lunes, 28 de diciembre de 2015
martes, 22 de diciembre de 2015
Muchos libros de regalo
El periódico El Colombiano pregunta a un grupo de escritores
qué libros regalarían y cuál fue el primer libro que recibieron de regalo.
lunes, 21 de diciembre de 2015
El corazón del amado
El corazón del amado
El Lord de Councy, vasallo del Conde de
Champagne, era uno de los hombres más apuestos y admirados de su tiempo. Amaba
con pasión desaforada a la esposa del Lord du Fayel y tenía la fortuna de ser
correspondido por la dama. La mujer se llenó de tristeza cuando supo que su
amado había resuelto acompañar al Rey y al Conde en las guerras de Tierra
Santa, pero decidió no oponerse a su voluntad. Pensó que la distancia haría que
las sospechas de su esposo se disiparan.
Cuando llegó
el momento de partir, los amantes se reunieron en secreto y llenaron el
encuentro de ternuras y de lágrimas. Antes de dejarlo ir, la dama le dio de
regalo a su amado un anillo, unos diamantes y un lazo de seda entretejida con
su pelo y adornado con perlas. Según era costumbre en aquel tiempo, los
soldados ataban lazos como ese al casco de su armadura, para armarse de valor y
también recibir protección en la batalla. El joven aceptó gustoso el regalo de
su amada, prometió volver lleno de gloria y se marchó a la guerra.
Corría el
año de 1191. En Palestina, durante el sitio de Acre, al momento de ascender una
rampa, el hombre recibió una herida que resulto ser mortal. Los pocos momentos
de vida que le quedaban los invirtió en escribir una carta a su amada. En las
hojas dejó derramado el fervor de su alma. Luego le ordenó a su escudero que
–en cuanto muriera– le arrancara el corazón, lo embalsamara y lo hiciera llegar
a su dueña, junto con los presentes que ella le había dado en el momento en que
se separaron.
El escudero
obedeció la orden de su amo. Regresó a Francia con los regalos y el corazón
embalsamado y, al acercarse al castillo del Lord du Fayel, se escondió en un
bosque, a la espera de un momento propicio para hablarle a la dama. Pero quiso
la mala fortuna que el escudero fuera descubierto y reconocido por el Lord du
Fayel, quien sospechó de inmediato que aquel hombre le traía a su esposa algún
mensaje de su amo y lo amenazó con matarlo si no revelaba el propósito por el
que había regresado. El escudero aseguró que su amo estaba muerto, pero Du
Fayel no le creyó y en un arrebato de furia esgrimió la espada. Aterrorizado,
el escudero confesó todo y entregó el corazón, los regalos y la carta de su
amo.
Enloquecido
por los celos, Du Fayel planeó la más terrible venganza. Le ordenó al cocinero
que macerara el corazón y lo mezclara con carne, para después preparar un
estofado, el plato favorito de su esposa. Esa noche, la dama comió el estofado
con mucho deleite. Terminada la cena, el Lord du Fayel le preguntó a su esposa
si le había gustado lo que había comido. La mujer respondió satisfecha que la
carne había estado excelente.
“Es por eso
que hice que te la sirvieran”, dijo su esposo. “Porque es una carne que te
gusta mucho. Acabas, querida, de comer el corazón del Lord de Councy”.
La mujer no
podía creer lo que su esposo le decía. Sólo cuando vio la carta de su amado y
el anillo y los diamantes y el lazo de seda, comprendió que era cierto lo que
le decía. Un estremecimiento de pavor la recorrió. Luego alzó la mirada
enrojecida y, embriagada de dolor, le dijo a su marido:
“Es verdad
que yo amaba este corazón, porque era digno de ser amado. Nunca encontré uno
mejor. Y ya que he comido de carne tan noble, y que mi estómago es la tumba de
tan precioso corazón, no volveré a comer nada que le sea inferior”.
Luego se
retiró del comedor, cerró para siempre la puerta de su cuarto, se negó a
aceptar cualquier forma de comida o de consuelo y, después de cuatro días de
horrible agonía, murió.
Texto
publicado en Vivir en El Poblado, el 4 de diciembre de 2015.
martes, 15 de diciembre de 2015
viernes, 4 de diciembre de 2015
Reverendos
La historia de los títulos de nobleza revela un rasgo
siempre notorio de la naturaleza humana. Cuenta Disraeli que el título de
“Ilustre” empezó a utilizarse en tiempos del emperador Constantino, para
referirse a aquellos de reputación espléndida en las armas o en las letras. Al
principio sólo los soldados más valientes recibieron ese título. Tan alta era
la distinción que no podía ser heredada por los hijos de quien recibiera el
título. Pero con el tiempo fue perdiendo su importancia y todo hijo de príncipe
era considerado “Ilustre”. Cuando el título de ilustre empezó a perder su
lustre, los italianos empezaron a llamar a sus emperadores “Superilustres”,
pero ese título reforzado no tuvo mucha acogida y pronto dejó de usarse. Para
el siglo 19, ya el título de “Ilustre” había dejado de usarse para hablar de
méritos militares y era común usarlo para referirse a los poetas.
Se dice que los títulos de honor de Henry IV ocupaban
cuatro páginas. En España y Portugal los títulos de cortesía proliferaron de
tal modo, y de manera tan absurda, que Felipe III se vio obligado a reducir los
protocolos a la fórmula “el Rey Nuestro Señor”. Así dejó de lado los atributos
fantásticos y epítetos desmesurados, como el de “emperador de emperadores
victoriosos” o “domador de gentes bárbaras”, que inundaban y hacían engorrosos
los documentos oficiales.
La suerte de otros títulos ha sido similar. El título de “Alteza”
sólo se daba a los reyes. Era el utilizado en Inglaterra por Enrique VIII y, en
España, por Fernando de Aragón e Isabel la Católica. Pero con el tiempo el
título empezó a ser usado por todo el que quisiera atribuirse sangre azul y
dignidad real.
El título de “Majestad” tuvo un pobre principio. El
primero en usarlo fue Luis XI, en el siglo 15. El “Tiberio de Francia” era un
hombre de hábitos sórdidos y aspecto desarrapado. Pero el título fue rescatado
por Carlos V, quien al coronarse emperador pensó que “Alteza” ya no era
suficiente y decidió darle un nuevo sentido a “Majestad”.
