viernes, 30 de enero de 2015

Carta de un lector


Año del señor dos mil y quince

Muy Excelentísimo Profesor y Escribano Mayor
Señor Don Gustavo de Arango y Arango

Me dirijo a usted en calidad de lector de arremetida converso y luego de leer su novela siento que debo expresarle mis impresiones. He sido amante de los libros históricos, desde los textos escolares hasta las novelas de ficción histórica y en la amplia biblioteca de mi colegio empecé con títulos de literatura juvenil como Sandokán de Emilio Salgari, y asistí a sus aventuras en las junglas de Malasia. Pasé por los gigantescos libros de heráldica española que ocupaban toda una mesa buscando mi apellido en ellos cosa que nunca ocurrió.  Siempre pensé que mi estirpe debía ser de muy baja alcurnia puesto que allí no estaban los blasones ni el escudo de los Orrego.  Muchos años después con el advenimiento de la internet logré desentrañar el misterio.  Mis raíces se inclinan más hacia el occidente de la península, en dirección a Portugal.   Ahora estuve inmerso por espacio de doce horas en las selvas de Urabá leyendo detenidamente la historia de Santa María que me transportó a las imágenes mentales que tenía guardadas de algunos de esos acontecimientos.  Recuerdo un álbum de laminitas que llené con mi mamá y se llamaba Historia Pictórica de Colombia con ilustraciones en acuarela del maestro Ramón Vásquez.  Allí vi algunas de las macabras escenas que con maestría usted describe.  Vi a Juan de la Cosa agujereado por cientos de flechas.    Vi los festines caníbales.  Vi a Balboa señalando la mar del sur.  Y digo LA MAR  porque siempre me ha parecido que esas aguas voluptuosas solo pueden ser femeninas.
Y así muchas de las descripciones de su libro estaban consignadas en mi memoria y como dijo el maestro Arciniegas, faltaba quien la contara cosa que usted ha hecho con lujo de detalles.
Las otras doce horas fueron de insomnio pensando que habrá sido de la india Isabel en el  convento de Sevilla.
Llego a este punto en particular pues siempre me he preguntado cómo vieron los indios llevados a España el viejo mundo.
Hace veinte años empecé un relato que inicia en Guanahani, posteriormente San Salvador.  Al día de hoy solo hay dos cuartillas escritas.  Pretendía contar la historia de Hani, un muchacho Taíno que siendo cautivo de caníbales en esta playa asiste a la llegada de las carabelas de Colón y hace parte de los siete indios que el almirante llevó de vuelta a España.  Quería narrar desde los ojos de un nativo del nuevo mundo la sociedad española del momento.  Le sucederían algunas aventuras y se embarcaría de regreso en alguna expedición posterior.  La idea lleva durmiendo el sueño de los justos y me gustaría retomarla. Tomaré su novela como acicate maravilloso.
Dicho esto me despido de usted diciéndole que la única palabra que como editor no autorizado quitaría del libro es ubérrimo que aun siendo bella, la asocio con algún personaje con la entraña más podrida que el mismísimo Pedrarias...

De usted, un admirador sincero,

Bachiller

Juan Carlos Orrego








jueves, 29 de enero de 2015

Los libros de Juan - La columna de Vivir en El Poblado




Hay libros que me van a durar toda la vida. El volumen único con las vidas de Plutarco, editado en 1846 por Harper and Brothers, en Nueva York, es uno de ellos. Sus ochocientas pági­nas a dos columnas hay que leerlas con lupa y tomaría mucho tiempo y dedicación agotarlas. De hecho, en la primera página de mi ejemplar descua­dernado, un tal William J. Keech escribió con lápiz que la lectura de ese universo le había tomado desde el 7 de enero de 1855, hasta el 11 de enero de 1858. Empecé a leerlo el 30 de enero del 2006 y no he podido pasar de la vida de Teseo. Me sorprendió un montón que se cansara de Ariad­na, así como el equívoco trágico con las banderas de su barco.

Pero no es de esa maravilla que quiero hablar, sino de otra maravilla cuyo carácter inagotable no viene de la profusión, sino de la sutileza: “Las vidas, opiniones y sentencias de los filó­sofos más ilustres”, de Diógenes Laercio. Es un libro fasci­nante. Mi edición de 1940, con la pudorosa traducción de José Ortíz y Sanz, publicada en Madrid en dos volúmenes por la Biblio­teca Clásica Universal, tiene también su propia historia. Pero tampoco es del libro que quiero hablar, sino de una pá­gina de ese libro, aquella donde se cuenta la vida de Metro­cles, una de las vidas más asombrosas que he leído.

