lunes, 26 de enero de 2015

La peste de modorra

Un fragmento de Santa María del Diablo


Nadie supo explicar el origen de aquello que en la historia de la villa se llamó “la peste de modorra”. Pasada la pesadilla, cuando trataron de encontrar alguna causa razonable, se conjeturó que aquello fue obra de los mosquitos o de los espíritus del aire. Algunos sugirieron que los indios habían envenenado a los colonos con brebajes. Lo cierto es que un adormecimiento general se apoderó de los habitantes de Santa María, y que hubo muchas muertes a causa de ese sueño.
La población entera dormía, día y noche, y se olvidaba de despertar y de vivir y, por falta de comida, muchos de ellos murieron mientras dormían.
Era tan largo el dormir, que en los breves momentos de vigilia les costaba precisar si era lunes o jueves, y era tan turbio el mundo —y tan pesado—, que despiertos se sentían en un sueño, y cerraban los ojos con fuerza tratando de despertar, y al dormirse creían que despertaban.
Perdidos en el laberinto de los sueños, tenían la consciencia deslumbrante de que todos los instantes transcurren desde siempre y para siempre, y que uno se limita a visitarlos, a sentirlos —como corazonadas o recuerdos o, sólo muy raras veces, como instantes vivos y presentes—, y luego vuelve a abandonarlos, hasta otra visita, hasta otra vida y otro sobresalto, hasta otro nombre y otros rasgos, y una nueva lucidez fugaz desmemoriada.
Entonces, por breves momentos, algún sobreviviente se asomaba a aquella vegetación humedecida, a esa penumbra dulce y remota, a esos ruidos hipnóticos de grillos y de ranas y de monos cantores, al golpear de la lluvia en las hojas, a esa lenta pesadez en la que el tiempo se enredaba en telarañas.
Con ojos enrojecidos, la criatura vigilante veía aquella vencida multitud, doblegada por el Ángel del Sueño, hundida en pesadillas, incapaz ya de correr de los peligros que acechan al que duerme, dándose por vencida, muriendo devorada por las fauces de sus miedos.
Después de tanto dormir, la criatura desdichada ni siquiera conseguía recobrar lo que había sido antes de caer dormida, y era sólo un estómago sufriente y vacío, atado con cuerdas de niebla que le impedían moverse.
Comprendía que seguía con vida, y que no había otra cosa que ese mundo de hambre y de lluvias y de truenos distantes, y la luz de su mirada, levantada a la noche, sin saber cómo o a quién pedir ayuda.
Y a cada despertar resultaba más remota y más absurda la idea de moverse, comer, anhelar, respirar.
Y volvían a dejarse arrastrar por el sueño, con un raro entendimiento de la vida.
Para muchos resultó preferible abandonarse a la modorra que les ofrecía manjares ilusorios, y calmaron el hambre con mentiras.
Oviedo mismo cayó en ese trance y, en las breves vigilias, se dedicó a escribir los capítulos finales de su novela de caballería. La historia de don Félix parecía cobrar vida y, a un comienzo predecible y convencional, le seguían ahora unos capítulos extraños, con espejos mágicos y hechiceros y gigantes y otras desaforadas aventuras. Pero llegó un momento en que el sueño y el desaliento le impidieron agarrar la pluma, y le siguió dictando a Tierrafirme. Aun dormido siguió con su dictado.
Durmió por semanas y sólo se despertaba para oler la podredumbre y ver a Santa María tapizadas de cadáveres. En medio de aquella desolación, podía ver deambulando por las calles vacías el fantasma de la mujer más hermosa que ha habido y habrá sobre este mundo, más bella que la Virgen, muerta de rabia y dignidad porque aquellos crustáceos con espadas vinieron a arrancarla de su reino, acorazada en su desnudez, matándolo con su hambre, sin concederle un solo instante la compasión de su mirada.
Oviedo creyó estar muerto cuando sus ojos pegados por legañas sintieron la presencia de un resplandor inusitado. Unas gotas de agua fresca cayeron en sus ojos y en su boca reseca. Cuando pudo despertar, vio a Tierrafirme —su mano— sonriendo a su lado. Le ofrecía un rosario de huevos de iguana.


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