Septiembre de 2001
Un texto de Wenceslao Triana
El martes pasado, después del
ataque al World Trade Center, tuve el impulso de cambiar una columna de prensa
que saldría publicada en Colombia al día siguiente. Cómo es posible –me decía–
que, en un momento tan histórico, tan doloroso, tan gigantesco, vaya a salir
con mis quejas por la pobreza del arte literario en Colombia.
Después me tranquilicé y me dije
lo que suelo decirme cuando ocurren cosas que no entiendo: “Por algo será”. Los
días siguientes me mostraron que no estaba tan desatinado. Las primeras
reacciones de la gente denunciaban justamente la imposibilidad del lenguaje
para expresar ciertos sentimientos. Luego, cuando algunos pudieron empezar a
modular, lo que hemos presenciado podría ser definido como una pésima novela de
buenos y malos, donde la palabra guerra se repite demasiado.
Lo que ha ocurrido me duele
profundamente. He llorado mirando las escenas que se repiten de manera
escandalosa y anestesiante. Me ha conmovido la terca esperanza de los
familiares de las víctimas, con sus fotos sonrientes en las manos, negándose a
admitir lo que la lógica y las leyes naturales obligan a admitir. Pero ese dolor
no me borra la sensación de que hay tremendas omisiones en lo que dice la
televisión, en lo que dicen los gobernantes, en ese fanatismo racial y
religioso que ha empezado a activarse en millones de norteamericanos.
Por casualidad, el martes pasado
me encontré con un cartel de la película “Aladino”, que Walt Disney estrenó
hace como seis años. Tardé poco en descubrir que el rostro del “malo” de la
película es el rostro del hombre sobre quien ahora recaen las sospechas. Seguí
atando cabos y descubrí que el león malo de la película “El rey león” tiene el
tinte de piel y los rasgos que cualquiera relacionaría con un prototipo árabe o
musulmán, mientras el león bueno es amarillito. Entonces entendí que la guerra
de símbolos, de la que vimos un sangriento episodio la semana pasada, es una
guerra que empezó hace rato.
La sensación que me ha quedado
esta semana es la de que muchos norteamericanos están enceguecidos por la ira y
por la idea de que son un poder invulnerable. Sólo en círculos académicos o
intelectuales se ha reflexionado sobre la responsabilidad que también les
corresponde a los Estados Unidos en los hechos. Pocos han señalado, por
ejemplo, que el monstruo que hoy todo el mundo abomina fue apoyado y armado por
los Estados Unidos, cuando el enemigo era la Unión Soviética. Pocos han notado
que el ataque del martes empieza a ser aprovechado para ocultar los efectos de
una crisis económica que se veía venir desde hace meses. Pocos han ido en
contra del nacionalismo exacerbado con que se quieren justificar aterradoras
inversiones militares que les quitan a muchos el pan de la boca.
Lo que más me preocupa de estos
días de pesadilla es el apremio para que los Estados Unidos “hagan algo”,
también toda esa rabia circulando por las calles, todo ese dolor politizado.
Las consecuencias de ese “hacer algo” pueden ser desastrosas para la humanidad.
El mundo se acabó y la gente no entendió. Un momento como éste podría servir
para reflexionar si de verdad existe en este mundo alguna cosa que justifique
la muerte de un ser humano. Pero en lugar de eso, los gritos de guerra no dejan
de sonar.
Si algo puedo decirles a quienes
sobrevivan al baño de sangre que está por llegar, es que en medio del humo y la
tristeza procuren decirse que, si el corazón se obstina en palpitar y la cabeza
en pensar, por algo será.
No hay comentarios:
Publicar un comentario