Un fragmento de Santa María del Diablo
Nadie supo explicar el origen de aquello que en la
historia de la villa se llamó “la peste de modorra”. Pasada la pesadilla, cuando trataron de encontrar alguna causa razonable,
se conjeturó que aquello fue obra de
los mosquitos o de los espíritus del aire. Algunos sugirieron que los indios
habían envenenado a los colonos con brebajes. Lo cierto es que un
adormecimiento general se apoderó de los habitantes de Santa María, y que hubo
muchas muertes a causa de ese sueño.
La población entera dormía, día y noche, y se olvidaba
de despertar y de vivir y, por falta de comida, muchos de ellos murieron
mientras dormían.
Era tan largo el dormir, que en los breves momentos de
vigilia les costaba precisar si era lunes o jueves, y
era tan turbio el mundo —y tan pesado—, que
despiertos se sentían en un sueño, y cerraban los ojos con fuerza
tratando de despertar, y al dormirse creían que despertaban.
Perdidos en el laberinto de los sueños, tenían la
consciencia deslumbrante de que todos los
instantes transcurren desde siempre y para
siempre, y que uno se limita a visitarlos, a sentirlos —como corazonadas o
recuerdos o, sólo muy raras veces, como instantes vivos y presentes—, y luego vuelve a
abandonarlos, hasta otra visita, hasta
otra vida y otro sobresalto, hasta otro nombre y otros rasgos, y una nueva
lucidez fugaz desmemoriada.
Entonces, por breves momentos, algún sobreviviente se
asomaba a aquella vegetación humedecida,
a esa penumbra dulce y remota, a esos ruidos hipnóticos de grillos y de ranas y
de monos cantores, al golpear de la lluvia en las hojas, a esa lenta pesadez en
la que el tiempo se enredaba en telarañas.
Con ojos enrojecidos, la criatura vigilante veía
aquella vencida multitud, doblegada por el Ángel del Sueño, hundida en pesadillas,
incapaz ya de correr de los peligros que acechan al que duerme, dándose por vencida, muriendo devorada por las fauces de sus
miedos.
Después
de tanto dormir, la criatura desdichada ni siquiera conseguía recobrar lo que
había sido antes de caer dormida, y era sólo
un estómago sufriente y vacío, atado con cuerdas de niebla que le
impedían moverse.
Comprendía
que seguía con vida, y que no había otra cosa que ese mundo de hambre y de
lluvias y de truenos distantes, y la luz de su mirada, levantada a la noche,
sin saber cómo o a quién pedir ayuda.
Y a cada despertar resultaba más remota y más absurda
la idea de moverse, comer, anhelar, respirar.
Y
volvían a dejarse arrastrar por el sueño, con un raro entendimiento de la vida.
Para muchos resultó preferible abandonarse a la
modorra que les ofrecía manjares ilusorios, y
calmaron el hambre con mentiras.
Oviedo
mismo cayó en ese trance y, en las breves vigilias, se dedicó a escribir los capítulos finales de su novela de
caballería. La historia de don Félix parecía cobrar vida y, a un comienzo predecible y convencional, le seguían ahora unos
capítulos extraños, con espejos
mágicos y hechiceros y gigantes y otras desaforadas aventuras. Pero llegó un momento en que el sueño y el
desaliento le impidieron agarrar la pluma, y le siguió dictando a
Tierrafirme. Aun dormido siguió con su dictado.
Durmió por semanas y sólo se despertaba para oler la
podredumbre y ver a Santa María tapizadas de cadáveres. En medio de aquella
desolación, podía ver deambulando por las calles vacías el fantasma de la mujer más hermosa que ha habido y
habrá sobre este mundo, más bella que la
Virgen, muerta de rabia y dignidad porque aquellos crustáceos con espadas
vinieron a arrancarla de su reino, acorazada en su desnudez, matándolo con su
hambre, sin concederle un solo instante la compasión de su mirada.
Oviedo creyó estar muerto cuando sus ojos pegados por
legañas sintieron la presencia de un resplandor inusitado.
Unas gotas de agua fresca cayeron en sus
ojos y en su boca reseca. Cuando pudo despertar, vio a Tierrafirme —su mano—
sonriendo a su lado. Le ofrecía un rosario de huevos de iguana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario