En días en que ser humano me
pesaba y las voces de la gente me llegaban como desde otro tiempo, en días de
cansancio y de tristeza solía hacer mi recorrido por la ciudad fantasma.
Solía mirar su torre envilecida,
su plaza sin coches, sus casas repletas de avisos, sus calles llenas de domingo
y madrugada.
Caminaba por las calles de la
ciudad fantasma sin seguir rumbo fijo. Giraba libremente en las esquinas. Me
dejaba llevar por un llamado que no oía, dócil, dejaba que mis pasos pensaran
por mí.
A veces la ciudad me rechazaba,
me arrojaba hacia las calles de los buses y la gente y me decía que me fuera,
que llevará mi tristeza hacia otro lado.
Pero a veces me acogía y me
aceptaba. Enviaba a sus olvidos para que me acompañaran. Me mostraba sus calles
desiertas hasta el horizonte, su aspecto de ciudad recién abandonada.
Hacía que fijara la mirada en los
balcones, que pegara mi rostro a las ventanas, me hacía desear ver mi reflejo
en el espejo apagado de una tienda de anticuario.
Pero pronto me cansaba de ese
ruido para nadie que brotaba de las calles, de ese coro de lamentos, de esas
lenguas enredadas. Poco a poco mi camino se orientaba hacia mi sitio predilecto
y, para jugar conmigo, faltando pocas cuadras, las nubes se inventaban una brisa
que oponía resistencia, que empujaba con sus dedos en mi pecho.
Pero al final llegaba. Veía en la
distancia esa puerta escueta y simple, ese arco entre las piedras agotadas.
Pasaba lentamente a ese otro mundo, a ese abrazo milenario, a ese sueño compartido.
El mar, durmiendo con sueño
intranquilo. El cielo, temiendo caerse en el mar.
Y allí, en mi sitio predilecto,
ese tramo reducido que borraba la ciudad, empezaba a despojarme de todos mis
pensamientos.
Pensaba que más allá de esa
cortina de piedra seguían los ruidosos balnearios. El ya pasado de moda y el
que empezaba a pasar. Pero pronto me olvidaba. Aferraba mi atención a la
rotunda soledad de ese lugar. A esa cueva solitaria con paredes de aire y agua
y de piedra a mis espaldas.
Entonces me sentaba, seguía
descartando pensamientos y temores, recuerdos y obsesiones, seguía
devolviéndole a mi mente la quietud de una muralla.
Y entonces olvidaba. Me dejaba
llevar por el sueño del mar, por el cielo aperezado, por la piedra con sus
labios apretados.
Y dejaba de pensar y dejaba de
soñar y dejaba de mirarme en el espejo de mi mente y al final solo quedaba un
pequeño objeto más, un guijarro en ese sitio vedado a los humanos, una nada
confundida con la nada.
Y más tarde regresaba.
El primer texto de Wenceslao Triana.
Publicado en el Dominical, de El Universal de Cartagena, algún domingo de 1993