Empieza Diógenes diciendo que Metrocles era hermano de Hiparquia la obstinada, y discípulo de Crates. Por cierto, lo que pasó entre esos dos –Crates e Hiparquia– es digno de una revis­ta escandalosa de farándula. Pero no se ha repuesto uno después de esta información tan pródiga, cuando ya la biogra­fía de Metrocles se torna accidentada. Resulta que, antes de ser dis­cí­pulo de Crates, Metrocles había estudiado con Teofrasto, “donde estuvo a punto de perder la vida. “Nada nos dice Dió­ge­­nes sobre los pormenores de ese accidente. Como si per­der la vida cuando se estudia fuera pan de cada día. Espero leer la vida de Teofrasto para buscar algunas luces.

Pero aquel incidente no fue el más importante de la vida de Metrocles. El evento decisivo, lo que cambió su destino, fue haber soltado un pedo cuando asistía a una lección muy con­currida con el filósofo Crates. La vergüenza de Metrocles fue total, entre otras cosas porque el olor era insoportable y tuvieron que disolver la clase. Cuenta Diógenes que tanto fue el rubor y la pena de Metrocles que se encerró en un cuarto, dis­puesto a dejarse morir de hambre. Cuando Crates supo aquello le pidió que lo recibiera por un momento y trató de convencerlo con palabras, diciéndole que no había nada absurdo o ridículo en lo que había hecho, que monstruoso habría sido no hacerlo e ir en contra de la naturaleza. Pero Metrocles no se veía convencido. Entonces Crates dio una de las lecciones más magistrales que profesor alguno haya dado: dejó salir un pedo más ruidoso y maloliente que el de su discípulo abochornado.

La historia tendría un final feliz, si pensamos que Metrocles se curó de su vergüenza y fue alumno adelantado y filósofo de renombre. Se dice que suyo es el decir que “unas cosas se ad­quie­ren por dinero, como la casa; otras con el tiempo y la aplicación, como la disci­plina”, y que “las riquezas son nocivas si de ellas no se hace buen uso”. Pero Diógenes nos deja un sabor bastante amargo cuando agrega que Metrocles vivió hasta edad muy avanzada y al final halló la muerte “sofocán­dose a sí mismo”. Cada vez que releo esa frase no puedo dejar de pensar que Metrocles tal vez llegó a cimas altísimas, en el refinamiento de su vicio. 



Publicado en Vivir en El Poblado el 29 de enero de 2015







lunes, 26 de enero de 2015

A propósito del diablo...