En aquellos tiempos “reales” los títulos eran cosa seria
y no se podían usar con ligereza. La diferencia entre “Alteza” y “Excelencia”,
por ejemplo, era muy marcada. Así lo demuestra el incidente en que el príncipe
don Juan, hermano de Felipe II utilizó el primer título y la ciudad de Granada
lo saludó como “Alteza”. El asunto causó revuelo en la Corte. Hubo intrigas y
mensajes de protesta. Al final, el Príncipe tuvo que renunciar al título de
“Alteza”, y usar a cambio el de “Excelencia”; pues de haber persistido en ser
llamado como sólo Felipe II podía ser llamado, corría el riesgo de ser
ejecutado por traición.
En el siglo XVII los cardenales solían ser llamados con
el título de “Señoría Ilustrísima”. Pero el título pronto se quedó corto y el
Duque de Lerma, el ministro y cardenal español, decidió en su vejez que lo
llamaran “Excelencia Reverendísima”. En aquel tiempo la Iglesia de Roma estaba
en su esplendor y el título de “Reverendo” se consideraba mucho más alto que el
de “Ilustre”. Pero “Reverendo” también corrió la suerte de “Ilustre”, y con el
tiempo fue reemplazado por “Eminente”.
Hoy en día cualquiera de estos títulos produce una
sonrisa y despierta irreverencia. Pero eso no quiere decir que las costumbres y
vanidades que inspiraron esa secuencia de absurdos hayan desaparecido. Nos
resulta imposible sustraernos a nuestro pasado cortesano. Doctor, Patrón o
Capo son las versiones contemporáneas y locales de esos títulos que por igual
señalan a quienes ostentan los poderes terrenales y la fragilidad de sus
reinados.
Publicado en Vivir en El Poblado el 4 de diciembre de
2015.
domingo, 29 de noviembre de 2015
martes, 24 de noviembre de 2015
viernes, 20 de noviembre de 2015
El rey forastero
El sirio
Juan Damasceno —a quien la Virgen le restituyó un brazo que había perdido—
cuenta en su Vida de San Josafat que
en tiempos antiguos había una ciudad muy grande y populosa cuyos habitantes
tenían la costumbre de elegir por rey a un extranjero que no tuviera noticia de
ese reino y república. Para tal fin, enviaban a lugares remotos unos emisarios
que llevaban consigo la lista de atributos que había de tener el elegido.
Cuando encontraban al que buscaban, le hacían esa oferta que nunca se supo que
alguno rechazara.
Durante un
año los habitantes de aquella ciudad dejaban que su rey forastero obrara
libremente. Era frecuente que los recién coronados se comportaran al principio
con mesura y quisieran ser ecuánimes. Como estaban convencidos de que reinarían
por el resto de sus días, muchos pensaban que ganarían gloria y que su nombre
sería recordado por los siglos venideros. Pero era inevitable que con el exceso
de poderes y con el paso de los días los reyes empezaran a llenarse de soberbia
y de maldad.
Ocurría
entonces que, cuando los reyes estaban más descuidados y sin recelo, las gentes
de aquel reino llegaban hasta ellos de manera repentina. Los despojaban de sus
vestiduras reales y, después de sacarlos desnudos de la ciudad, los llevaban a
una isla lejana, donde venían a padecer grandes penurias. La fortuna de esos
reyes mudaba en un instante de la riqueza a la pobreza, del gozo a la tristeza,
de la vida regalada a la vida atormentada por el hambre, de las túnicas reales
a la desnudez completa. Ni uno solo de esos reyes dejaba de morir en pocos
días; ya por las privaciones, ya por el anonadamiento en que los postraba su
mudanza.
Sucedió
que en cierta ocasión las gentes de aquella ciudad eligieron como rey a un
hombre prudente y astuto que aceptó con reservas la oferta que le hicieron de
coronarlo. Al llegar al castillo notó que en aquel reino no había memoria de
los reyes anteriores: ni un cuadro en las paredes, ni una estatua en las
plazas. En los consejos procuró indagar sobre las costumbres de ese reino pero
siempre le respondieron con evasivas.
Con el
tiempo aquel rey obtuvo la confianza de un miembro de la corte que le confesó
la costumbre de sus conciudadanos. Apenas tuvo conocimiento de esa curiosa
inconsistencia, aquel hombre procuró gobernar con discreción y sin soberbia.
De manera silenciosa empezó a trabajar para su propio beneficio, buscando la
manera de no morir de hambre ni de frío cuando la multitud viniera a
desterrarlo.
Aquel rey
pasaba los días lleno de inquietud y de recelo, pensando que en cualquier
momento llegarían a despojarlo. Con la ayuda del cortesano amigo, empezó a
sacar del palacio las riquezas de aquel reino, sus tesoros más valiosos, y a
embarcarlos hacia la isla donde habrían de desterrarlo. Fue una labor lenta y
sigilosa. El rey no tuvo una sola noche de descanso.
Cumplido
un año de su reinado vinieron los ciudadanos con un grande alboroto para
deponerle de su dignidad y oficio de rey, tal como habían hecho con sus
antecesores, y a enviarle a aquella isla desterrado. El hombre los dejó hacer
lo que quisieron, se dejó conducir sin mucha pena, y vivió en su destierro muy
próspero y feliz, gracias a los tesoros que había sacado.
Dice
Damasceno que esa ciudad es el mundo loco, vano, inconstante, en el cual
—cuando uno piensa que reina— de repente lo despojan de todo y a la sepultura
va a parar sin nada de lo que tuvo. Los reyes incautos son aquellos que andan
ocupados en gozar y entretenerse con sus bienes transitorios y caducos, como si
fueran inmortales. Y la isla… ya no importa. La isla sólo importaba cuando la
gente tenía alma.
Publicado en Vivir en El Poblado el 20 de noviembre de 2015.
jueves, 5 de noviembre de 2015
El monje y el pajarito
La columna de Vivir en El Poblado
Cuenta el distinguido y olvidado Eusebio Nieremberg —por
quien hasta una flor recibió el nombre— que en cierta ocasión había un monje
cantando Maitines con otros religiosos cuando dieron con un salmo que lo dejó
intrigado:
“Que mil años en la presencia de Dios son como el día de
ayer, que ya se pasó”.
