legal que puede o no ser idéntica a la comunidad
territorial.
Podemos simplificar la
historia del concepto de ciudadanía en el pensamiento político occidental
representándolo como un diálogo inacabado entre las fórmulas de Aristóteles y
Gaius, entre lo ideal y lo real, entre personas interactuando con personas y
personas interactuando en busca de cosas, y ambas formulas nos han dejado un
legado dividido y contradictorio.
Aristóteles y los antiguos
nos han dejado la creencia de que sólo somos libres en la interacción con los
otros para dar forma a nuestras vidas con decisiones políticas. Esta fórmula
nos recuerda que al dirigir y ser dirigidos somos al mismo tiempo fines en
nosotros mismos y medios para los fines de los otros.
La visión jurídica de Gaius,
y en cierta forma la visión moderna, dice que conocemos y nos comunicamos mejor
y entendemos mejor a los demás cuando admitimos que vivimos en interacción con
un mundo de cosas que poseemos, transferimos y producimos, y en el que
reconocemos en los otros derechos de propiedad y de trabajo que nos hacen
personas. En esta fórmula vivimos a una ligera distancia de los otros, e
incluso de nosotros mismos, separados por la mediación de las cosas sobre las
que actuamos. Actuamos sólo indirectamente los unos en los otros y nos vemos
como algo creado en lo que se denomina realidad. En esta concepción de la
realidad está latente el peligro de caer en una dictadura de las cosas y en una
cosificación de las personas.
La adjudicación de las cosas
es lo que hace al ciudadano en el sentido legal, en lugar de la emancipación de
su posesión. El problema de la libertad se convierte crecientemente en un
problema de propiedad. La personalidad en sí misma adquiere una infraestructura
material.
Esta perspectiva nunca puede
satisfacer el ansia de los individuos, en la tradición helénica, de liberarse
del mundo de los objetos. Habiendo sido articulada como un ideal, la libertad no
puede ser erradicada de los ideales de las civilizaciones derivadas de Grecia. El
ciudadano reclama esta libertad por medio de la acción. Libertad para interactuar con otras personas tan libres
como ellos en una comunidad de pura acción y libertad personal, en una
comunidad buena en sí misma y un fin en sí misma.
Por esta razón, algunos
filósofos políticos que se han denominado “liberales” han propuesto que la
persona sea vista como portadora de algo que se ha denominado derechos (modos
de interacción entre las personas y el mundo de las cosas, y con otras personas
a través del mundo de las cosas); las personas se reconocen como humanos a través
del reconocimiento de los derechos de uno y otro en un universo formado por la
ley.
El modelo liberal o moderno
de ciudadanía es un intento por conjugar el legado de Aristóteles y Gaius por
medios revolucionarios o constitucionales para extender el universo legal hasta
un universo político. La Ciudadanía se convierte en una ficción legal,
encargada de la invención de personas y de atribuirles derechos y personalidad.
Alrededor del 1700, el ideal
jurídico de ciudadanía parece haber alcanzado su plenitud conceptual. Con el
afianzamiento de elementos como el dinero, el crédito o el capital, se hace más
evidente la naturaleza cambiante del mundo de las cosas. Del concepto de “propiedad
real”, vinculado especialmente a la propiedad sobre las tierras, se pasa al
concepto de “propiedad personal”. Estos
nuevos conceptos ponen una vez más en un punto central el dilema entre lo
ficticio y lo real. En estas circunstancias toma forma el ideal moderno y postmoderno
de ciudadanía.
La Ciudadanía se convierte
entonces en la práctica de los derechos, en perseguir los propios derechos y
asumir los derechos de los demás al
interior de comunidades legales, políticas, sociales e incluso culturales.
El peligro de la postmodernidad
es la pluralidad de comunidades o soberanías que se turnan para pedir nuestra
fidelidad, mientras admiten que toda fidelidad es parcial, contingente y
provisional, negando al individuo la libertad de afirmar la propia identidad.
Los poderes soberanos y cuasi
soberanos de este mundo se juntan para informarnos que no es posible elegir una
identidad, afirmar la propia fidelidad, que no hay ninguna posibilidad de
determinar la propia ciudadanía o personalidad.
Después de que el mito del proletariado y la realidad
de la política social-demócrata
empezaron a desaparecer, nos encontramos
en un mundo postmoderno y postindustrial en el que somos cada vez mayores
consumidores de información y cada vez menos productores o poseedores de nada,
incluidas nuestras propias identidades. Cuando un mundo de personas, acciones y
cosas se convierte en un mundo de personas, acciones y construcciones lingüísticas
o electrónicas que no tienen un autor, claramente es fácil para las cosas –cada
vez mas poderosas, porque ya no son reales– multiplicarse, hacerse cargo,
controlando y determinando personas y acciones.
*Más que un ensayo, un
reporte de lectura de “The
Ideal of Citizenship Since Classical Times”, de J. G. A. Pocock, para el curso “Pensamiento
Latinoamericano desde la Independencia hasta el Modernismo”, con la profesora Susana
Rotker (febrero 21 del 2000).
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