Nota publicada en www.octavioprensa.com


La peste de modorra

Un fragmento de Santa María del Diablo


Nadie supo explicar el origen de aquello que en la historia de la villa se llamó “la peste de modorra”. Pasada la pesadilla, cuando trataron de encontrar alguna causa razonable, se conjeturó que aquello fue obra de los mosquitos o de los espíritus del aire. Algunos sugirieron que los indios habían envenenado a los colonos con brebajes. Lo cierto es que un adormecimiento general se apoderó de los habitantes de Santa María, y que hubo muchas muertes a causa de ese sueño.
La población entera dormía, día y noche, y se olvidaba de despertar y de vivir y, por falta de comida, muchos de ellos murieron mientras dormían.
Era tan largo el dormir, que en los breves momentos de vigilia les costaba precisar si era lunes o jueves, y era tan turbio el mundo —y tan pesado—, que despiertos se sentían en un sueño, y cerraban los ojos con fuerza tratando de despertar, y al dormirse creían que despertaban.
Perdidos en el laberinto de los sueños, tenían la consciencia deslumbrante de que todos los instantes transcurren desde siempre y para siempre, y que uno se limita a visitarlos, a sentirlos —como corazonadas o recuerdos o, sólo muy raras veces, como instantes vivos y presentes—, y luego vuelve a abandonarlos, hasta otra visita, hasta otra vida y otro sobresalto, hasta otro nombre y otros rasgos, y una nueva lucidez fugaz desmemoriada.
Entonces, por breves momentos, algún sobreviviente se asomaba a aquella vegetación humedecida, a esa penumbra dulce y remota, a esos ruidos hipnóticos de grillos y de ranas y de monos cantores, al golpear de la lluvia en las hojas, a esa lenta pesadez en la que el tiempo se enredaba en telarañas.
Con ojos enrojecidos, la criatura vigilante veía aquella vencida multitud, doblegada por el Ángel del Sueño, hundida en pesadillas, incapaz ya de correr de los peligros que acechan al que duerme, dándose por vencida, muriendo devorada por las fauces de sus miedos.
Después de tanto dormir, la criatura desdichada ni siquiera conseguía recobrar lo que había sido antes de caer dormida, y era sólo un estómago sufriente y vacío, atado con cuerdas de niebla que le impedían moverse.
Comprendía que seguía con vida, y que no había otra cosa que ese mundo de hambre y de lluvias y de truenos distantes, y la luz de su mirada, levantada a la noche, sin saber cómo o a quién pedir ayuda.
Y a cada despertar resultaba más remota y más absurda la idea de moverse, comer, anhelar, respirar.
Y volvían a dejarse arrastrar por el sueño, con un raro entendimiento de la vida.
Para muchos resultó preferible abandonarse a la modorra que les ofrecía manjares ilusorios, y calmaron el hambre con mentiras.
Oviedo mismo cayó en ese trance y, en las breves vigilias, se dedicó a escribir los capítulos finales de su novela de caballería. La historia de don Félix parecía cobrar vida y, a un comienzo predecible y convencional, le seguían ahora unos capítulos extraños, con espejos mágicos y hechiceros y gigantes y otras desaforadas aventuras. Pero llegó un momento en que el sueño y el desaliento le impidieron agarrar la pluma, y le siguió dictando a Tierrafirme. Aun dormido siguió con su dictado.
Durmió por semanas y sólo se despertaba para oler la podredumbre y ver a Santa María tapizadas de cadáveres. En medio de aquella desolación, podía ver deambulando por las calles vacías el fantasma de la mujer más hermosa que ha habido y habrá sobre este mundo, más bella que la Virgen, muerta de rabia y dignidad porque aquellos crustáceos con espadas vinieron a arrancarla de su reino, acorazada en su desnudez, matándolo con su hambre, sin concederle un solo instante la compasión de su mirada.
Oviedo creyó estar muerto cuando sus ojos pegados por legañas sintieron la presencia de un resplandor inusitado. Unas gotas de agua fresca cayeron en sus ojos y en su boca reseca. Cuando pudo despertar, vio a Tierrafirme —su mano— sonriendo a su lado. Le ofrecía un rosario de huevos de iguana.


martes, 20 de enero de 2015

Una entrevista. A propósito de Santa María del Diablo

"Como un diablo, la historia falsa huye ante la autenticidad
de los relatos y la investigación rigurosa de lo que
era Santa María de la Antigua del Darién en 1510".










jueves, 15 de enero de 2015

104 East, de la 26th Street




Pasé las quietudes de fin de año pegado a una biografía escrita por Elizabeth Hardwick. Era la historia de un oscuro funcionario de oficina que vio extinguir su vida en las calles de Manhattan, a finales del siglo diecinueve, cuando la isla era todo Nueva York. La vida de aquel hombre era reducida. Al salir de su casa de tres pisos, se topaba de frente con los rostros adustos de las casas del frente. A su derecha, justo al lado, se extendía imponente una corte de arquitectura victoriana que ocupaba casi toda la cuadra. Al final de la calle, más allá de carretas y caminantes, podía verse el río. Todas las mañanas el hombre salía a trabajar en el puerto, en una oficina de aduanas. Todas las tardes regresaba con el mismo rostro sufriente y agotado de quien ya no se queja. Los días eran iguales. Ir y venir entre la casa y el trabajo. Arrastrar la amargura, obligarla a comer, a vivir, a trabajar, a seguir hasta el fin.

Raras veces se sonrió en aquella casa. Uno de los hijos se suicidó, otro murió temprano de enfermedad; la mujer habló con abogados y sacerdotes con la idea de divorciarse, pero le faltó valor; sólo una de las hijas consiguió la redención de un matrimonio de subsistencia. El hombre aquel era silencio y desencanto. Mientras caminaba entre su casa y el trabajo componía versos en silencio, los pulía por semanas; sólo tomaba el lápiz cuando ya había conseguido ajustarlos por completo. Después de jubilarse solía salir de su casa a la misma hora a la que salía cuando trabajaba y se iba a sentar en un parque que estaba a dos cuadras. Invierno o verano no importaban. Regresaba a su casa a la misma hora a la que regresaba cuando trabajaba en las Aduanas.

En el parque prefería ver los pájaros. A los humanos ya los tenía muy conocidos y poco le interesaban. Los despreciaba, por su incapacidad para apreciarlo. Veía los trajines y esfuerzos de la gente y degustaba su ganada liber­tad. Cuando no componía poemas —y a veces cuando lo hacía— volvía a preguntarse cómo podría escapar de la maldición de no tener fe. Quería creer, pero no podía.

