Es un viejo lugar común decir que
la distancia nos permite ver mejor el escenario donde transcurren nuestras
vidas. Si alguien alguna vez dejó a Medellín por un buen tiempo o para siempre,
es muy seguro que haya tenido revelaciones sobre lo que significa haber vivido
inmerso en ese valle perdido que sueña con ser el centro de la tierra y el
epicentro de muchos heroísmos.
Descubrimientos similares ocurren
cuando se abandonan los territorios de la lengua (y esta vez sí quiero hablar
de la lengua de la que tanto se ha hablado en las últimas semanas). Basta irse
a vivir a Bogotá o a Cartagena para descubrir que las palabras no sirven del
mismo modo y que lo que nos parecía universal es tan local que se convierte en
jerigonza tras solo unos kilómetros.
Cuando se vive en el País del
Sueño la cosa se pone más compleja. Por un lado, se tiene el encuentro con las
múltiples variedades de la misma lengua: las palabras que cambian de
significado (a veces hasta convertirse en groserías), los términos que solo
existen en algunas regiones. Por el otro lado está el contacto con el inglés, con
su poderosa presencia en las escuelas y los medios, con los riesgos
deformadores del spanglish.
Borges decía que lo ideal era que
una persona supiera dos o más idiomas. La experiencia de vivir en una región
bilingüe me ha hecho comprender las razones del escritor argentino.
Tener más de una lengua nos
permite experimentar la realidad de manera más completa. Cuando aprendemos
lenguas nuevas es como si nos salieran nuevos ojos para ver el mundo. Algunos
sostienen, incluso, que ser políglotas nos permite dejar aflorar facetas de
nuestro ser que solo se asoman en lenguas determinadas.
He llegado a concluir que hablar
más de una lengua nos permite llenar los vacíos de nuestra lengua nativa.
Porque todas las lenguas tienen carencias, puntos flacos, incongruencias. Al
inglés, por ejemplo, con su abundancia de palabras monosílabas, le cuesta
expresar lo barroco, lo demasiado florido, lo exuberante. El español, por su
parte, es torpe para filosofar. Las palabras que designan lo abstracto son tan
largas que uno olvida con frecuencia lo que estaba pensando.
He llegado también a identificar
algunas palabras que le faltan al español. Cuando una palabra falta, queda
silenciada la experiencia que designa, es como si no existiera. El hecho de que
no exista un equivalente en nuestra lengua para la palabra inglesa “uncanny”,
hace que vivamos privados de un matiz especial del misterio, de lo
sobrenatural.
Pero sin duda lo que mejor revela
el carácter de los hispanohablantes es la ausencia de un equivalente para lo
que en inglés se llama “delusion”. Uno puede buscar en el diccionario y
encontrar que a “delusion” lo traducen como engaño o negación. Pero la
“delusion” es un tipo de experiencia muy específico: es aquella actitud con la
que nos engañamos, nos mentimos, a nosotros mismos para no aceptar la realidad.
Quizá no sea casualidad que el tema de la novela más importante de nuestra
lengua sea aquello que no sabemos nombrar. La ausencia de una palabra para
expresarla es la mejor prueba de nuestra propia “delusion”.
Oneonta, abril de 2007.
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