Tal vez fue la tisana de papaver, o la falta de sueño,
pero lo cierto es que el monje se sintió aterrado al pensar en las
implicaciones de ese verso, y comenzó a imaginarse cómo era posible aquello.
Olvidado del canto y de los otros, nuestro monje se dio a pensar y pensar en el
misterio de ese salmo. Dice Nieremberg que el monje era muy devoto y siervo de
Dios, y que tenía la costumbre de quedarse orando un rato más que los otros.
Aquel día del salmo, el monje permaneció en el coro cuando todos se marcharon, y
le suplicó afectuosamente al Señor que le ayudara a entender las palabras de
David.
En esas estaba el monje cuando llegó hasta el coro un
pajarito que saltaba entre el altar y las bancas y cantaba con dulzura
celestial. Parecía estar hablándole al monje de nuestra historia y, por los
saltos que daba en dirección a la puerta y su elocuente manera de volverse a
mirarlo, era evidente que quería que lo siguiera. Así fue que nuestro monje,
siguiendo al pajarito, salió del monasterio y se encaminó a un tupido bosque
que estaba cerca. El pajarito se detuvo a cantar sobre la rama de un árbol, y
el monje se acercó y se postró al pie del árbol para escucharlo extasiado. El
canto era de una belleza extraordinaria. El monje se preguntó si sería posible
poner por escrito aquella música; pero en el momento mismo de escucharla la
olvidaba. Después de un rato, el pajarito alzó el vuelo, dejándolo con mucha
tristeza. Como no conseguía ver al animalito, el monje se sentía conturbado.
Caminó un rato por entre los árboles de aquel bosque, llamando a su amigo:
—Pajarito de mi alma, ¿a dónde te has ido?
Como vio que el pajarito no aparecía, el monje decidió
volver al monasterio. Pensó que ya sería hora de tercia y que los otros monjes
lo andarían buscando. Pero al llegar al convento halló que la puerta por donde
había salido estaba tapiada, y que había una nueva puerta en otra parte.
Nuestro amigo caminó hasta la otra puerta y, tras golpear
un par de veces, le abrió un hombre de cejas gruesas y gesto poco amable. El
monje no recordaba haber visto nunca a ese hombre. Impaciente, el portero le
preguntó al monje quién era, de dónde venía y a quién buscaba.
—Soy el sacristán de este monasterio—dijo el monje—, que
hace un momento salí a aquel bosque, y ahora vuelvo y lo encuentro todo
cambiado.
El portero le preguntó el nombre del abad y el del prior
y el del procurador; pero las respuestas que dio el monje aumentaron su rudeza:
“No acertaste en nombrar ninguno de ellos”. El monje se sintió angustiado y
pidió ser conducido en presencia del abad. Tras mucho insistir, el portero
accedió a dejarlo entrar, pero ni el abad reconoció al monje, ni el monje
reconoció al abad.
El abad le preguntó al monje su nombre y el de sus
superiores, y mandó a buscarlos en los anales del monasterio. Fue así como se
pudo averiguar que habían pasado más de trescientos años desde la muerte de los
que el monje había nombrado. El monje entendió entonces que aquel misterioso
hecho había sido la explicación que había pedido, y se sintió confuso y
maravillado. Compartió con el nuevo abad y los nuevos monjes lo ocurrido, y
todos celebraron el milagro y lo acogieron con afecto y devoción. Cinco
décadas más tarde, habiendo recibido todos los sacramentos, nuestro monje
“acabó suavemente con mucha paz en el Señor”.
Publicado en Vivir en El Poblado el 5 de noviembre de
2015.
The Land of the Crazy Trees and other stories
“If you want to remember what you’ve lost, and now you’re searching restlessly, praying for the time and strength to make it, then you will have to travel to the land of the crazy trees.”
Includes the stories:
His
Last Word Was Silence
I
Confess that I’ve Killed
The
Land of the Crazy Trees
jueves, 29 de octubre de 2015
Con Ramiro de la Espriella
Conocí a Ramiro de la Espriella en 1994, cuando hacía la investigación para el libro Un ramo de nomeolvides: García Márquez en El Universal, y desde entonces admiré su entereza moral y su alto nivel intelectual.
Fue generoso conmigo y llegó a escribir una de las primeras reseñas críticas sobre mi obra. Este capítulo en el que recuerda a Gabito es un pequeño homenaje a su memoria.
DE GALLINAS Y DE HOMBRES
“El equipo de avanzada desea entrevistarse con usted, señor
gobernador”.
Pálido, flaco y solemne, Gonzalo Zúñiga Torres entró al despacho del
señor gobernador y le habló a su espalda ancha y encorvada.
“¿El qué?”, preguntó Ramón P. de Hoyos con voz de león con hambre, sin
dejar de mirar de cerca las aspas fatigadas del ventilador.
“El equipo...”.
Ramón P. de Hoyos interrumpió a su secretario de Gobierno y haciéndose
perdonar por la aspereza inicial, le dijo:
“Dígales que pasen, Gonzalito”.
Gonzalo Zúñiga era una joven promesa del liberalismo. A sus treinta
años ya había sido alcalde de su natal Quibdó y era una persona infaltable a la
hora de pronunciar discursos memorables (para proclamar políticos o reinas). A
finales de ese año esperaba tener su título de abogado. Ahora seguía cosechando
experiencia como secretario de Gobierno.
Un estruendo de zapatos en el piso de madera obligó al gobernador De
Hoyos a abandonar su romance con el ventilador. Su camisa blanca tenía enormes
manchas de sudor en torno a las axilas y sobre la barriga. Entrecerró los ojos
frente al grupo, como si se estuviera preguntando, entre irritado y divertido,
‘qué carajos significa este tumulto de chiquillos’.
“Buenas tardes, señor gobernador”, dijo Argemiro Martínez Vega,
preguntándose dónde poner los brazos para ser más convincente.
Ramón P. de Hoyos miró a cada uno de los hombres de ese grupo y fue a
parar a la cara expectante y asustada de su secretario, quien se había quedado
junto a la puerta por si las cosas se complicaban.
Sin dejar de mirarlo, preguntó:
“¿A qué debo el honor de la visita?, jovencitos”.