En toda su vida apenas había encontrado una persona que lo entendió. Coincidieron por unas semanas en las praderas de Massachusetts, cuando nuestro amigo tenía poco más de veinte años. Solían dar largas caminatas hablando de lo divino y lo humano. Una vez, había dicho a su amigo que no tenía ninguna expectativa de trascendencia, que se sentía listo para ser aniquilado.

Como gustaba de escribir, su acompañante anotó una noche en su diario: “Si fuera un hombre religioso, sería uno de los más verdaderamente religiosos y reverentes. Tiene una naturaleza noble y elevada. Merece la inmortalidad más que la mayoría de nosotros”.

Nadie más pudo ver esa fuerza escondida detrás de la modestia y la insignificancia. Cuando murió, el obituario del New York Times salió con el nombre equivocado y mencionó que cuando joven había escrito algunos libros. El cinco de enero pasado, el seguro azar me condujo frente a la casa donde el aduanero oscuro pasó los últimos veintiocho años de su vida. Sentí que una tristeza huér­fana le pedía a mi corazón que la llevara. Seguí caminando en el frío sintiendo que Melville venía conmigo.


Publicado en vivir en Vivir en El Poblado el 15 de enero de 2015






martes, 13 de enero de 2015

Las noticias de Santa María del Diablo

Un repaso a las noticias y reseñas que ha recibido la novela Santa María del Diablo.
Mis agradecimientos a los periodistas y lectores y, en especial, a Merceditas Jaramillo y Lina María Roldán por la extraordinaria labor de medios con motivo de la presentación de la novela en Medellín. 



Con Juan Gonzalo Betancur, en la presentación de Santa María del Diablo en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, enero 16 de 2015.








En el programa Habitantes de la noche (Múnera Eastman Radio), de Alonso Arcila Monsalve.



En el suplemento GENERACIÓN, de El Colombiano



Una entrevista con Javier Rodríguez en la emisora de la Cámara de Comercio de Medellín.



En el noticiero de TELEMEDELLÍN






En el periódico El Mundo, una reseña de Juan Pablo Ramírez



En la sección "El postre", del noticiero HORA 13

Minuto 3:50








Con Juan Guillermo Montoya, en Hoy por Hoy, de Caracol.






En Vivir en El Poblado



En el periódico El Colombiano, de Medellín



En Octavio Prensa



En Octavioprensa


En el suplemento Generación, de El Colombiano.


Una reseña y perfil, en El Tiempo - Caribe.



En El Espectador, de Bogotá.



En El Meridiano, de Córdoba



En Nueva York Digital










Entrevista con Tatiana Balvín, de Teleantioquia



Entrevista para el canal Cosmovisión




sábado, 10 de enero de 2015

Santa María del Diablo en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín

     Fundada a finales de 1510, Santa María de la Antigua del Darién fue la primera ciudad española en el continente americano. Estaba situada en la costa occidental de lo que hoy se conoce como el Golfo de Urabá, llegó a tener una población superior a la de Madrid y fue el primer centro de la colonización en Tierra Firme.
     Personajes como Vasco Núñez de Balboa (el descubridor del Mar del Sur), Pedrarias Dávila (la Cólera de Dios), Gonzalo Fernández de Oviedo (el cronista de la Corona, el Dios de las tijeras y el autor de la primera novela escrita en el Nuevo Mundo), Francisco Pizarro y Diego de Almagro (los conquistadores del Perú), y Bernal Díaz del Castillo (cronista de la expedición de Hernán Cortés), entre otros, protagonizan la historia de este pequeño imperio en la selva que surgió y se esfumó en menos de quince años.
     La historia de Santa María de la Antigua desborda los límites de la imaginación y explica en buena parte lo que ha sido Hispanoamérica desde entonces. Aquí están el deslumbramiento de los europeos con el Nuevo Mundo, el desconcierto y la aniquilación de las poblaciones nativas, la exuberancia de la naturaleza, el encuentro de culturas, las enfermedades de los cuerpos y las almas. El cielo y el infierno se juntaron en esta ciudad que fue escenario de convivencia apacible entre españoles e indios, pero también de intrigas, desafueros y grandes crueldades.  







martes, 6 de enero de 2015

La tarea más díficil

"No hay tarea más difícil que la de cuidar un alma". 


Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés



Fuente: "Historia y cultura del maíz", http://www.codexvirtual.com/maiz/