Hay libros que me van a durar toda la vida. El volumen
único con las vidas de Plutarco, editado en 1846 por Harper and Brothers, en Nueva York, es uno de ellos. Sus
ochocientas páginas a dos columnas hay que leerlas con lupa y tomaría mucho
tiempo y dedicación agotarlas. De hecho, en la primera página de mi ejemplar
descuadernado, un tal William J. Keech escribió con lápiz que la lectura de
ese universo le había tomado desde el 7 de enero de 1855, hasta el 11 de enero
de 1858. Empecé a leerlo el 30 de enero del 2006 y no he podido pasar de la
vida de Teseo. Me sorprendió un montón que se cansara de Ariadna, así como el
equívoco trágico con las banderas de su barco.
Pero no es de esa maravilla que quiero hablar, sino de
otra maravilla cuyo carácter inagotable no viene de la profusión, sino de la
sutileza: “Las vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres”,
de Diógenes Laercio. Es un libro fascinante. Mi edición de 1940, con la
pudorosa traducción de José Ortíz y Sanz, publicada en Madrid en dos volúmenes
por la Biblioteca Clásica Universal, tiene también su propia historia. Pero
tampoco es del libro que quiero hablar, sino de una página de ese libro,
aquella donde se cuenta la vida de Metrocles, una de las vidas más asombrosas
que he leído.
Empieza Diógenes diciendo que Metrocles era hermano de
Hiparquia la obstinada, y discípulo de Crates. Por cierto, lo que pasó entre
esos dos –Crates e Hiparquia– es digno de una revista escandalosa de
farándula. Pero no se ha repuesto uno después de esta información tan pródiga,
cuando ya la biografía de Metrocles se torna accidentada. Resulta que, antes
de ser discípulo de Crates, Metrocles había estudiado con Teofrasto, “donde
estuvo a punto de perder la vida. “Nada nos dice Diógenes sobre los
pormenores de ese accidente. Como si perder la vida cuando se estudia fuera
pan de cada día. Espero leer la vida de Teofrasto para buscar algunas luces.
Pero aquel incidente no fue el más importante de la vida
de Metrocles. El evento decisivo, lo que cambió su destino, fue haber soltado
un pedo cuando asistía a una lección muy concurrida con el filósofo Crates. La
vergüenza de Metrocles fue total, entre otras cosas porque el olor era
insoportable y tuvieron que disolver la clase. Cuenta Diógenes que tanto fue el
rubor y la pena de Metrocles que se encerró en un cuarto, dispuesto a dejarse
morir de hambre. Cuando Crates supo aquello le pidió que lo recibiera por un
momento y trató de convencerlo con palabras, diciéndole que no había nada absurdo
o ridículo en lo que había hecho, que monstruoso habría sido no hacerlo e ir en
contra de la naturaleza. Pero Metrocles no se veía convencido. Entonces Crates
dio una de las lecciones más magistrales que profesor alguno haya dado: dejó
salir un pedo más ruidoso y maloliente que el de su discípulo abochornado.
La historia tendría un final feliz, si pensamos que
Metrocles se curó de su vergüenza y fue alumno adelantado y filósofo de
renombre. Se dice que suyo es el decir que “unas cosas se adquieren por
dinero, como la casa; otras con el tiempo y la aplicación, como la disciplina”,
y que “las riquezas son nocivas si de ellas no se hace buen uso”. Pero Diógenes
nos deja un sabor bastante amargo cuando agrega que Metrocles vivió hasta edad
muy avanzada y al final halló la muerte “sofocándose a sí mismo”. Cada vez que
releo esa frase no puedo dejar de pensar que Metrocles tal vez llegó a cimas
altísimas, en el refinamiento de su vicio.
Publicado en Vivir en El Poblado el 29 de enero de 2015
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