Entre las novedades para el Festival del Libro de Medellín, en septiembre próximo, la editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana presenta una edición ampliada de la obra Un tal Cortázar.
Escrita dos años después de la muerte de Julio Cortázar, Un tal Cortázar tiene el honor de haber sido la primera biografía del escritor argentino. Desde su publicación original, en octubre de 1987, este libro ha recibido el aprecio de estudiantes de periodismo y amantes de la literatura. Esta nueva edición, titulada ‘Un tal Cortázar’ y otros pasos en las huellas está ampliada con textos adicionales que revelan facetas nuevas del autor de Rayuela e Historias de cronopios y de famas.
Este es un fragmento de la sección ‘Un lector entusiasta’, que es el resultado de una investigación en la biblioteca personal del escritor argentino. Las páginas de los libros que pertenecieron a Cortázar están llenas de sorpresas y tesoros.
Dibujo de Julio Cortázar
Un lector entusiasta
Por Gustavo Arango
Al principio se sintió decepcionado. El sujeto llevaba diez años fantaseando con su visita a ese lugar, imaginándose perdido entre los estantes, pasando la mirada y las yemas de los dedos por los lomos de los libros –como un psíquico aficionado– y tomando el que ofreciera la promesa de un hallazgo. En 1995 había comprobado que la biblioteca de Cortázar permanece prisionera casi tres meses al año, porque la Fundación Juan March está cerrada en los veranos. Diez años más tarde, el sujeto recibió una beca de investigación, del Ministerio de Asuntos Exteriores de España y la Agencia Española de Cooperación Internacional, y se embarcó de inmediato en dirección al paraíso.
Entonces descubrió que lo más cerca que estaría de la biblioteca era una especie de salón de clase con unos escritorios escuetos, que había que pedir los libros a un operario a quien no parecía gustarle que lo tomaran por amable y que el máximo de libros que podía tener al mismo tiempo era sólo tres. Considerando el tiempo que tomaría revisar los libros, pedir los siguientes, esperar a que el funcionario tomara impulso para ir a buscarlos, revisar los cerca de cinco mil libros que constituían la biblioteca de Cortázar podía tomar unas tres vidas y media. La perspectiva era para descorazonarse.
Pero el sujeto comprendió que en lugar de lamentarse podría aprovechar esas cuatro semanas comprando loterías. Al menos tenía indicios de los números ganadores. Sabía que si usaba con inteligencia el conocimiento que tenía sobre Cortázar, podría atinar a pedir libros donde fuera posible encontrar cosas interesantes. De manera que se dedicó a revisar el catálogo completo, hizo una lista muy selecta de preferencias, decidió empezar con Verne, Borges y Poe, y se propuso demoler con sonrisas el gesto amargo del funcionario.
El primer día sólo revisó tres libros. Aún no se le había ocurrido el método de hojear rápidamente lo que le traían, devolver lo que no ofrecía nada, y pedir los siguientes títulos de su lista. Su sentido práctico estaba entorpecido con la idea de que esos libros estuvieron alguna vez en las manos de Cortázar. También lo entretuvo la emoción de comprobar que el ejemplar de Otras inquisiciones, publicado por editorial Sur, estaba lleno de anotaciones, subrayados, líneas, exclamaciones. Era como si Cortázar hubiera escrito otro libro en los espacios en blanco.
Así empezó a familiarizarse con los hábitos de aquel lector entusiasta. Recordó que, en Rayuela y otros lados, Cortázar había dicho que le interesaba el lector “macho”, el que se acerca de manera activa a los libros. Como las feministas casi se lo comen vivo, Cortázar siguió utilizando la expresión “lector activo”, para referirse a ese tipo de lector (o lectora, porque a nadie le gusta que se lo coman vivo) que se acerca a los textos con espíritu crítico y creativo. Llámese como quiera: macho, activo o entusiasta; lo cierto es que Cortázar era uno de esos bichos.