A pesar del desconcierto que les produjo el saludo, a pesar de lo
frágiles e infantiles que se sintieron frente a ese hombre que podía ser el
abuelo de cualquiera de ellos, Argemiro Martínez fue directo, explícito y claro:
“Venimos a pedirle garantías”.
Ramón P. de Hoyos lo miró con sorna.
“¿Garantías?”, dijo con un énfasis burlón en el acento.
“Sí... señor”, dijo Argemiro Martínez con un intencionado titubeo
antes de la palabra señor.
“Los señores quieren garantías”, le informó desenfadado el
gobernador a su secretario.
Gonzalo Zúñiga no dijo nada.
Argemiro Martínez volvió a hablar:
“Estamos haciendo campañas políticas por todo el departamento. Pero
con el clima de violencia en que vivimos, con la actuación arbitraria de la
Policía, nos sentimos en peligro”.
Ramón P. de Hoyos dejó de sonreír y preguntó con una preocupación
caricaturizada:
“¿Los han metido al cepo?”
“No señor, a ninguno de nosotros lo han metido al cepo, pero...”.
“¿Les han dado plan?”, interrumpió el gobernador, con la voz rutinaria
de quien sabe de memoria el orden de un interrogatorio.
“No, señor, a ninguno de nosotros...”.
Ramón P. de Hoyos tomó una amplia bocanada de aire, cerró los ojos con
la solemnidad de quien se dispone a recitar un texto sagrado y volvió a
interrumpir.
“¿La autoridad legítimamente constituida se ha negado a brindarles
protección?”
Argemiro Martínez bajó la mirada apesadumbrado, todo el furor que
traían al llegar a la oficina del gobernador se había derrumbado con unas pocas
preguntas. Sus compañeros se sumaron a la pesadumbre y a la inspección del
gastado piso de madera de la oficina.
“No”.
Ramón P. de Hoyos miró a esa juventud avergonzada, pensó en ellos como
hijos y, después de dar una sonora palmada sobre la mesa y de soltar una
carcajada firme, les dijo con voz festiva:
“Mierda. Ustedes lo que están es nerviosos”.
Antes de volverse por completo hacia su ventilador, el gobernador
Ramón P. de Hoyos miró a su secretario, le sonrió dulcemente y le dijo con voz
de animal saciado:
“Gonzalito... Los señores necesitan té de tilo”.
* * *
“A veces hace pendejadas, como todo el mundo, pero cambios
fundamentales no”.
Ramiro De la Espriella pronuncia las palabras con una lentitud que
hace pensar que no saldrán completas, que se interrumpirán mientras se asoman.
Está en el balcón de un restaurante en el Hotel Hilton de Cartagena,
detrás suyo se dibuja el azul resplandeciente de la piscina. Viste el traje
blanco del Caribe y saluda informalmente a meseros y comensales que pasan por
su lado. Durante mucho tiempo ha sido miembro de la junta directiva de ese
Hotel –en representación de la Corporación Nacional de Turismo– y se siente
como en su casa.
Ramiro De la Espriella vive en Bogotá, donde ha desarrollado una
destacada carrera como periodista, político y abogado, pero nunca ha perdido el
contacto con Cartagena, vuelve a ella con frecuencia y es tema recurrente en
sus columnas periodísticas. Algunos de sus amigos afirman que si en este país
hubieran seguido primando las ideas sobre el dinero, Ramiro De la Espriella ya
sería expresidente. Su amistad con García Márquez ha perdurado hasta hoy. La
confianza que se tienen se trasluce en sus respuestas. Ahora responde a la
pregunta que le hacemos sobre el cambio que él observa entre el joven de veinte
años y el hombre legendario y afamado.
“Se volvió rico, puede expandirse en sus deseos, comprar más medias
amarillas, pero no ha logrado vestirse bien. Se viste caro, pero no bien”.
“En aquella época vestía estrambóticamente, con medias amarillas, unos
mocasines que eran de poco uso, la camisa por fuera. No era nada atractivo, era
un poco camaján. Recuerdo que mi padre le decía 'Valor Civil' porque, decía,
para vestir como él se vestía se necesitaba mucho valor civil”.
“Era un pelaíto ahí, insignificante, barroso, con rostro más bien
palúdico. Yo no sé qué le vería Mercedes, parecía muy débil, físicamente no
tenía ningún atractivo. Pero él superaba toda esa falta de impresión con los
cuentos, la imaginación y el trato. Era muy especial en el trato, simpático,
anecdótico. Pero, personalmente, si alguien lo veía en la calle podía
confundirlo con un mensajero”.
“Ahora, a veces, cuando llega al país, me llama y nos vemos. Nos vemos
con más frecuencia aquí en Cartagena que en Bogotá, porque en Bogotá me dice:
‘Llámame’ y yo le digo: 'Mira Gabito, si tú quieres hablar conmigo me llamas,
porque si yo llamo quedo de sapo y hay cien sapos ahí sentados esperando hablar
contigo. Si tú quieres hablar conmigo me llamas y hablamos. No voy a ir a
sentarme a oír pendejadas’”.
Al comienzo, la amistad de García Márquez con Ramiro De la Espriella
fue intermitente pero intensa. Ramiro estudiaba derecho en Bogotá y viajaba a
Cartagena en sus vacaciones. García Márquez iba frecuentemente a casa de la
familia De la Espriella y a su finca en Turbaco, tenía contacto permanente con
Óscar, el hermano de Ramiro, y solía visitarlos para leerles fragmentos de la
novela que estaba escribiendo. Muchas veces se quedó a dormir en su casa.
En 1949, el vínculo con Ramiro fue más estrecho, compartieron
experiencias políticas con motivo de la campaña para las elecciones de junio y
vivieron juntos uno de los acontecimientos más curiosos y polémicos del año: el
reinado estudiantil.
El 28 de julio de 1949, con motivo del viaje de Ramiro De la Espriella
a Bogotá para recibir su título de abogado, García Márquez publicó en El
Universal una columna titulada ‘El viaje de Ramiro De la Espriella’, allí se
refirió a las características de su amistad.
