sábado, 21 de marzo de 2020

El ideal de ciudadanía desde los tiempos clásicos





 El concepto de “Tiempos clásicos” se entiende aquí desde dos perspectivas: en el sentido de que poseen cierta forma de autoridad, representada por un ideal durable y canónico; y en la designación específica  de las antiguas civilizaciones del Mediterráneo, en especial la Atenas de los siglos V y IV antes de Cristo y la Roma entre los siglos III y  I antes de Cristo*.
No hay sólo un ideal clásico de ciudadanía. El concepto mismo de ciudadanía es un ideal clásico. De ahí que los tiempos e ideas clásicas estén implícitos en toda reflexión sobre la ciudadanía. La historización de la ciudadanía ha sido la historización del ideal de ciudadanía.
El Ciudadano –polites griego o civis Latino- se define como miembro de la polis o res publica, una forma de asociación humana considerada “única” por estas antiguas culturas del Mediterráneo y transmitida luego a Europa y el Mundo Occidental.
Establecida como un ideal, la comunidad de los ciudadanos es aquella en la que el discurso toma el lugar de la sangre y los actos de decisión toman el lugar de los actos de venganza.



Aristóteles define en su Política que el ciudadano es uno que gobierna y es gobernado (“rules and is ruled”). Habla de una igualdad en la que se puede gobernar a un igual sólo si ese igual también gobierna sobre nosotros.
Esta definición, sin embargo, excluye a la mayor parte de la especie humana. Los requisitos para ese ciudadano: ser un hombre de reconocida genealogía, un patriarca, un guerrero y el amo del trabajo de otros (generalmente esclavos).
La fórmula aristotélica parte de una clara diferenciación de lo público y lo privado (polis y oikos) y de personas y acciones frente a las cosas. Lo que los ciudadanos discuten en sus asambleas son los asuntos relativos a la polis: asuntos de guerra y comercio entre la ciudad y otras ciudades, asuntos de preeminencia o emulación, autoridad y virtud y de los ciudadanos entre sí. Ser ciudadano es, en sí mismo, un ejercicio de libertad. El ciudadano es un ser cognitivo, activo, moral, social, intelectual y político. Su personalidad depende de su separación del mundo de lo material para entrar en el mundo de lo político.

Gaius Cesar

Una segunda gran definición del universo político se debe el jurista romano Gaius, quien vivió unos cinco siglos después de Aristóteles. Para Gaius, el mundo es divisible por jurisprudencia en: personas, acciones y cosas. Esta idea significa un movimiento de lo ideal a lo real, del ciudadano como “Ser político” al ciudadano como “Ser legal”. Ahora las personas actúan en función de las cosas, sus acciones están dirigidas a tomar o mantener posesión sobre ellas.
Esto implica la necesidad de crear regulaciones. El mundo de lo público adquiere el estatus de realidad. Para la jurisprudencia, el individuo se hace ciudadano a través de la posesión de cosas y la práctica de la jurisprudencia. Ser ciudadano, para Gaius, denota la pertenencia a una comunidad legal que puede o no ser idéntica a la comunidad territorial.
Podemos simplificar la historia del concepto de ciudadanía en el pensamiento político occidental representándolo como un diálogo inacabado entre las fórmulas de Aristóteles y Gaius, entre lo ideal y lo real, entre personas interactuando con personas y personas interactuando en busca de cosas, y ambas formulas nos han dejado un legado dividido y contradictorio.
Aristóteles y los antiguos nos han dejado la creencia de que sólo somos libres en la interacción con los otros para dar forma a nuestras vidas con decisiones políticas. Esta fórmula nos recuerda que al dirigir y ser dirigidos somos al mismo tiempo fines en nosotros mismos y medios para los fines de los otros.
La visión jurídica de Gaius, y en cierta forma la visión moderna, dice que conocemos y nos comunicamos mejor y entendemos mejor a los demás cuando admitimos que vivimos en interacción con un mundo de cosas que poseemos, transferimos y producimos, y en el que reconocemos en los otros derechos de propiedad y de trabajo que nos hacen personas. En esta fórmula vivimos a una ligera distancia de los otros, e incluso de nosotros mismos, separados por la mediación de las cosas sobre las que actuamos. Actuamos sólo indirectamente los unos en los otros y nos vemos como algo creado en lo que se denomina realidad. En esta concepción de la realidad está latente el peligro de caer en una dictadura de las cosas y en una cosificación de las personas.
     