Cortázar ponía su nombre en la primera página de todos los libros que hacía suyos (en los más antiguos, en los que leyó cuando era profesor de provincia en Argentina, firmaba con el seudónimo de su primer poemario, Julio Denis, o con su nombre completo: Julio Florencio Cortázar; luego dejó de ser Florencio). Subrayaba todo lo que le interesaba. Trazaba líneas verticales al lado de los párrafos que quería destacar, y el número de líneas determinaba la importancia que les daba. Escribía notas de pie de página: ponía numeritos en el texto y escribía comentarios en la parte inferior de las páginas. Leía y comentaba en español, inglés o francés; porque en los tres idiomas se sentía en casa. Marcaba en los índices las secciones que más le interesaban. Corregía erratas. Creaba índices temáticos en las páginas blancas al final de los libros. Cuando estaba juguetón, dibujaba. En ocasiones escritura y dibujo eran una sola cosa: en la primera página de una guía de Londres donde aparece una mujer desnuda, la jota de su nombre sale (o entra, el asunto hay que dejárselo a los críticos) del sexo de la muchacha.
El ejemplar de Otras Inquisiciones no tiene su cubierta original. Tiene una pasta dura con el nombre de su dueño en el lomo. Es evidente que en algún momento el libro estuvo a punto de deshojarse y pidió a gritos esa cirugía reconstructiva. Los subrayados en lápiz (en otros libros Cortázar usa tinta negra, azul o roja) aparecen desde el primer ensayo, ‘La muralla y los libros’. Allí Cortázar destaca dos pasajes. El primero es sobre los motivos del emperador chino que construyó la muralla y ordenó quemar los libros:
“Acaso la muralla fue un desafío y Shih Huang Ti pensó: ‘los hombres aman el pasado y contra ese amor nada puedo, ni pueden mis verdugos, pero alguna vez habrá un hombre que sienta como yo, y ése destruirá mi muralla, como yo he destruido los libros, y ése borrará mi memoria y será mi sombra y mi espejo y no lo sabrá’. Acaso Shih Huang Ti amuralló el imperio porque sabía que era deleznable y destruyó los libros por entender que eran libros sagrados…”.
El segundo son las líneas finales del ensayo:
“La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es quizá el hecho estético”.
El sujeto entendió que su tarea también tenía esa inminencia de revelación a la que no podría prestar toda la atención que habría querido. De haber tenido tres vidas y media en el bolsillo, se habría dedicado de inmediato a escribir un paralelo del emperador y su sombra con Borges y Cortázar. Habría escrito un tratado sobre la manera como en el segundo subrayado se encuentra contenido el concepto de figura, una idea central para entender toda la obra de Cortázar. Pero apenas llevaba leídas dos páginas, de uno entre miles de libros, y decidió tomar apuntes y dedicar el resto de esa sola vida que tenía a digerir lo que encontrara. Había comprendido que en cada subrayado no era el autor leído quien hablaba, sino el mismo Cortázar quién decía lo que pensaba.
En ‘La flor de Coleridge’, Cortázar subraya una sola frase: “Para las mentes clásicas, la literatura es lo esencial, no los individuos”. Pero en el ensayo siguiente, “Las alarmas del doctor Américo Castro”, en el que Borges agarra al pobre académico y le dice de todo –le dice hasta español–, Cortázar no reprime la emoción, llena las márgenes de líneas, de signos de admiración, y en el espacio en blanco que queda al final del texto exclama con una risotada cuyo eco aun sonaba entre las páginas del libro: “Qué tapa le has puesto!”[1], como quien acaba de ver noquear a alguien en una pelea de boxeo.
De manera que leer la lectura que Cortázar hace de Borges se convierte en un placer que uno no quiere que se acabe. A Cortázar le encanta el primer párrafo de “Nuestro pobre individualismo”, aquel que cita ejemplos de las tonterías que dicen los patrioteros. Al final del ensayo, después de subrayar la frase sobre el libro vivo de Carlyle, Cortázar le habla a Borges en francés: “Tu aurais du de rappeler de Gide”(Es posible que te acuerdes de Gide). En el ensayo sobre Quevedo subraya dos versos citados por Borges: “escucho con los ojos a los muertos” y “en músicos callados contrapuntos” y escribe en el margen una nota sobre la cercanía de esas líneas con la obra de Mallarmé.