* * *
El viaje de Ramiro De la Espriella
Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
A nosotros –personalmente– nos va a hacer falta De la Espriella
durante algunos meses, para hablar mal de André Maurois, para discutir sobre
Faulkner y para estar de acuerdo sobre Virginia Woolf. Nos va a hacer falta,
por otra parte, para que nos recuerde por qué es necesario desplazar a los jefes
naturales del liberalismo departamental y para que nos soporte días enteros
leyendo originales de una novela que no puede circular sin su visto bueno. Nos
hará falta, en fin, como compañía y como espectáculo de inteligencia; como
motivo incomparable para perder el tiempo y como consejero insustituible para
olvidar algunas tonterías de la vida y convertirse en responsables padres de
familia. Pero, principalmente, nos hará falta su cercanía fraternal.
El Universal, jueves 28 de julio de 1949, página cuarta.
* * *
“Eso de que la novela no podía circular sin el visto bueno mío es puro
cuento. Yo le oía leer su novela y su vaina –y de lo que nos leía salieron
después tres o cuatro novelas–, pero nunca me preguntó antes de publicar, de
modo que eso era un otorgamiento gratuito”.
En esa época yo estaba estudiando en Bogotá y venía de vacaciones. Mi
familia, mi papá y mi mamá, pasaban vacaciones en una finquita en Turbaco y él
se presentaba los viernes o sábados y se quedaba allá hasta el domingo. Llegaba
con unos rollos largos de papel periódico en los que estaba escribiendo un
novelón larguísimo que se llamaba La casa y nos leía durante horas. Nos leía
principalmente a mi hermano Óscar y a mí, que éramos los aficionados a la
literatura, pero a veces mi mamá también se sentaba a oírlo. De ese novelón,
que era largo, salió El coronel no tiene quien le escriba, La hojarasca y mucho
de lo que dice en Cien años de soledad”.
“Recuerdo que una vez estaba leyendo algo –me parece que eso quedó en
el Coronel– sobre un extraño personaje que llega, tal vez a Sucre –porque él
venía de Sucre–, y cuando estaba describiendo el personaje mi mamá le dijo:
‘Ese es el general Uribe Uribe’, y entonces Gabito le preguntó cómo sabía que
era él. Mi mamá le respondió: ‘Porque él tenía las muñecas así de gruesas’. Mi
mamá había conocido al general Uribe Uribe.
“Él recoge mucho de la historia. Lo que la historia tiene de
fantástico y anecdótico, él lo insufla y lo recrea y lo vuelve realismo mágico:
la verdad mentira, lo que se puede creer de la mentira”.
* * *
Imagen sensible de García Márquez
Por RAMIRO DE LA ESPRIELLA
Un día me encontré debajo de la Gobernación en Cartagena con don
Gabriel Eligio, el papá, y me dijo: 'Ese sinvergüenza no le escribe ni siquiera
a la mamá'. Andaba por Venezuela o por México, no recuerdo, y ya su fama
ascendía. Le contesté: ‘Pero está considerado como uno de los mejores
cuentistas del Continente’. Y el viejo, casi iracundo, bien convencido de lo
que tenía por dentro, me respondió: ‘¿Cuentista? Embustero... Embustero es lo
que es. Desde chiquito es así. Iba a una parte, veía algo, y llegaba a la casa
contando otra cosa. Lo agrandaba todo’. Eso es lo que ahora llaman Realismo
Mágico, que es la verdad mentira, que se puede creer y no hace daño a nadie
(...)
Escribía notas políticas en El Universal, el periódico liberal del
doctor Domingo López Escauriaza, y le pagaban $0,32 por cada una. Una vez
coronó a una reina de estudiantes con un discurso como de Rafael Maya, pero con
una diferencia: malo, pero corto. Debía tener veinte o veintiún años (...)
Allí comenzó a escribir un novelón inmenso que se llamaba ‘La casa’,
en largas tiras de papel periódico sacadas precisamente de El Universal. De esa
novela arrancan, hasta ahora, todas las demás (...) Había una Adelaida de la
que no recuerdo haber vuelto a oír jamás. García Márquez se iba a la Loma del Diablo,
una finca donde vivíamos en Turbaco, con los originales del novelón hechos un
gran rollo, y nos leía, nos leía toda la tarde, a veces también toda la noche.
Todo aquello rociado con ron viejo del barril que había en el garaje, y que
nosotros curábamos echándole ciruelas pasas. Naturalmente la lectura terminaba
siempre en una ‘pea’, y la ‘pea’ en una gran discusión, y como entonces no
sabíamos qué clase de genio era García Márquez aquellos personajes se nos
borraban, y muchos de ellos no han vuelto a aparecer jamás. La novela se
hinchaba a veces, crecía, en otras ocasiones aparecía totalmente podada,
delgada, como un cuento. Le entraban y le salían personajes pero se seguía
llamando ‘La Casa’, tal vez por eso. La verdad es que nadie le metía la mano a
‘Gabito’ en sus originales. Nuestra intervención se limitaba a la rutilante
audiencia etílica de unas largas tardes viendo caminar o sentarse a sus
personajes. (...)
La lectura se interrumpía, de pronto, porque había que tomarse un
trago, echarle hielo a los vasos, y la Coca–cola, o porque simplemente ‘Gabito’
la suspendía para decir: ‘Este personaje hay que atornillarlo más’ y hacía el
gesto con la mano empuñada. Eso podía significar, también, la liquidación total
del personaje, que lo pasara al ‘paredón’, aunque el ‘paredón’ entonces no
existía, o que lo transmutara en otro como quien cambia de vasija un líquido.
(...)
Revista Imagen, órgano del Instituto Nacional de Cultura y Bellas
Artes de Venezuela, abril de 1972.
* * *
Tu artículo en Imagen me confirma
una vez más que la vaina era muy buena hace 20 años y que ahora es una mierda.
Hablaremos esto más despacio en Caracas. Abrazos. Gabo.
Mensaje de Gabriel García Márquez a Ramiro De la Espriella.
* * *
“Cuando le dieron el Premio Rómulo Gallegos, yo escribí, en una
colaboración que me pidieron en Caracas, que Gabito no es un creador, es un
narrador, un reconstructor de hechos.
“Una vez, hablando con Vargas Llosa después de haber leído su Historia
de un deicidio –un volumen de más de seiscientas páginas sobre García Márquez–
donde le atribuía a Gabito una gran influencia de Rabelais, con Gargantúa y
Pantagruel, yo le dije: ‘Mira, en esa época Gabito no había leído a Rabelais’.
