Pasé las quietudes de fin de año pegado a una biografía
escrita por Elizabeth Hardwick. Era la historia de un oscuro funcionario de
oficina que vio extinguir su vida en las calles de Manhattan, a finales del
siglo diecinueve, cuando la isla era todo Nueva York. La vida de aquel hombre
era reducida. Al salir de su casa de tres pisos, se topaba de frente con los
rostros adustos de las casas del frente. A su derecha, justo al lado, se
extendía imponente una corte de arquitectura victoriana que ocupaba casi toda
la cuadra. Al final de la calle, más allá de carretas y caminantes, podía verse
el río. Todas las mañanas el hombre salía a trabajar en el puerto, en una
oficina de aduanas. Todas las tardes regresaba con el mismo rostro sufriente y
agotado de quien ya no se queja. Los días eran iguales. Ir y venir entre la
casa y el trabajo. Arrastrar la amargura, obligarla a comer, a vivir, a
trabajar, a seguir hasta el fin.
Raras veces se sonrió en aquella casa. Uno de los hijos
se suicidó, otro murió temprano de enfermedad; la mujer habló con abogados y
sacerdotes con la idea de divorciarse, pero le faltó valor; sólo una de las
hijas consiguió la redención de un matrimonio de subsistencia. El hombre aquel
era silencio y desencanto. Mientras caminaba entre su casa y el trabajo
componía versos en silencio, los pulía por semanas; sólo tomaba el lápiz cuando
ya había conseguido ajustarlos por completo. Después de jubilarse solía salir
de su casa a la misma hora a la que salía cuando trabajaba y se iba a sentar en
un parque que estaba a dos cuadras. Invierno o verano no importaban. Regresaba
a su casa a la misma hora a la que regresaba cuando trabajaba en las Aduanas.
En el parque prefería ver los pájaros. A los humanos ya
los tenía muy conocidos y poco le interesaban. Los despreciaba, por su
incapacidad para apreciarlo. Veía los trajines y esfuerzos de la gente y
degustaba su ganada libertad. Cuando no componía poemas —y a veces cuando lo
hacía— volvía a preguntarse cómo podría escapar de la maldición de no tener fe.
Quería creer, pero no podía.
En toda su vida apenas había encontrado una persona que
lo entendió. Coincidieron por unas semanas en las praderas de Massachusetts,
cuando nuestro amigo tenía poco más de veinte años. Solían dar largas caminatas
hablando de lo divino y lo humano. Una vez, había dicho a su amigo que no tenía
ninguna expectativa de trascendencia, que se sentía listo para ser aniquilado.
Como gustaba de escribir, su acompañante anotó una noche
en su diario: “Si fuera un hombre religioso, sería uno de los más
verdaderamente religiosos y reverentes. Tiene una naturaleza noble y elevada.
Merece la inmortalidad más que la mayoría de nosotros”.
Nadie más pudo ver esa fuerza escondida detrás de la
modestia y la insignificancia. Cuando murió, el obituario del New York Times salió con el nombre
equivocado y mencionó que cuando joven había escrito algunos libros. El cinco
de enero pasado, el seguro azar me condujo frente a la casa donde el aduanero
oscuro pasó los últimos veintiocho años de su vida. Sentí que una tristeza huérfana
le pedía a mi corazón que la llevara. Seguí caminando en el frío sintiendo que
Melville venía conmigo.
Publicado en vivir en Vivir en El Poblado el 15 de enero de 2015
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