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La adjudicación de las cosas es lo que hace al ciudadano en el sentido legal, en lugar de la emancipación de su posesión. El problema de la libertad se convierte crecientemente en un problema de propiedad. La personalidad en sí misma adquiere una infraestructura material.
Esta perspectiva nunca puede satisfacer el ansia de los individuos, en la tradición helénica, de liberarse del mundo de los objetos. Habiendo sido articulada como un ideal, la libertad no puede ser erradicada de los ideales de las civilizaciones derivadas de Grecia. El ciudadano reclama esta libertad por medio de la acción. Libertad para interactuar con otras personas tan libres como ellos en una comunidad de pura acción y libertad personal, en una comunidad buena en sí misma y un fin en sí misma.
Por esta razón, algunos filósofos políticos que se han denominado “liberales” han propuesto que la persona sea vista como portadora de algo que se ha denominado derechos (modos de interacción entre las personas y el mundo de las cosas, y con otras personas a través del mundo de las cosas); las personas se reconocen como humanos a través del reconocimiento de los derechos de uno y otro en un universo formado por la ley.
El modelo liberal o moderno de ciudadanía es un intento por conjugar el legado de Aristóteles y Gaius por medios revolucionarios o constitucionales para extender el universo legal hasta un universo político. La Ciudadanía se convierte en una ficción legal, encargada de la invención de personas y de atribuirles derechos y personalidad.

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Alrededor del 1700, el ideal jurídico de ciudadanía parece haber alcanzado su plenitud conceptual. Con el afianzamiento de elementos como el dinero, el crédito o el capital, se hace más evidente la naturaleza cambiante del mundo de las cosas. Del concepto de “propiedad real”, vinculado especialmente a la propiedad sobre las tierras, se pasa al concepto de “propiedad personal”.  Estos nuevos conceptos ponen una vez más en un punto central el dilema entre lo ficticio y lo real. En estas circunstancias toma forma el ideal moderno y postmoderno de ciudadanía.
La Ciudadanía se convierte entonces en la práctica de los derechos, en perseguir los propios derechos y asumir los derechos de los demás  al interior de comunidades legales, políticas, sociales e incluso culturales.
El peligro de la postmodernidad es la pluralidad de comunidades o soberanías que se turnan para pedir nuestra fidelidad, mientras admiten que toda fidelidad es parcial, contingente y provisional, negando al individuo la libertad de afirmar la propia identidad.

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Los poderes soberanos y cuasi soberanos de este mundo se juntan para informarnos que no es posible elegir una identidad, afirmar la propia fidelidad, que no hay ninguna posibilidad de determinar la propia ciudadanía o personalidad.
Después de que el mito del proletariado y la realidad de la política social-demócrata  empezaron a desaparecer, nos encontramos  en un mundo postmoderno y postindustrial en el que somos cada vez mayores consumidores de información y cada vez menos productores o poseedores de nada, incluidas nuestras propias identidades. Cuando un mundo de personas, acciones y cosas se convierte en un mundo de personas, acciones y construcciones lingüísticas o electrónicas que no tienen un autor, claramente es fácil para las cosas –cada vez mas poderosas, porque ya no son reales– multiplicarse, hacerse cargo, controlando y determinando personas y acciones.


*Más que un ensayo, un reporte de lectura de “The Ideal of Citizenship Since Classical Times”, de J. G. A. Pocock, para el curso “Pensamiento Latinoamericano desde la Independencia hasta el Modernismo”, con la profesora Susana Rotker (febrero 21 del 2000).




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