Vargas Llosa se refería específicamente a la protuberancia de los Buendía y yo
le dije: ‘Nosotros teníamos un amigo, Ñoli Cabrales, que se paraba en el Parque
de Bolívar a contar cómo era su pene’.
“Ñoli decía, por ejemplo, que cuando él iba al cine compraba dos
boletas, una para él y otra para su adminículo y que, a veces, el pene le decía
con voz muy gruesa: ‘Erda Ñoli, esta película es muy mala; vámonos’. Y Ñoli lo
cogía de la mano y lo sacaba del cine.
“En esa época se hacían retretas en el Parque del Centenario y él
llevaba al pene a la retreta, le ponía corbatín, lo peinaba con la raya en la
mitad y daban vueltas para ver las muchachas... Ñoli tenía una serie de
historias fantásticas sobre eso. De ahí es de donde Gabito saca todo lo
relacionado con esa excepcional condición de los Buendía; no es de Rabelais, no
es de Gargantúa y Pantagruel, eso no tiene nada que ver.
“Eso de la exaltación del miembro viril es una constante mental en la
Costa, hasta el punto de que yo creo que es la región del país donde el miembro
viril tiene más nombres. Se llama cotopla, mondá, guasamayeta... todos los
nombres que quieras. Tú puedes conseguirle veinte o treinta nombres, esta es la
cultura del falo”.
* * *
El equipo de avanzada
El hombre liberal de la provincia bolivarense –que es dos veces
liberal porque es liberal perseguido– acaba de conocer el significado
auténtico, el precio justo del equipo de juventudes que comanda Argemiro
Martínez Vega, Felipe Paz, Carlos Alemán, Ramiro De la Espriella, Diego León
García. Con el itinerario político que acaban de cumplir en el departamento
bajo su segura capitanía, conquistaron limpiamente ese nombre genérico con que
ya empieza a conocérseles en los puestos de avanzada: ‘El equipo’.
Ese cálido bautismo del pueblo, es apenas un testimonio de la forma
jadeante y definitiva en que estos ciudadanos de la inteligencia andan
predicando el evangelio democrático entre la comunidad liberal. Desde el
instante en que terminó la reciente travesía del equipo, sus integrantes
quedaron colocados, automáticamente, en las trincheras de la vanguardia. Porque
es significativa –consoladora para nuestras costumbres políticas– la
infrecuente circunstancia de que el equipo no hubiera refrendado sus
credenciales en la mesa de un banquete, sino en el rectángulo de una plaza
pública, sombreada de bayonetas enemigas. La fácil maniobra, la reposada
intriga, no tienen carta de ciudadanía en los sistemas públicos de estos
representantes decorosos de la nueva generación política.
El equipo fue a buscar su agua bautismal en la región agraria de
Bolívar, donde el metal del gallo no anuncia como antes el advenimiento de una
nueva madrugada, sino el final de una vigilia tormentosa. Los hombres del
equipo encontraron al campesino liberal, montando la guardia a la orilla de las
cosechas. Encontraron a la mujer liberal batallando diente a diente con la
muerte, para que su leche no tuviera temperatura de pavor, ni sabor amargo en
el paladar de las generaciones venideras. Sintieron, los hombres del equipo, el
recio pulso de la patria latiendo, como desde el principio del mundo, en el
costado de las multitudes. Se hundieron en el agua de los ríos domésticos,
mordieron la raíz de la ceiba proletaria y pusieron símbolos de paz y
conciliación frente al cuartel de los bárbaros.
El equipo ha conocido de cerca la cruda realidad de nuestras gentes
agrarias; ha sostenido con ellas el inquietante diálogo de sus problemas y ha
conocido el patio electoral, la casa de ese gran ciudadano anónimo que define
los destinos de la nación.
El equipo –comandado por Argemiro Martínez Vega, ese irrevocable
capitán del pueblo– ha empezado a transitar ya, con seguro pulso de soldado,
por el auténtico territorio del departamento liberal.
El Universal, viernes 20 de mayo de 1949, página cuarta, sección
‘Comentarios’.
* * *
“Lo de la violencia sí lo recuerdo porque me correspondió también
sufrirlo. Claro que sí perseguían. Los políticos no se atrevían a salir en
campaña. Los únicos que salimos fuimos nosotros. En 1949 hicimos varias giras
por el departamento con lo que llamábamos ‘El Equipo’.
“El Equipo estaba conformado por Argemiro Martínez Vega, que era quien
lo comandaba; Jacobo Casij, Felipe S. Paz, Carlos Alemán y yo. Los cinco
recorrimos el departamento de Bolívar –que era lo que hoy son Bolívar, Córdoba
y Sucre– haciendo manifestaciones contra la violencia.
“De ahí resultó elegido Argemiro para la Cámara de Representantes y
Alemán para la Asamblea. Yo estaba terminando Derecho y Gabriel trabajaba en El
Universal. Recuerdo que él escribió en el periódico varias notas sobre El
Equipo. Búscalas. Ahí deben estar.
“Creo que el paso de García Márquez por Cartagena y por El Universal
fue determinante. La influencia de Clemente Manuel Zabala no fue sólo en el
oficio periodístico, fue una influencia artística también, en el sentido de que
lo orientó hacia la lectura de la novela y lo inició en el aprendizaje musical,
lo puso a oír música distinta a la que él traía.
“En materia musical Gabriel era un virtuoso del vallenato. Lo oí
muchas veces tocar dulzaina y cantar vallenatos, tenía muy buena voz. Me
parece, haciendo un poco de chiste, que habría sido mejor vallenatólogo o
cantante de vallenatos que novelista, tenía un talento más visible, tal vez
porque esa música la oía desde la cuna. Pero en Cartagena, Zabala lo puso a oír
música clásica.
“Clemente Manuel Zabala era un caso de bondad inmarcesible. Era un
tipo de una pureza de alma, de espíritu y de una gran sensibilidad. Buen
escritor, conocedor de los secretos del periodismo de la época, hombre de izquierda
y espíritu apacible. Yo creo que influyó bastante en García Márquez en los
inicios”.