Parte del espectáculo que ofrece nuestro lector entusiasta es su capacidad para reaccionar desde distintos perspectivas de su ser. Buena parte de las notas y subrayados los hace el intelectual, el estudioso de la literatura (“En el decurso de una vida consagrada menos a vivir que a leer, he verificado muchas veces que los propósitos y teorías literarias no son otra cosa que estímulos y que la obra final suele ignorarlos y hasta contradecirlos”). Pero de vez en cuando quien lee es el místico para el que la poesía tiene una dimensión religiosa, o el hombre común y silvestre: el niño fascinado que subraya la palabra “calidoscopio”, el enamorado al que le han roto el corazón algunas veces: “Lo quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren”, o el lingüista sensual siempre atento a las puertas que los cuerpos abren hacia otros mundos: “Argentina: concha=vulva”.
Su admiración tampoco está libre de sentido crítico. Cortázar se permite el lujo de señalar las limitaciones de su maestro. Cuando Borges dice que el realismo argentino del siglo XIX habría producido algunas “admirables crueldades… que los norteamericanos no han superado”, Cortázar le replica con una nota de pie de página en francés: “Tú no has leído a Dashiell Hammett”. En otro ensayo, cuando Borges afirma que El infierno, de Barbuse, es un libro olvidado, Cortázar responde en francés nuevamente que, al menos para él, no lo es.
La velada pudo haberse prolongado por semanas, pero el primer día en la biblioteca de Cortázar venía con un número de horas limitado. El sujeto se apresuró a tomar nota del momento en que Cortázar escribe que Verne es muchísimo más grande que H. G. Wells y recordó que aún no había mirado los otros dos libros. A Cortázar Luciano de Samosata le parecía un gran tipo (“great guy”), Pascal le parecía vano y frívolo, y consideraba brillante la afirmación de Borges de que el Biathanatos, de John Donne, había sido escrito para demostrar que Cristo se suicidó. Aprueba con signos de admiración que se enseñe en las escuelas el arte de leer los periódicos con incredulidad. Agrega Lord Jim, de Conrad, a la lista de libros –como la segunda parte del Quijote o Huckleberry Finn– donde los personajes y el medio se modifican mutuamente. Admira la frase de Borges: “No recuerdo si esa noche nos suicidamos”.
El último y más largo ensayo de Otras Inquisiciones, “Nueva refutación del tiempo”, también está marcado por el entusiasmo de Cortázar. No se cansa de poner líneas al lado de la frase: “No puedo lamentar la pérdida de un amor o de una amistad sin meditar que sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido”. El ensayo abunda en exclamaciones y subrayados. La lectura parece una más, dentro de las muchas del lector entusiasta. Pero de pronto aparece una frase en francés que estremece de horror: “ça pour ton epitaphe”. Borges estaba citando un texto suyo de 1928, en el que se refería a sus recorridos por el barrio de su infancia. Reflexionaba sobre sus relaciones con el entorno. Decía: “No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad…”. La frase en itálicas llevó a Cortázar a pensar en la muerte de Borges y en un epitafio que pudiera condensarlo. Ya que hablamos de admirables crueldades, la lectura del primer libro en la biblioteca de Cortázar se cierra con una de las crueldades más crueles y naturales de la vida: la muerte simbólica del padre, el entierro del maestro, un evento agridulce que marca el nacimiento de un nuevo adulto. Tal vez Cortázar nunca pensó que ese gesto secreto llegaría a hacerse público. Era un chiste perverso. Pero como decía Emerson, el maestro de su maestro, no existe un gesto humano que carezca de testigos.
Sólo al final de la tarde el sujeto pudo hojear la edición de Everyman con los ensayos y poemas de Edgar Allan Poe, y comprobar que ese ejemplar no había sido el que Cortázar utilizó para sus famosas traducciones. No tenía ni una sola anotación. El catálogo de la biblioteca mostraba muchas ediciones de los libros de Poe, habría que seguir buscando. Tampoco la edición antigua de Veinte mil leguas de viaje submarino parecía haber sido leída. Era improbable que en la biblioteca estuvieran los libros de Verne que Cortázar leyó cuando era niño. La presencia de ese libro era más bien el gesto de cariño y gratitud que algunos lectores tienen con los autores que les abrieron el camino hacia la lectura. Son libros que habitan los estantes, más por la compañía, que para ser leídos. Pero con todo y el silencio en los libros de Verne y de Poe, el primer día en la biblioteca Cortázar había estado lleno de sorpresas. El sujeto pensó que el ejemplar de Otras Inquisiciones había justificado el largo viaje y los años de espera. No podía imaginarse los tesoros que seguiría encontrando.