“Lo que recuerdo de Clemente es que todos los días aparecía con el
pelo más negro, se pegaba unas tinteadas tremendas y mi hermano Óscar lo veía y
decía: ‘Acabó de salir de la cajetica’. Vestía de blanco y corbatín negro y
caminaba dando salticos.
“Bueno, pero también había otra gente ahí. Estaba Héctor Rojas Herazo,
estaba Gustavo Ibarra, estaba... el viejo Domingo López no influía en nadie,
era una cosa aparte. Yo creo que ni periodísticamente influía. La prosa del
viejo López como periodista estaba hecha de frases incidentales que le cortaban
la respiración al lector, entonces, cuando terminaba de leer la frase ya se le
había olvidado lo que estaba arriba. Sin embargo, él lo que tenía, según decían
aquí, era autoridad moral, porque era muy correcto. Algún ingenio criollo dijo
que era el único domingo a quien no lo seguía ni el lunes.
“Gabito vino y continuó sus estudios de Derecho que había iniciado en
Bogotá. Sobre él tuvo bastante influencia en esa época Mario Alario Di Filippo,
que era profesor universitario y –no estoy seguro– creo que también le pudo dar
algunas clases de elegancia idiomática; aun cuando Gabito no las ha necesitado
nunca, él es un narrador de nacimiento.
“Hay una anécdota muy simpática del año 49. A mediados de ese año se
celebró un reinado estudiantil que conmocionó la ciudad. Gabito proclamó una
candidata y yo proclamé otra. Él leyó un discurso y yo leí otro discurso. Pero
el discurso que leyó él lo hice yo y el que leí yo lo hizo él.
“La intención era hacer el pastiche, imitarle el estilo al otro”.
* * *
Discurso de proclamación
de Carmen I como Candidata
Para proclamar a doña Carmen Marrugo, el doctor Ramiro De la Espriella
pronunció el discurso que a continuación publicamos:
Señora:
Nosotros queremos que esta fiesta de los estudiantes sea –antes que
nada– la ardida exaltación del corazón de América. Aquí, ante nuestros ojos,
yace de perfil América, verdecida por las cabelleras de sus árboles, mirándonos
a los ojos por los ojos de sus mares, prolongando al duro pedernal de nuestros
huesos en su esqueleto hecho de metales, copiando esta sangre que nos duele en
la lenta fuga dormida de nuestro petróleo, y dejando q' su corazón –que nuestro
corazón– siga al treno lánguido de los pájaros salvajes, perdido para siempre
entre el ruido de las ciudades que surgen.
América está aquí también, hecha dulce carne de mujer. La turbia miel
de sus trapiches es ahora cabellera al viento; hierro de sus minas y duro
carbón, los ojos negros; digno cansancio de orquídeas la prolongación de las
manos en el talle de los brazos; en los pechos, el fruto que crece entre el
gorjeo de una paloma y la oculta música de los corazones; fresca la melodía de
sus ríos al cruzar la doble euritmia de los muslos hasta la playa de los pies
desnudos; y todo eso, sangre vertida de América: dolor de los indios en el
cansancio de los ojos; ocre quemante de Nubia en la terca piel; orgullo de
España perdonada en su belleza por la angustia de los esclavos.
Porque América está aquí en cada poro de tu piel, porque su perfil es
tu perfil de sereno triángulo, y tu sangre es afluente de su sangre, venimos a
devolverte lo que el tiempo ha detenido en los hechos y la inteligencia
eternizado en los cantos. Aquí tienes los ríos de cauce seguro, esperando el
parpadeo de una lágrima para desbordarse sobre la piel de la tierra; las salvas
de mil olores y colores distintos, atentas a su voz para detener su
crecimiento; los sordos metales, velando la palabra que los desvíe de las manos
de los avarientos; la lava que quema, urgida, el signo que cierre los cráteres
de los volcanes; y el mar, lebrel a tus pies, alerta al instante preciso en que
quieras hacerte con él tu gorguera de olas.
Hay entre este barro nuestro y el hombre que lo amasa con sus pies no
sé qué extraña identidad que no es ya reflejo del paisaje sino hondura del
ánima, prolongación del espíritu del hombre en el soplo de la greda, y regreso
del pavor de la tierra, con su lenta destilación de frutos y de aromas, de
piedras y de ríos, a la savia en que se nutre el pensamiento. Es este milagro,
este milagro del hombre sobre la tierra, y esta entrega de la tierra bajo las
plantas del hombre, lo que ahora mueve mi evocación, para buscar por entre la
geología del continente la serena grandeza de su fuerza, y atar de nuevo los
leones de la insurgencia bajo el tranquilo pulso de tus manos.
Esto, el secreto trino y la dureza de los metales, el temblor de las
estrellas y la carne que palpita bajo la luz, el árbol que crece y el hombre
que guía su ternura feraz, es también, por entre la veta silenciosa del tiempo,
presencia de América. Pero no ya muda contemplación del símbolo ni expectante
gesto estático, sino prolongación del ser de la vida en el ser de la historia.
Dinámica del hombre sobre los elementos y precipitación de su ‘devenir gradual’
por fuerza de la voluntad que crea. Borrasca de mares ignotos hecho corola de la
rosa de los navegantes, cerrada noche del sojuzgamiento rasgada por las
primeras luces del alba revolucionaria. Nostalgia de los ancestros sobre el
parche sonoro de los tambores, reencuentro del desposeído con el paraíso
perdido. Es el corazón de América vuelto sobre su propia sangre, y la sangre
que fertiliza los huesos de los hombres, que hace fuerte el puño de los
descontentos, enciende una bandera y, por fin, rompe el estrecho círculo que la
abate y crece en bronce hecha Héroe, Reformador, o Mártir. El descamisado de
Pativilca, comandando una marcha de pies descalzos; Mariátegui o Ponce,
humanizando el humanismo; Galán, mirando desde el hueco de las cuencas vacías
el regreso de la Comuna.
Sólo así, cuando el símbolo se decanta, y deja de ser ya un remedo de
la eternidad, para ir naciendo y muriendo en cada despertar y apagarse de la
conciencia colectiva, estamos limpios para alcanzar los cien nombres puros del
espíritu. Entonces, todo, el dolor de pensar en los sabios, la ira santa de los
rebeldes, la pesadez productiva de los arados, se hace himno jubilar a la
Belleza, y busca en su sereno rostro los acordes de su perdida melodía. Así, de
nuevo, está América en ti, en contenida fuerza y en virtual economía del
espíritu; y no es ya tu corazón el que late, sino el suyo alimentado en el
tormentoso curso de tus arterias.
Aquí, a nuestro lado, el estudiante de América. El esclavo que libertó
Lincoln y se hizo trotamundos de la cultura en Wright; el gaucho amanecido
sobre el sueño de su guitarra; Porfirio, en llanto, recogiendo la cal de sus
huesos para nutrir la sangre del poema; Prestes, silencioso, de bruces sobre el
libro del último y verdadero profeta. Cerró para siempre la verdad convencional
de los textos y ahora es el viajero de su mundo, el hombre que salió al
encuentro del lucero, y trajo de regreso la semilla del canto entre sus manos.
Porque la voz de la tierra y la voz de los hombres han bajado hoy hasta
nosotros, yo te llamo tres veces en nombre de la Inteligencia, de la Historia y
del Porvenir.
El Universal, domingo 10 de julio de 1949, página segunda.
* * *
“Lo demás era leer novelas con él. En esa época se leía a John Dos
Passos, Steinbeck, comenzó a figurar Curzio Malaparte con La piel y Kaputt. Me
acuerdo que lo impresionaba mucho una frase de Virginia Woolf, no me acuerdo si
fue en Al faro o en Orlando o una cosa así, que la muchacha decía: ‘El amor es
quitarse las enaguas...’. Decía, refiriéndose a Virginia: ‘Esa es mucha vieja
macha’.
“También leímos a Hemingway y Faulkner, que lo volvió loco. No
estábamos leyendo autores colombianos, entonces. Habíamos leído, porque era
imprescindible en bachillerato, La María, La Vorágine y esas cosas, pero no
teníamos afición o admiración hacia los autores colombianos. A Fernando
González sí lo leíamos, sobre todo una revista que él hacía íntegra, se llamaba
Revista Antioquia. Recuerdo que un día en esa revista apareció una página en
blanco con un letrero que decía: ‘Los hijueputas de la Compañía Colombiana de
Tabaco me negaron el aviso’. Yo creo que inmediatamente se lo volvieron a dar”.
La sonrisa de Ramiro De la Espriella es sutil y lenta, tiene arabescos
elegantes como sus palabras. Mira el reloj. Pronto serán las doce del día. Debe
ir a la agencia de viajes del Hotel a confirmar su tiquete de regreso a Bogotá.
Apura su cerveza.
“Pues, a grandes rasgos, eso es lo que pasó en aquella época. Lo demás
es normal. Íbamos donde las putas, tomábamos trago, lo que hacían los
estudiantes de entonces. Como uno no tenía condiscípulas, pues tenía que ir
donde las putas.
“Íbamos donde Juana Zúñiga, por los lados del Arsenal, al ‘Pullman
bar’, en Manga, o a los sitios que quedaban cerca a los muelles. Ahí la suma
sacerdotisa era una mujer a la que le decían la Carioca, una mujer deslenguada
que peleaba todas las noches y siempre terminaba recibiendo botellazos.
“También íbamos al Niño de Oro o donde Mery Reyes, cuando se tenía con
qué, tampoco era posible hacer con frecuencia el gasto.
“Íbamos también a robar gallinas de las ponedoras del ‘general’ Ramón
León y B., y de ahí salíamos para donde las mujeres a hacer el sancocho”.
* * *
“Esta noche sabrá lo que es un tiro”, dijo el general después de
golpear la mesa del comedor.
Su esposa lo vio ir hasta el cuarto, hurgar en el armario y sacar una
escopeta reluciente de dos cañones.
Al salir de la casa le dijo a su mujer que se acostara.
La noche era despejada y la brisa tenía sabor salado.
El general entró al galpón y se refugió al final del ponedero donde
una larga hilera de gallinas estaba concentrada en prepararle unos huevos.
Cargó el arma, miró la oscuridad, escuchó los grillos y esperó.
Se preguntó si no estaría tratando de descargar con un simple ladrón
de gallinas su frustración política, la amargura de la accidentada oposición
que él y sus amigos ejercían por esos días. Pero estaba decidido a dispararle.
Ya eran muchas las bajas en su corral.
Poco antes de las diez de la noche vio una fila de sombras que se
acercaba. Con el arma preparada esperó a que abrieran la puerta y entraran.
“Por aquí”, dijo la sombra que marchaba adelante, y se fue al extremo
opuesto del ponedero. Los otros dos lo siguieron.
“Buagghh”, dijo una gallina, y de inmediato todas las gallinas se
unieron a la protesta.
Los tres hombres rieron ante el estruendo. El general aprovechó para
moverse en la oscuridad hasta la puerta y encendió la luz.
Todos quedaron petrificados. El general apuntaba en dirección a los
tres hombres. Una lluvia de plumas pequeñas caía entre ellos.
“Soy yo, papá”, dijo avergonzado Diego, el hijo del general, con la
gallina en la mano. “Gabito y Ramiro son mis amigos. Queríamos irnos donde las
muchachas”.
El general siguió apuntando con el arma.
Hasta las gallinas guardaron silencio.
* * *
“Yo le saqué a Gabriel la cuenta de lo que don Domingo le pagaba por
las notas que escribía, le salían a treinta y dos centavos.
“En cuanto a novias, de la única que hablaba era de Mercedes. Le decía
‘La Jirafa’ y así tituló una columna que escribió después en El Heraldo.
“Hombre, yo creo que él se fue a Barranquilla buscando más aires, más
libertad y una mejor remuneración”.
El mejor remunerado de los dos paga las cervezas que se han tomado
durante la charla. Al llegar a la agencia de viajes, Ramiro De la Espriella la
encuentra cerrada. Tendrá que volver a las dos de la tarde.
“Mi hermano Óscar era mucho más conocedor de literatura, porque él es
mayor y tenía una estructura mental y literaria mucho más solidificada que
nosotros. Él debe tener algo que decir.
“Vive en el callejón del Albercón, en el pie de la Popa. Es muy
difícil para conceder entrevistas, pero si lo coges de buen genio te dice
muchas vainas”.
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